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– ¿A qué paja se refiere?

– A las dos, jefe.

– Sólo te falta a ti un libro sobre pajas. ¿Quién es ese Terenci?

– Es como Victor Mature pero en pequeñito y con más cejas. ¿No se acuerda usted de Victor Mature?

Le dio cinco mil pesetas extras a Biscuter invadiendo su cubil privado. Le sorprendió poniéndose desodorante en dos sobaquillos en los que apenas cabía la punta de la barra. Biscuter retiró el desodorante con precipitación, molesto por la invasión de Carvalho. También se había puesto gomina sobre los pelos rubios que en los parietales recordaban una vegetación víctima de alguna tragedia ecológica. Las dos paletillas de Biscuter parecían desgajadas del cuerpo, como dos alitas de hueso contenidas por una camiseta sin mangas, vieja, pero limpísima. Biscuter tenía espaldas de tuberculoso años cuarenta o de aquellos enfermos de la "la pleura" ¿Aún quedaban enfermos de "la pleura"?

– Abrígate, Biscuter.

Dejó al fetillo desconcertado porque aquel otoño era especialmente caluroso y se fue a la calle refunfuñando contra quien hubiera dicho que el mejor plan es no tener plan. Dio varias vueltas por el Barrio Chino, se coló por todos los pasajes y callejas que encontró por si le seguía alguno de los chicos de Contreras. No podía perder tanto tiempo. Se fue al Palace en un taxi al que hizo cambiar varias veces de objetivo. Finalmente en el Palace, el conserje le ratificó cuanto le había dicho por teléfono.

– ¿Se marcharon juntos?

– Juntos y con todas las maletas. Fue una decisión precipitada porque en principio habían apalabrado la habitación durante quince días.

– ¿Se marcharon en el mismo taxi? ¿Qué dirección dieron?

– Hable con el portero.

Se habían marchado en el mismo taxi y la despedida tenía aires de aeropuerto. Aunque no me lo digan.

– Yo distingo cuando se van al aeropuerto de cuando se van a otro sitio. No sé por qué, ni cómo.

Pero es una manera de mirar el equipaje, de sentarse en el taxi.

– ¿Era un taxista habitual del hotel?

– No tenemos taxistas habituales. Pero le conozco. Y a veces ronda por aquí o se pone en la parada de taxis del cruce de Gran Vía con rambla de Cataluña. Se llama Lorenzo, aunque a veces lleva el taxi su sobrino. También se dedica al transporte de prensa en furgoneta.

– ¿Qué prensa?

– "Avui", creo, ese diario en catalán.

La hora de comer le dio en un reloj invisible de su cerebro cuando había llegado a la conclusión de que Lorenzo tenía día de taxi y no de repartidor de prensa. Era su sobrino el que había hecho el reparto aquella mañana y nadie sabía o quería decirle dónde vivía. A lo sumo descubrió dónde estaba aparcada la furgoneta en un pequeño almacén de la calle Parlamento, pero las furgonetas no hablan y la licencia fiscal no aparecía en ninguno de los cristales. No tenía tiempo de volver al despacho para saborear el menú de Biscuter y se dedicó a tapear por la zona, en una deprimente comprobación de que las tapas ya no eran lo que habían sido o quizá él se había vuelto más exigente. La modorra de sobremesa le pilló desorientado, en plena acera del Paralelo. Tal vez si se dejara llevar por su impulso adolescente y llegaba hasta la desembocadura de las Ramblas, en el puerto, allí encontraría a la mujer soñada, esa que estaba esperando desde que había empezado a soñar con mujeres. Pero no se concedió el vencimiento sentimental y volvió al Palace, como quien vuelve al origen de su desorientación, por si desde allí partía algún camino oculto.

– Ha pasado Lorenzo.

Anunció el portero escuetamente, sin perder de vista el movimiento de las manos de Carvalho en busca de la cartera y el cálculo de los dedos dudando entre un billete de quinientas pesetas y otro de mil.

– Le he hablado de este asunto y algo me ha dicho.

Los dedos de Carvalho se decidieron por el billete de mil.

– Les llevó al aeropuerto.

– A los dos.

– A los dos. Fue el primer servicio, casi en la madrugada del jueves. Parecían muy cansados y ella estaba muy "pocha", muy deprimida, vamos.

– ¿Seguro que los dejó en el aeropuerto?

– Seguro.

Pero Lebrun no se había marchado. ¿Qué había hecho con Mitia? Además tenía una cita confirmada con el coronel Parra en la Oficina Olímpica, para mañana, a las diez y media. O había sido un simulacro para los dos o sólo una cobertura de la huida de Claire.

