Выбрать главу

Hull salió de su despacho deprisa, abandonó la embajada, se internó por las calles del barrio de Salamanca hasta encontrar una cabina en una calle en sombra. Entró y descolgó el auricular. ¿A quién podía llamar? ¿A quién podía decir: lo siento? Y se quedó quieto allí, en el interior de la cabina, con el auricular levantado. De vez en cuando el zumbido del auricular se cortaba. Entonces Hull colgaba y volvía a descolgar porque quería seguir oyendo ese zumbido.

Alguien le había contado que en Hungría hubo durante muchos años un número de teléfono adónde se podía llamar para oír el Do, el sonido A. Cuando lo habías perdido, cuando necesitabas la referencia para afinar la voz o un instrumento llamabas y ahí estaba el sonido A. Quizás pudiera Ilamar a Hungría, averiguar ese número y llamar luego ahí, porque él lo había perdido, había perdido la referencia y si no tenía ninguna persona a quien llamar tal vez pudiera sólo quedarse escuchando el Do que otros antes que él habían necesitado. Y Hull volvía a colgar y luego levantaba el auricular, el zumbido continuo era lo más parecido a lo que estaba buscando. Pensó que en Hungría ya ese servicio habría dejado de existir. Lo habrían privatizado primero y, después, lo habrían eliminado.

Al cabo de unos diez minutos se acercó una mujer con intención de llamar. Hull colgó y salió de la cabina. Regresó a la embajada muy despacio. No le pedían que matara. No le pedían, se dijo, que hablara con los que iban a matar, que les dijera el arma o el momento. Sólo le pedían que les pagara. No que sacara dinero de su cuenta sino que entregara el maletín. El hombre del maletín. Le había entregado uno a Laura y ahora entregaría uno contra Laura. Con menos dinero. Seguramente con mucho menos dinero. Matar era más barato que corromper. Al menos no necesitaban un beso de Judas, eran otros tiempos, los autores dispondrían de fotografías. Sólo le pedían que estuviera dentro de la operación. Que dejara constancia de que estaba dentro. ¿Y cómo no iba a estarlo? Fuera no existía, se dijo. Fuera no existía.

SÉPTIMA CARTA

El secreto es un arma de débiles, señor director. Nace de una debilidad que es preciso esconder para no dar ventaja al enemigo, para que no nos sepa vulnerables. Nace a la defensiva, pero muy pronto el débil se acostumbra y trata de olvidar lo que tuvo que esconder con vergüenza y temor pues imagina el poder que obtendría ocultando su fuerza.

De ahí proviene la excitación del secreto; basta con el más sencillo, basta la historia de un hombre que sabe inglés y lo oculta, oye y entiende lo que no debe y, un día, desvela lo que sabe y lo utiliza. Viene luego la historia de un capitán de submarino que oculta su valor porque no quiere luchar contra una embarcación cualquiera sino contra el destructor más temido que hundió su barco, que mató a los suyos. Y pasa el capitán por cobarde, rehuye los combates como un cobarde, pero un día se produce el encuentro esperado, el capitán lo arriesga todo contra el destructor y los demás comprenden y saludan su virtud, su valentía.

En cierto modo el secreto está en todos los sueños, los fragorosos, porque a escondidas, a oscuras, soñamos la potencia y que un día la descubrirán. El secreto convierte la nostalgia en ardor, en espera, en futuro: pudimos ser y no quisimos, y es ese no querer lo que ocultamos, lo que nos hace silenciosamente fuertes: no quisimos, por tanto, si quisiéramos, podríamos todavía, nos decimos, y así no caducamos, y así no decaemos, y damos la vuelta a la almohada con exaltación.

