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Pero bruscamente regresa al presente, cuando casi se cae al tropezar con la piedra que hace las veces de reclinatorio, en la base del sepulcro. La estancia es más pequeña de lo que había imaginado observando el plano, más confinada y claustrofóbica. Había esperado que la distancia entre la puerta y la piedra fuera mayor.

Cuando se arrodilla sobre la piedra, oye que alguien a escasa distancia inhala con fuerza el aire, y se pregunta por qué. El corazón se le acelera y cuando baja la vista ve que tiene blancos los nudillos. Turbado, entrelaza las manos, pero en seguida se da cuenta y deja caer los brazos a los lados del cuerpo, como le han dicho que tiene que llevarlos.

Hay un leve declive en el centro de la piedra, cuya superficie siente dura y fría en las rodillas, a través de la fina tela de la túnica. Se desplaza ligeramente, tratando de adoptar una postura menos incómoda. Pero la incomodidad le ofrece algo en que pensar y por eso la agradece. Todavía está aturdido y le resulta difícil concentrarse y recordar el orden que supuestamente deben seguir los acontecimientos, aunque lo ha repasado una y mil veces en su cabeza.

Dentro de la estancia empieza a sonar una campana, una nota aguda y cristalina; la acompaña un canto grave y salmodiado, suave al principio, que rápidamente se vuelve más potente a medida que se le unen más voces. Fragmentos de palabras y de frases reverberan en su mente: montanhas, montañas; noblesa, nobleza; libres, libros; graal, grial…

La Sacerdotisa baja del altar elevado y recorre la sala. El hombre apenas distingue el roce de sus pies sobre el suelo, pero imagina el resplandor y el balanceo de su túnica dorada, a la luz vacilante de las velas. Es el momento que ha estado esperando.

– Je suis prêt -repite entre dientes. Esta vez lo dice de verdad.

La Sacerdotisa se detiene ante él, que percibe su perfume sutil y ligero, entre el aroma embriagador del incienso. El hombre contiene el aliento cuando ella se inclina y lo coge de la mano. Sus dedos están fríos y sus uñas cuidadas, y un impulso eléctrico, casi de deseo, le recorre el brazo cuando ella le pone algo pequeño y redondeado en la palma y le hace cerrar los dedos para que lo aferré. Ahora quisiera (más que ninguna otra cosa que haya deseado en su vida) verle la cara. Pero mantiene baja la vista, fija en el suelo, como le han dicho que hiciera.

Los cuatro asistentes principales abandonan sus puestos y se acercan a la Sacerdotisa. El hombre siente que le inclinan la cabeza hacia atrás, suavemente, y le vierten entre los labios un líquido espeso y dulce. Es lo que estaba esperando y no opone resistencia. Mientras la ola de tibieza se extiende por su cuerpo, levanta los brazos y sus compañeros le echan un manto dorado sobre los hombros. El ritual es conocido para los presentes, pero aun así el hombre percibe en ellos cierta incomodidad.

De pronto, siente como si tuviera una argolla de hierro alrededor del cuello, aplastándole la tráquea. Sus manos vuelan a su garganta, mientras se debate para respirar. Intenta gritar, pero no le salen las palabras. La nota aguda y cristalina de la campana comienza a sonar otra vez, continua y persistente, sofocándolo. Una oleada de náuseas le recorre el cuerpo. Piensa que va a desmayarse y, buscando alivio, aprieta con tanta fuerza el objeto que tiene en la mano que las uñas le desgarran la blanda carne de la palma. La aguda sensación de dolor lo ayuda a no desplomarse. De pronto comprende que las manos apoyadas sobre sus hombros no están ahí para reconfortarlo. No lo animan, sino que lo sujetan. Le sobreviene otra oleada de náuseas y la piedra parece moverse y deslizarse bajo su cuerpo.

Ahora sus ojos están flotando y no consigue enfocar del todo las imágenes, pero ve que la Sacerdotisa tiene un cuchillo, aunque no comprende cómo ha podido llegar hasta su mano la hoja de plata. Intenta ponerse de pie, pero la droga es demasiado potente y le ha robado la fuerza. Ya no controla los brazos ni las piernas.

– Non! -intenta gritar, pero es demasiado tarde.

Al principio, cree que lo han golpeado entre los hombros, nada más. Después, un dolor embotado comienza a rezumar a través de su cuerpo. Algo tibio y suave se desliza poco a poco por su espalda.

Sin previo aviso, las manos que lo sujetaban lo sueltan y él cae hacia adelante, desplomándose como un muñeco de trapo sobre un suelo que parece subir a su encuentro. No siente dolor cuando su cabeza golpea el pavimento, fresco y reconfortante al contacto con su piel. Ahora todo el ruido, la confusión y el miedo se desvanecen. Sus ojos parpadean y se cierran. Ya no percibe nada más que el sonido de la voz de ella, que parece venir de muy lejos.

– Une leçon. Pour tous -parece estar diciendo, aunque no tiene sentido que lo diga.

