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Evitó el ejecutivo la vacilación.

– Es el whisky de la casa real inglesa.

Ilustró Carvalho y a su anfitrión se le agrandaron los ojos.

– Los reyes no se la machacan.

– La reina Isabel tiene pinta de pegarse más de un lingotazo.

– Y esa princesa gordita también, la Ferguson. El whisky es muy sano. Se mea todo.

– ¿Va a seguir usted por aquí mucho tiempo?

– Lo que me pida el cuerpo. En casa me espera una foca y cuatro hijos.

– ¿No ha pasado por aquí un hombre sin pestañas acompañado de un muchacho moreno, con aspecto de italiano o de griego o de andaluz de copla?

– Seguro que no. Me habría fijado. Qué bueno está este whisky, me apuntaré la marca. Usted sabe vivir, amigo. Yo soy una mula de trabajo y no sé vivir. Me quitan esta distracción de ver mariquitas un día a la semana y me hacen polvo.

– ¿De dónde le viene esa manía?

– De mi padre.

– ¿También era "voyeur"?

– No. Era una persona muy recta. Del Opus. De comunión diaria, y siempre me decía: Prefiero que un hijo mío sea comunista o separatista a que sea maricón.

Siempre lo decía y a mí me entró una gran curiosidad por los maricones. Porque no sé escribir, que si supiera yo iba a dejar un tratado científico sobre la cuestión.

Tras años y años de observación podría establecer una clasificación zoológica y botánica de mariquitas.

Lo sé todo. ¿Usted sabe escribir?

– Sé firmar.

– Es lo más importante. Sabiendo firmar se sabe casi todo.

– ¿Y usted a qué se dedica?

– Representante de conservas gallegas. Las mejores latas de sardinas y berberechos que se consumen en esta plaza pasan por mis manos. Deme sus señas y le envío un lote que no se lo acaba en una año.

Carvalho le dio una tarjeta donde constaban las señas del despacho.

– Detective privado. Algo me decía que usted tenía un oficio interesante. Entre usted y yo podríamos escribir una novela. ¿Ha probado usted los urinarios? No me interprete mal, pero ir por los locales de ese tipo es como ir por los salones de la buena sociedad.

Donde está la verdad de esta gente es en los urinarios y en los cines.

¿Conoce el ambiente del cine Arenas? Aquello es canela fina, y los urinarios del Boulevard Rosa también tienen su interés. Si tuviera un plano le haría un recorrido fascinante, un recorrido que a mí me ha costado años y años de experiencia, pero sin mojarme, eh, eso que quede claro. A mí los tíos no me dicen nada y tengo más motivos que otros para afirmarlo porque conozco el vicio, sé de qué va y de qué van, no soy como otros que se proclaman más machos que Dios y sólo han visto maricones en las películas.

A Carvalho empezaba a cansarle el tema y la ilustración del ejecutivo.

– ¿No tiene miedo que algún cliente le vea por aquí?

– Mis clientes no frecuentan estos sitios. Tienen miedo de pillar el SIDA hasta tomándose una tónica en un bar como éste. La gente ha perdido el sentido de la aventura y yo en cambio soy muy aventurero. A mí me quitan esta pequeña válvula de escape y es que me capan.

Carvalho dudó entre la gentileza de devolverle la invitación y las ganas de sacárselo de encima y optó por la segunda decisión. Al fin y al cabo la invitación había sido cosa suya.

– He de volver a casa.

– ¿Le espera otra foca?

– Tres. Soy mormón.

Dejó al ejecutivo braceando en un mar de confusiones culturales, en la duda de si un mormón era una aberración sexual o algo relacionado con la secta Moon. No era un niño, pero tal vez ya pertenecía a esas generaciones estúpidas que no han leído a Karl May y que por lo tanto jamás sabrán qué es un mormón, ni dónde está Salt Lake City. En estas reflexiones sobre la literatura sana estaba Carvalho cuando se descubrió de nuevo sin objetivo hasta que llegara la hora de ir a Martin.s como gran almacén de todo el escaparate gay barcelonés, otro pajar para encontrar la aguja de Lebrun, del estúpido y prepotente Lebrun que había prescindido de él como si ignorarle pudiera borrar cuanto había sucedido aquella noche. Pasó por el despacho para hacer los honores de la comida que había preparado Biscuter y que las circunstancias habían convertido en cena. El hombrecillo estaba vestido de domingo y dormido ante un pequeño televisor que transmitía inútilmente un documental sobre la obra de Luis Buñuel, y Carvalho no lo apagó para que el silencio no despertara a su ayudante. Comió de pie en la cocina, sonó un despertador en el despacho y cuando fue a pararlo Biscuter estaba despierto, obsesionado por lo que transmitía la televisión.

