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Kate Mosse

El Laberinto

Traducción de Claudia Conde

Titulo original Labyrinth

A mi padre, Richard Mosse, un hombre íntegro,

un chevalier de nuestros días

A Greg, como siempre,

por todo lo que ha sido, es y será

NOTA DE LA AUTORA

Nota histórica

En marzo de 1208, el papa Inocencio III predicó una cruzada contra una secta de cristianos del Languedoc. Hoy se los conoce habitualmente con el nombre de cátaros. Ellos se llamaban a sí mismos bons chrétiens, «buenos cristianos»; Bernardo de Claraval los denominaba albigenses, y en los registros de la Inquisición aparecen como heretici. El papa Inocencio se propuso expulsar a los cátaros del Mediodía francés y restaurar la autoridad religiosa de la Iglesia católica. Los barones del norte de Francia que se unieron a su cruzada vieron en ella la oportunidad de adquirir tierras, riquezas y privilegios comerciales, subyugando a una nobleza meridional ferozmente independiente

Aunque el concepto de cruzada era un rasgo importante de la sociedad cristiana medieval ya desde finales del siglo xi, y si bien en el asedio de Zara en 1204, durante la Cuarta Cruzada, los cruzados empuñaron las armas contra otros cristianos, ésta fue la primera vez que se convocó a la guerra santa contra cristianos en suelo europeo. La persecución de los cátaros condujo directamente a la fundación de la Inquisición en 1231, bajo los auspicios de los dominicos, los frailes negros.

Fueran cuales fuesen las motivaciones religiosas de la Iglesia católica y de algunas de las cabezas seglares de la cruzada, como Simón de Monfort, la Cruzada Albigense fue en definitiva una guerra de ocupación, que marcó un punto de inflexión en la historia de lo que hoy es Francia. Significó el fin de la independencia del sur y la destrucción de muchas de sus tradiciones, ideales y estilo de vida.

Lo mismo que el término «cátaro», la palabra «cruzada» no se empleaba en los documentos medievales. El ejército era «la hueste», o la ost en la lengua de oc. Sin embargo, como ambos términos son actualmente de uso corriente, los he utilizado a veces para facilitar las referencias.

Nota sobre lenguaje

En la época medieval, el occitano o langue d’oc (a la que debe su nombre la región del Languedoc) era la lengua del Mediodía francés, desde Provenza hasta Aquitania. También era la lengua del Jerusalén cristiano y de las tierras ocupadas por los cruzados a partir de 1099, hablada asimismo en lugares del norte de España y del norte de Italia, y estrechamente emparentada con el provenzal y el catalán.

En el siglo xiii, la langue d’oil, antecesora del francés actual, se hablaba en el norte de lo que hoy es Francia.

En el transcurso de las invasiones del sur por parte del norte, iniciadas en 1209, los barones franceses impusieron su lengua a la región conquistada. Desde mediados del siglo xx se ha producido un renacimiento de la lengua occitana, impulsado por escritores, poetas e historiadores, como René Nelli, Jean Duvernoy, Déodat Roché, Michel Roquebert, Anne Brenon, Claude Marti y otros. En el momento de redactar estas líneas, hay una escuela bilingüe occitano-francesa en la Cité, en el corazón del núcleo medieval de Carcasona, y en los indicadores de las carreteras aparece la forma occitana de los topónimos junto a la francesa.

En El laberinto, para distinguir entre los habitantes del Pays d’Òc y los invasores franceses, he utilizado el occitano y el francés. Por consiguiente, algunos nombres y lugares aparecen tanto en francés como en occitano, por ejemplo, Carcassonne y Carcassona, Toulouse y Tolosa, Béziers y Besièrs.

Los versos y refranes han sido extraídos de los Proverbes et dictons de la langue d’oc, recopilados por el abad Pierre Trinquier, y de los 33 chants populaires du Languedoc.

Inevitablemente, hay diferencias entre las grafías occitanas medievales y las normas ortográficas modernas. Para mantener la coherencia, he utilizado como guía la obra La planqueta, diccionario occitano-francés de André Lagarde.

Para más información, se ofrece un glosario al final de este libro.

Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

San Juan 8,32

L’histoire est un roman qui a été, le roman est une histoire qui aurait pu être. [La historia es una novela que ha sido; la novela es una historia que hubiese podido ser.]

E. y J. Goncourt

Ten përdu, jhamâi së rëcôbro. [El tiempo perdido nunca se recupera.]

Proverbio occitano medieval

PRÓLOGO

*

CAPÍTULO 1

Pico de Soularac

Montes Sabarthès

Sudoeste de Francia

Lunes 4 de julio de 2005

Una línea solitaria de sangre se escurre por el pálido interior de su brazo, una costura roja en una manga blanca.

Al principio, Alice cree que es una mosca y no le presta atención. Los insectos son un riesgo laboral en las excavaciones, y por alguna razón hay más moscas en lo alto de la montaña, donde está trabajando, que en el yacimiento principal, allá abajo. Después, sobre su pierna desnuda cae una gota de sangre, que estalla como una bengala en el cielo de la noche de San Juan.