Yo tengo mi secreto, señor director. Se lo voy a contar porque si usted está aquí, si yo estoy con usted en esta carta, es que ya no estoy en ninguna otra parte. Yo le quise, señor director, y eso no cambia nada. Se rasgan algunos las vestiduras ante el hombre inflexible que es capaz de traicionar a su amada, a su amigo, a su padre por la revolución. Se alaba casi siempre al que defiende al amigo por encima de la causa o defiende al amado, o al padre. Se ataba al que traiciona la causa, se condena al leal a la causa. Se alaba lo que llaman amor incondicional, amistad incondicional, vínculo familiar incondicional. Pero no hay caso, señor director. No hay ocasión para que ninguna de estas dos situaciones se produzca en realidad, no hay materia sin forma, la materia se presenta siempre bajo alguna forma y no están separadas, y el amor no podría jamás subsistir sin la forma de una clase de vida.

Siempre hay un umbral de condiciones que ponemos al amigo o a la revolución. Una vida en la que vejaríamos al amigo de otro por defender al nuestro no es una vida deseable. Por otro lado, el interés del conflicto, ya se sabe, no radica en elegir entre un mal y un bien sino entre dos bienes distintos. En cuanto a mí, qué bien habría elegido.

Yo sé que voy a parecerle inhumana al decirle que habría elegido Cuba, que habría elegido una revolución que sobrevive a tientas, malamente, sitiada por los sueños de los otros y también por los sueños de los suyos, una revolución que se corrompe a trozos y no tanto en lo de arriba sino también en lo pequeño. Es más humano, dicen, abandonar a muchos para aferrarse a uno, quizás porque uno sólo tiene piel y calor y es aferrable pero muchos no son aferrables y es humano, parece, ver cómo nos aferramos al cuerpo próximo con nombres y apellidos.

Le diré mi sueño humano, entonces, para que no me odie, para que no se vaya todavía. Sueñan los hombres y mujeres en los hijos a veces el desquite, la admiración a veces, a veces solamente cercanía. Que sean jueces cercanos, que su sola presencia nos impida defraudar en algún grado al menos. Se sueña en negativo que no caiga la desgracia sobre ellos ni el dolor. Pero un día aparecen sus caras. Están ahí, tienen su almohada, tarde o temprano le darán la vuelta y soñarán. Yo vi sus caras, señor director. Yo vi a mis hijos con el agregado, vi a los que pudieron ser y ya no serán nunca. Y tal vez se pregunte, como yo me pregunto, por qué no les escribo a ellos en lugar de escribirle a usted. No les escribo porque es insoportable pensar que no existieron.

En realidad, el verdadero conflicto tampoco consiste casi nunca en elegir entre dos bienes sino entre dos males, señor director. ¿Debe Agamenón sacrificar a su hija, y eso es un mal, o debe negarse y permitir que la ausencia de viento impida navegar a los barcos, mate de hambre y enfermedad a los hombres y muera él mismo o sea desterrado por no haber combatido como se le ordenó, y eso también es otro mal?

Esta es acaso mi carta, más triste. Yo ahora tendría que darle una buena noticia, contarle que su equipo ha ganado la liga, por ejemplo, o cualquier otra cosa pequeña pero significativa. Y no juego, se lo juro, señor director. Es sabia, a su manera, la sabiduría popular. A grandes males, grandes remedios, y yo ya lo he cumplido. Pero las cosas pequeñas, la sonrisa inoportuna, los días claros, un tono de voz frío en el teléfono, el manual de papiroflexia, lo con suerte o con esfuerzo finalmente conseguido, la dificultad de mantener las cosas en orden. Ésta ha sido mi carta más corta, señor director. El tiempo apremia.

Laura Bahía

8

Philip Hull llamó a Laura y le pidió que fuera a su casa. Wilson le había advertido que había alguien siguiéndola, alguien vigilándola, protegiéndola. De modo que pensó que Laura se negaría, pero también que no lo haría, precisamente donde no podía ocurrirle nada, donde sería un problema que le ocurriera, era en su casa.

– ¿Entonces puedo ir ahí? -preguntó ella.

– Me gustaría que lo hicieras. Ya todo ha terminado. ¿Tienes que pedir permiso?

– Sí -dijo Laura.

– De acuerdo. Llámame.

A los cinco minutos Laura llamó para confirmarle que iría. Y Philip se sentó a esperar.

Laura llegó a las ocho de la tarde. Hull abrió la puerta y la hizo pasar literalmente, trazando con el brazo un medio círculo en un amago de reverencia.