En sus últimos instantes fracturados de conciencia, el hombre acusado de revelar secretos, condenado por haber hablado cuando debió callar, aferra con fuerza el codiciado objeto en su mano, hasta que ya no puede agarrarse a la vida y el pequeño disco gris, no más grande que una moneda, rueda por el suelo.

En una de sus caras están las letras NV. En la otra, hay grabado un laberinto.

CAPÍTULO 4

Pico de Soularac

Montes Sabarthès

Por un momento, todo está en silencio. Después, la oscuridad se disuelve. Alice ya no está en la cueva. Está flotando en un mundo blanco e ingrávido, transparente, apacible y silencioso.

Está libre. A salvo.

Tiene la sensación de escapar del tiempo, como si cayera de una dimensión a otra. La línea entre pasado y presente se está desvaneciendo en ese espacio intemporal e interminable.

Luego, como cuando se abre la trampilla bajo la plataforma de una horca, Alice siente una repentina sacudida y acto seguido se desploma y cae a través del cielo abierto, hacia la boscosa ladera de la montaña. El aire fresco le silba en los oídos mientras se precipita en acelerado descenso hacia el suelo.

El momento del impacto nunca llega. No hay huesos astillados contra el gris pizarra del pedernal y las rocas. En su lugar, Alice toma contacto con el suelo, corriendo y trastabillando por una empinada y agreste senda en terreno boscoso, entre dos filas de árboles altos. La arboleda es densa, alta y se yergue muy por encima de su cabeza, de modo que le impide ver lo que hay más allá.

«Demasiado rápido.»

Intenta agarrarse a los árboles para ralentizar su avance o detener su desbocada carrera hacia ese lugar desconocido, pero sus manos pasan a través de las ramas como si fueran las de un fantasma o un espíritu. Montoncitos de hojas diminutas se le quedan pegadas en las manos, como pelos en un cepillo. No siente su tacto, pero la savia le mancha de verde las yemas de los dedos. Se las acerca a la cara para aspirar su perfume agrio y sutil. Tampoco puede olerlo.

Siente una punzada en un costado, pero no puede detenerse, porque detrás de ella hay algo que se le va acercando cada vez más. El sendero tiene un declive pronunciado bajo sus pies. Sabe que el crujido de las piedras y las raíces secas ha reemplazado a la tierra blanda, el musgo y la hierba, pero no oye ningún sonido. No hay aves que canten ni voces que llamen, no hay más que su propia respiración agitada. El sendero vira y se enrosca sobre sí mismo, lanzándola primero en una dirección y luego en otra, hasta que dobla un recodo y ve el silencioso muro de llamas que bloquea el camino más adelante: un pilar de sinuosas lenguas de fuego, blancas, doradas y rojas, plegándose sobre sí mismas y en constante transformación.

Instintivamente, Alice levanta las manos para protegerse la cara del intenso calor, aunque no puede sentirlo. Ve las caras atrapadas dentro de las llamas danzarinas y las bocas desfiguradas en muda agonía, que el fuego acaricia y quema.

Alice intenta detenerse. Tiene que detenerse. Le sangran los pies heridos y su larga falda mojada entorpece su carrera, pero su perseguidor le está pisando los talones y algo que no puede controlar la impulsa hacia el fatal abrazo de las llamas.

No tiene más remedio que saltar para evitar que la consuma el fuego. Sube en espiral por el aire, como un penacho de humo, flotando muy por encima de los amarillos y los naranjas. El viento parece elevarla, liberándola de la tierra.

Alguien la llama por su nombre, una voz de mujer, pero lo pronuncia de un modo extraño.

Alaïs.

Está a salvo. Es libre.

Después, la familiar sensación de unos dedos fríos que le agarran los tobillos y la sujetan al suelo. No, no son dedos, son cadenas. Ahora Alice advierte que tiene algo entre las manos, un libro, cerrado con lazos de cuero. Comprende que es eso lo que quiere. Lo que ellos quieren. Es la pérdida de ese libro lo que ha motivado su ira.

Si por lo menos pudiera hablarles, quizá podría llegar a un acuerdo. Pero su cabeza está vacía de palabras y su boca es incapaz de hablar. Da una patada, se sacude con violencia para huir, pero está atrapada. El hierro que le inmoviliza las piernas es demasiado fuerte. Empieza a gritar y se siente arrastrada otra vez al fuego, pero no hay más que silencio.

Vuelve a gritar, sintiendo que su voz lucha en su interior por ser oída.

Esta vez el sonido irrumpe. Alice siente que el mundo real regresa impetuosamente. Sonidos, luz, olores, tacto, el sabor metálico de la sangre en su boca. Hasta que todo eso se detiene, durante una fracción de segundo, y se siente de repente envuelta por un frío traslúcido. No es el frío familiar de la cueva, sino algo diferente, intenso y luminoso. En su interior, Alice sólo puede distinguir los efímeros contornos de un rostro, hermoso e indefinido. La misma voz vuelve a llamarla por su nombre.