Esta vez sí que mira y ve que el corte del interior del codo se le ha vuelto a abrir. Es una herida profunda, que se resiste a sanar. Suspira y se ajusta un poco más contra la piel el vendaje de gasas y esparadrapo. Luego, como nadie la ve, se lame la mancha roja de la muñeca.

Varios mechones de pelo, del suave color del azúcar moreno, se le han soltado de debajo de la gorra. Se los pasa por detrás de las orejas y se enjuga la frente con el pañuelo, antes de retorcerse otra vez la coleta en un apretado nudo sobre la nuca.

Interrumpida su concentración, Alice se incorpora y estira las esbeltas piernas, levemente bronceadas por el sol. Vestida con vaqueros de perneras recortadas, camiseta blanca sin mangas y gorra, parece poco más que una adolescente. Antes le preocupaba. Ahora que ya es un poco más mayor, aprecia la ventaja de aparentar menos edad. El único detalle glamuroso son los delicados pendientes de plata en forma de estrella, que relucen como lentejuelas.

Alice desenrosca el tapón de la botella de agua. Está tibia, pero tiene demasiada sed para reparar en eso y se la bebe a grandes tragos. Más abajo, la calina reverbera sobre el mellado asfalto de la carretera. Arriba, el cielo es de un azul interminable. Las cigarras persisten en su coro implacable, ocultas a la sombra de los pastos secos.

Es la primera vez que está en los Pirineos, pero se siente como en casa. Le han dicho que en invierno los dentados picos de los montes Sabarthès se cubren de nieve. En primavera, delicadas flores rosa, malva y blancas asoman de sus escondrijos en las grandes extensiones rocosas. A comienzos del verano, los prados son verdes y se pueblan de ranúnculos amarillos. Pero ahora el sol ha aplastado y subyugado el paisaje, convirtiendo los verdes en tonos tostados. «Es un lugar hermoso -piensa-, aunque en cierto modo inhóspito. Es un lugar de secretos, que ha visto demasiado y escondido demasiado para estar en paz consigo mismo.»

En el campamento principal, más abajo, en la falda de la montaña, Alice puede ver a sus colegas de pie bajo el gran toldo de lona. Consigue distinguir a Shelagh con su habitual traje negro. Le sorprende que ya hayan parado. Es pronto para hacer una pausa, pero es cierto que todo el equipo está un poco desmoralizado.

El trabajo es en su mayor parte afanoso y monótono -excavar y raspar, catalogar y registrar-, y hasta ahora han encontrado pocas cosas de interés que justifiquen sus esfuerzos. Unos cuantos fragmentos de vasijas y cuencos de comienzos de la Edad Media y un par de puntas de lanza de finales del siglo xii o comienzos del xiii, pero ni rastro del asentamiento paleolítico que ha motivado la excavación.

Alice siente el impulso de bajar para reunirse con sus amigos y colegas, y arreglarse el vendaje. El corte le escuece y las pantorrillas ya le duelen de tanto estar agachada. Tiene tensos los músculos de los hombros. Pero sabe que si se detiene, perderá el ritmo de trabajo.

Esperanzada, confía en que su suerte está a punto de cambiar. Poco antes ha notado un destello debajo de una roca pulcramente apoyada contra el flanco de la montaña, casi como si la hubiese colocado allí la mano de un gigante. Aunque no adivina lo que pueda ser el objeto, ni conoce siquiera su tamaño, ha pasado toda la mañana cavando y cree que no le falta mucho para alcanzarlo.

Sabe que debería llamar a alguien. O por lo menos decírselo a Shelagh, su mejor amiga, que es la directora adjunta de la excavación. Alice no es arqueóloga de profesión, sino una simple voluntaria que pasa parte de las vacaciones de verano haciendo algo de provecho. Pero es su última jornada completa sobre el terreno y quiere demostrar de lo que es capaz. Si baja al campamento principal y les cuenta que cree haber encontrado algo, todos querrán participar y el descubrimiento ya no será suyo.

En los días y semanas que vendrán, Alice repasará ese momento. Recordará la cualidad de la luz, el sabor metálico de la sangre y el polvo en su boca, y se preguntará cómo habría sido todo si hubiese decidido bajar en lugar de quedarse. Si hubiese jugado conforme a las reglas.

Apura la última gota de agua y arroja la botella a la mochila. Durante toda la hora siguiente poco más o menos, mientras el sol trepa por el cielo y la temperatura sigue subiendo, Alice no deja de trabajar. Los únicos sonidos son el roce del metal contra la piedra, el zumbido de los insectos y el ocasional rumor de una avioneta a lo lejos. Siente perlas de sudor sobre el labio superior y entre los pechos, pero sigue adelante, hasta que finalmente el hueco bajo la roca es lo bastante grande como para deslizar una mano.