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– ¿Por qué tenía que ser necesariamente nuestra pareja? Tenga más capacidad de matiz, por favor.

Era nuestra obra. Alekos la entendía a su manera y yo a la mía.

Él desde el desespero de un "meteque" que jamás se sentiría integrado en cultura alguna y yo tratando de darle a Mitia la estatura de una estatua admirable.

– Y Claire…

– Pobre Claire…

Pobre Claire. Era un irritante, sutil desprecio el que acentuaba las palabras de Lebrun.

Pobre Claire.

– Reaccionaba como una hembra histérica. Algo, alguien quería quitarle a su Alekos y eso no podía tolerarlo. Yo era su vecino y tenía una cierta relación ocasional con ellos como pareja; lo que Claire desconocía era que poco a poco fui frecuentando más a Alekos, por separado. Era mucho más interesante. Y de esa relación vino el encuentro con Mitia.

– Cada uno de ustedes me mintió a su manera. Usted ocultó mientras pudo esa relación con Alekos, hasta que surgió la historia de Patmos, el Apocalipsis y todo eso. Y nada me dijo de Mitia. En cuanto a ella me ocultó que sabía la condena a muerte de Alekos.

– Lo sabía. Alekos huyó de París herido de muerte y cometió la irresponsabilidad de llevar consigo a Mitia. Desde entonces Claire y yo les hemos buscado, cada uno con un objetivo diferente.

Ella quería comprobar que Alekos no era de otra o de otro y yo que Mitia estaba a salvo y podía recuperarlo para completar mi obra.

– Y cuando encontraron a Alekos.

– Agonizaba. Era cuestión de días.

– Pero alguien le dio la sobredosis. Alguien tuvo la piedad o la soberbia de rematarle.

– La piedad o la soberbia, no está mal visto.

– ¿Fue piedad o soberbia?

– Tal vez las dos cosas.

– ¿Usted? ¿Claire?

Ahora Lebrun sonreía, como si el drama se hubiera convertido en un acertijo de sobremesa aburrida.

La sonrisa de aquellos ojos sin pestañas proponía: adivínelo. Siniestro y curioso personaje que introducía el juego en una historia de vida o muerte. Lebrun estaba esperando su veredicto y Carvalho no quiso darle la satisfacción de mendigarle la respuesta. Se dejó caer de espaldas sobre los cojines, a contemplar los altos techos, sus vigas de madera y los vapores de hachís que subían de aquella humanidad lánguida y adormecida. De pronto se oyó ruido de cuerpos en lucha y Carvalho se incorporó sobre sus codos. Dotras forcejeaba como un gigante cogiendo por un brazo y zarandeando a uno de los yacientes.

– ¡Ya está bien, hijos de puta!

¡El espectáculo se ha terminado!

¡Ésta es mi casa! ¡Os lo coméis todo! ¡Hasta os coméis mi memoria y mi inteligencia! ¡No vale lo que pagáis! Hijos de la gran puta, a vuestras casas si es que tenéis.

Yo a los doce años ya trabajaba y todos vosotros sois niños de papá… A los doce años repartía sombreros y pasteles del Horno del Cisne… Sois tan mediocres y desgraciados que vuestros recuerdos darán pena… Serán recuerdos incoloros, inmaduros e insípidos…

Su mujer había salido bruscamente de la cocina y hacía señas de que todo el mundo se marchara, mientras ella se acercaba a su marido como si se acercara a un niño enfurruñado.

– Papá, no te pongas así, papá…

– Mira cómo lo han puesto todo estos imbéciles. No me pagan ni las miradas.

– Papá…

La mujer había escondido la cabeza del hombre entre sus pechos y sus brazos e insistía con gestos en que los demás se marcharan. Algunos dormían y no estaban en condiciones de recibir el mensaje. El resto inició el desfile hacia la salida perseguido por las advertencias económicas de la patrona.

– Los que no hayáis pagado dejad el dinero en esa pieza de cerámica de Lloren amp; Artigas. Tú, Carlet, tú no has pagado, que te veo…

Y se lo decía al mismo que le había hecho la carretilla en la cocina, implacable manager, mientras no dejaba de acunar el cabezón de su marido que lloraba silenciosa o silenciadamente. Mitia presentía que alguna relación especial había entre Lebrun y Carvalho, aunque no le había reconocido como uno de los intrusos en la noche última de Alekos, ni había podido escuchar la conversación sostenida entre los dos hombres. Al llegar a la calle la hilera de desterrados de Chez Dotras se fue deshilando y al final el grupo más compacto fue el trío compuesto por Carvalho, Lebrun y Mitia.

– Este señor fue el detective que nos ayudó a encontraros.

El recelo se instaló en los ojos oscuros de Mitia y retardó los pasos para dejar que los dos hombres prosiguieran su secreto acuerdo.