– Es muy interesante todo esto, jefe. ¿Conoció usted a Buñuel?

– No. ¿Por qué tendría que conocerle?

– Porque usted conoce a casi todo el mundo. ¿A qué se dedicaba este señor?

– A hacer gamberradas.

– Pues vaya.

– ¿Y la chica, Biscuter?

– ¿Se refiere usted a la señorita Beba?

– ¿Tienes otra chica, Biscuter?

– Todo controlado. El despertador. El vestuario. Ahora saldré en su seguimiento. ¿No ha dicho que es un ave nocturna?

– Estaba muy bueno tu guiso, Biscuter.

– Lo había hecho para el mediodía y recalentado es otra cosa.

Pero con usted nunca se pueden hacer previsiones.

– ¿No ha llamado nadie?

– ¿A quién se refiere, jefe?

Cuando usted me pregunta si ha llamado alguien quiere decir si ha llamado fulano de tal.

– Los franceses del otro día.

Ella o él.

– Nadie. En este sentido, nadie. Ha llamado Charo.

– Charo.

El nombre le sonaba como un ruido y se arrepintió de que le sonara como un ruido molesto.

– ¿Qué gamberradas hacía ese Buñuel?

– Metía burros muertos en los pianos.

– Hostia, jefe, que los españoles nos llevamos la fama y otros cardan la lana. Yo no sé qué le encuentran a eso de meter burros muertos en los pianos.

– Era un sueño. Además, Buñuel era español.

– Bueno. Eso es otra cosa. En los sueños puede pasar de todo. Me voy a por la señorita Brando.

¿Qué soñaba Biscuter? ¿Qué estaturas alcanzaba en sus sueños?

Recordó de pronto un rincón de memoria que le cristalizó el pecho hasta el dolor. Una vez muerta su madre, después de varios años de invalidez y de casi no poder hablar, su padre le dijo que de noche la oía soñar y hablar en voz alta.

Dormida hablaba y a él no se le había ocurrido velar aquel sueño, recibir aquellos mensajes que la mujer no conseguía sacar de las profundidades de su alma a lo largo del día. El hombre es un animal racional que tiene remordimientos y se complace además en construirlos, lentamente, en acumular cosas de las que va a arrepentirse, gestos, silencios, como los que él estaba acumulando en su relación con Charo. Y por un momento tuvo el propósito de no seguir corriendo tras la sombra de Claire, de dejarla a su suerte, presumiéndola fuerte en su andar erguido, con aquellos ojos geológicos y transparentes. ¿Pero qué sería de la relación entre un hombre y una mujer sin el autoengaño de la protección? ¿Para qué sirve ese duro forcejeo entre dos animales espiritualmente enemigos, congénitamente enemigos si no mediara la convención de la fragilidad del uno y la fuerza protectora del otro? Por eso le había dolido la frialdad con la que Claire lo había expulsado de su encuentro con Alekos, pero a pesar de aquel dolor, de su teoría sobre el remordimiento, de su mala conciencia en relación con Charo porque Claire no le afectaba superficialmente, sino por debajo de la cintura de su conciencia a la defensiva, se vio en la calle, en dirección a Martin.s, cumpliendo el Vía Crucis de la búsqueda de Lebrun, que era la búsqueda de ella. Y se encontró a sí mismo ante las puertas del Martin.s como si se topara con un desconocido sorprendente. Casi se le echan encima cuatro muchachos jóvenes que reían alegrías secretas y comentaban en voz alta:

– Aquí hay que entrar con el preservativo puesto.

Dentro no se veía nada, pero se olía una curiosa mezcla de sudor barato y colonia cara o a la inversa, de colonia barata y sudor caro. El negro era el color dominante, en la planta de abajo porque estaba pintada de negro y en la de arriba porque la oscuridad era cómplice de los pulpos que amasaban las más secretas carnes humanas aprovechándose de la oscuridad.

Sintió un profundo desánimo, porque no era lugar para Georges. A Lebrun le gustaba ver y aquí no se veía nada, salvo cuando la luz de un cigarrillo permitía ver rincones de pornografía, vistos y no vistos, como diapositivas movidas por una mano sádica. Era su última, pueril oportunidad y mantuvo la búsqueda a riesgo de parecer un fisgón que se jugaba la nariz cada vez que la acercaba a un bulto.

– ¿A quién buscas, Caperucita?

– A mi abuelita.