¿Y Dimitrios? Carvalho intuía que la policía no perseguiría demasiado la solución del caso. El mejor extranjero drogadicto es el extranjero muerto, pero él debía dar una respuesta coherente sobre el destino del cuerpo de Alekos.

Recordaba cómo Georges y Claire se habían repartido a los dos hombres en el momento del encuentro.

– Alekos.

Dijo ella.

– Mitia.

Dijo Lebrun.

Y Mitia no figuraba en la expedición, a no ser que les esperara en el avión. Contuvo el impulso inicial de ir hasta el aeropuerto del Prat para comprobar las salidas hacia París de la mañana del jueves. Contreras no tardaría en enterarse de su gestión. En cuanto abrieron las agencias de viajes por la tarde, le bastó ir a la central de Air France para recibir una compleja mezcla de alivio y angustia. Claire Delmas, viajera a París en el primer vuelo de la mañana del jueves. Pero no Lebrun. Ni nadie que pudiera recordar a Mitia. A no ser que hubieran elegido otro camino, Lebrun y Mitia continuaban en Barcelona y habían colocado a la mujer al otro lado de la línea de salvación.

Dejó pasar las horas como obstáculos para su impaciencia. Necesitaba el atardecer para iniciar la búsqueda de Lebrun, para provocar la casualidad de un encuentro y la definitiva aclaración, ganar tiempo a la prevista cita de mañana, a la imprescindible llamada de Contreras provisto de nuevos datos que colocaran en un primer plano peligroso a Claire. Lebrun no era hombre para quedarse en una madriguera, sino para salir en busca de objetivos visuales, de sangre visual que sorbía con sus ojos acolmillados, y en cuanto la luz menguó insinuando el próximo protagonismo de la noche, Carvalho empezó a recorrer los locales de la Barcelona ambigua, de la Barcelona para la que las pirámides de Egipto no eran tres, ni los sexos dos.

Se hartó de "lederones" con chaquetas de cuero, de sus pantalones tejanos, sus mostachos poblados y sus cogotes pelados, exhibiendo masculinidades profundas en locales como Chap, La Luna o El Ciervo, con sus "fulards" rojos y sus llaveros exhibidos y tintineantes, pura arqueología antropológica de los gays neoyorquinos de los años setenta. No. Lebrun no habría aceptado demasiado tiempo el espectáculo. Era pura reliquia.

Se trasladó a centros gays más modernos como el Strasse o el Greasse, llenos de homosexuales que hacen del vestirse una aventura de expresividad, un lenguaje personal ecléctico, resumidor de todas las artes. Eran arquitecturas vivientes. Diseños animados por sangres lentas y huesos blandos.

Empezó a angustiarse. Mientras él rondaba el norte de la Barcelona equívoca, Lebrun podía estar en el sur o al revés, podían cruzarse los puntos cardinales durante toda la noche y mientras tanto crecer la estatura de Claire sobre la mesa de Contreras. En el Divertidoh predominaban las parejas biológicamente desiguales; maduros padrinos amueblados y muchachos en flor timándose con los "voyeurs" acuarentados que iban a poner a prueba sus secretos deseos. Allí entró Carvalho en conversación con un cómplice en voyeurismo, un ejecutivo agredido con cinco whiskys de más.

– Está animado.

– Siempre es igual. Y están los de siempre.

– ¿Viene a menudo?

– No me confunda, amigo.

– No le confundo.

– Si busca plan, se equivoca.

Yo vengo a mirar. Como iría a un sitio de bolleras. La gente es el mejor espectáculo.

– Es usted de los míos. Me divierte tanto la gente que ni siquiera veo la televisión.

– Chóquela.

Le ofrecía la mano y Carvalho dejó que se la estrechara.

– Yo vengo un día a la semana.

Observo, repaso, recuerdo y me hago una idea de cómo van las cosas. Aquí casi todos son fijos.

– Es el sitio que está de moda.

– No del todo. Ahora lo que se lleva es Martin.s pero más tarde.

Allí hay de todo. Es como un supermercado de plumas. De todas clases y de todos los tamaños.

Se desentendió Carvalho de su interlocutor y esperó que el otro hiciera lo mismo. Pero notó como le ponía la mano en un brazo al tiempo que le ofrecía una copa.

– Un whisky se lo acepto. Pero ha de ser de malta. Cuando yo pago bebo malta. No veo por qué ha de ser diferente cuando me invitan.

– Chóquela. Usted es de los míos. Claro. Transparente.

– Un Knockando.

– Tengo del quince y también gran reserva.

Advirtió el camarero.

– Gran reserva para mi amigo.