– A pesar de todo fue una noche inolvidable y no por el motivo que usted supone. Eso fue un simple detalle, una conclusión lógica de una larga huida y de una larga búsqueda. Fue hermoso el recorrido, el viaje en sí. Primero Dotras y su negocio sobre ruinas de la memoria. Luego todos aquellos almacenes, aquellas fábricas… como arqueologías fugazmente recuperadas para industrias de sueños, fugaces, etéreas… Escultores, fotógrafos…

– Moribundos.

La palabra no le había gustado a Lebrun, que cerró los ojos y comentó:

– Los españoles son demasiado trágicos. De toda aquella noche yo retengo todas las Icarias y usted una sórdida jeringuilla y el asesinato de un cadáver.

E impulsó un malhumurado silencio hasta que decidió dar por terminada la historia y su relación con Carvalho.

– Fue Claire. No permitió que yo lo hiciera por ella. Alekos era suyo. Esa propiedad no peligraba a causa de otra mujer o de un hombre, sino por el cerco de la muerte.

Claire llevaba la inyección preparada en el bolso desde que habíamos llegado a Barcelona. ¿La recuerda con los brazos cruzados sobre el bolso y el bolso sobre el pecho? Era como proteger la contraeucaristía. Allí llevaba toda su piedad y toda su soberbia hacia Alekos.

– ¿Y él?

– No sé que hablaron. Usted mismo pudo comprobar que ella se apoderó de él en cuanto le vio y los demás sobrábamos. Lo cierto es que Alekos se dejó poner la inyección sin protestar y yo diría que con un cierto alivio. Mitia lo adivinó todo cuando ya era irremediable, tuvo un berrinche, pero ya pasó. Para él todo vuelve a empezar.

Se detuvo en seco y tendió la mano hacia los brazos lánguidos de Carvalho.

– Supongo que ha recibido mi cheque. Además le ofrezco mi agradecimiento y mi contento. Ha sido un placer.

Estrechó la mano que le tendía el francés y dejó que se marchara Ramblas arriba, con un brazo pasado sobre los hombros del muchacho. Carvalho optó por descender las Ramblas y compensar con una ración de despacho el poco caso que le había hecho en los últimos días.

De vez en cuando volvía la cabeza Ramblas arriba para comprobar el paulatino alejamiento de la pareja, hasta que se confundieron con las últimas penumbras de la rambla de las Flores y los escasos paseantes con voluntad de jungla. Se puso la cara de pocos amigos para evitarse diálogos molestos con miserables camellos transparentes baratamente calzados para la huida, pero todavía alguno en plena bancarrota comercial se le acercaba lo suficiente hasta que los ojos de Carvalho le detenían, como sólo pueden detener los ojos de un hombre armado.

Se metió en el despacho y tardó en comprender por qué Biscuter no estaba en su camastro. Le había regalado la condición de ayudante y a estas horas estaría asombrando a la Barcelona nocturna con sus hombreras de acero y su fumar de galán de ojos atormentados por el humo y las perspicacias. Desde hacía muchos años no había experimentado la sensación de estar solo en su propio despacho y la acentuó oscureciéndolo. Se entregó al sillón giratorio, puso los pies sobre la mesa, sacó del bolsillo de la chaqueta la linterna rescatada, dejó que se sintiera acariciada entre sus manos y cuando la iba a guardar en el cajón presionó el conmutador y salió la alegría de la luz, con la que buscó ángulos de la habitación, la senda de Biscuter hacia su madriguera y finalmente su propia cara, iluminada espectralmente desde la punta de la barbilla.

Luego se puso el ojo dióptrico iluminado en la sien, en la boca, apagó bruscamente la linterna y la precipitó en el fondo de un cajón demasiado grande para ella. Oyó cómo rodaba por el interior cuando empujó el cajón hasta su límite y permitió que aquel ruido paulatinamente extinguido le hiciera compañía. Luchaba contra la congoja o trataba de recordar cómo podía convocarla, cuando una llave se metió decidida en la cerradura y en el dintel se recortó la silueta de Biscuter tenuemente iluminado por la baja luz del descansillo.

– Soy yo, Biscuter.

– ¿Es usted, jefe? ¿A estas horas?

Se hizo la luz y Carvalho paladeó a sus anchas a aquel viejo muchacho con traje nuevo de veinte años de antigüedad y una corbata casi de primera comunión.

– ¿Qué tal?

– De puta madre, jefe. Si no está cansado paso a informarle.

Se buscó el escudero acomodo en la silla habitualmente dedicada a la clientela, dispuesto a dar una larga referencia de sus idas y venidas tras la señorita Brando. Se sacó una libretita de papel cuadriculado del bolsillo y empezó su informe con una voz en falsete, con ligero acento portorriqueño, como si imitara a los narradores de los telefilms norteamericanos doblados al castellano en Puerto Rico.