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Arrieta no intentó entrar en la tienda. Vio cómo ardía. Vio los distintos focos que parecían relevarse, si bien cuando llegaron los bomberos sólo había una hilera de llamas uniforme. No le extrañó descubrir, en un instante, humo y fuego en el piso de arriba, en la ventana de su dormitorio. La conducción eléctrica, gritaban los vecinos, y apremiaban a los bomberos y lamentaban todo lo que podían perder si el fuego se extendía. Arrieta sentía deseos de tranquilizarles. Decirles que no temieran, el fuego no iría más allá del primero derecha aun cuando el primero izquierda también estaba encima de la tienda, pero en el primero izquierda no vivía él.

Estaba descalzo. Cuando comenzó el fuego se había puesto ya los pantalones, la camisa, y estaba buscando los calcetines. Oyó primero el ruido, después le llegó el humo, el olor, y salió descalzo al descansillo, y bajó descalzo por las escaleras. Ahora notaba la acera bajo los pies mientras recordaba a Marcos León, ¡a cabeza sobre el rectángulo del cuerpo, frío y sonriente al contarle que había una excelente posibilidad de negocio en Puerto Príncipe, un asunto de suministro de metales preciosos, y en ese momento él había recibido una larga llamada y después otra y Marcos León había desaparecido pero luego volvió, le habían invitado a salir de pesca unos amigos asturianos, había estado mirando la tienda, realmente era una tienda espléndida.

Un bombero le pidió que se apartara, estaba entorpeciéndoles y corría peligro. Arrieta cruzó descalzo la calle. Pensó en el seguro, no reclamaría la indemnización porque si lo hacía le acusarían a él de haber provocado el incendio. Arrieta no tenía hijos, no reñía a quien dejarle la tienda, pero era su tienda. No tenía hijos peto tenía planes, y sus planes ardían. Él había ayudado al gobierno de Cuba porque había querido; ahora seguiría haciéndolo también por necesidad.

Miguel Arrieta no esperó a que apagaran el fuego. Entró en un bar, descalzo, y pidió un café, porque aún no había desayunado.

No mucho más tarde, Philip Hull llegaba al despacho de Wilson.

– Vamos -dijo ella.

– Espera. ¿Está muerta?

– Lo está -dijo Wilson.

– ¿No ha habido imprevistos?

– No. Con el dinero tampoco, por lo que sé.

Hull asintió.

– Vamos -repitió Wilson-. Carter tenía prisa. Debe coger un avión a las once

– ¿Tú has hablado ya con él? -preguntó Hull por el pasillo.

– No. Quiere vernos a los dos ¡untos.

Carter les dijo que se sentaran en la pequeña mesa redonda.

– Os quiero felicitar. La operación con la que entramos en contacto gracias a ti, Philip, ha sido un éxito y todavía no hemos obtenido ni la mitad del subproducto que esperamos de ella y que sin duda nos proporcionará.

Hull no atendía a la representación de Carter. Tampoco le veía, sino que, a través de Carter, veía el mar. El porcentaje de países sin mar era pequeño, esperaba que le ofrecieran un país con mar, pero si no lo hacían no pensaba decir nada.

– Querida Marian, he estado pensando que podría interesarte ir a Chile, y a nosotros también que fueras, por supuesto. En este momento es un país tranquilo. Brasil y Argentina están ahí, pero no interfieren demasiado, Tu marido tendría un excelente puesto de trabajo y tú podrías tomarlo como uno de esos períodos de formación interna, en el tiempo que te quede libre hacer informes, proyectos. Esperamos grandes cosas de ti en el futuro.

En ese momento Hull dejó de ver el mar y se fijó en Marian Wilson. Movía las manos sobre la mesa como si no se atreviera a rozaría, o como si no pudiera, y a Hull le pareció una anciana, la anciana que sería dentro de treinta y cinco años y que estaba ahí, a la espera.

Wilson no había contestado. Carter tomó aire y miró a Hull, pero entonces Wilson preguntó si su presencia era imprescindible, necesitaba hacer una llamada, si Carter quería podía volver después de hacerla.

– No, no es necesario, Marian.

Se quedaron solos. Hull seguía sin ver a Carter. Sólo veía una extensión brutal por lo ilimitada, sin una playa, sin una isla, sin un barco.

– He estudiado tu trayectoria -dijo Carter-, Sé que tienes familia en California. Este va a ser quizás tu último destino en el exterior y creo que lo más conveniente para ti y para nosotros es que vayas a México.

Hull tardó en reaccionar. No tenía sentido. No después de haberle recordado que era un hombre mayor, que estaba al final del camino. México era un destino para alguien que aún no hubiera cumplido los cuarenta años. O tal vez para un águila como Carter. México era el caos, la batalla constante, los continuos desplazamientos, enfrentamientos, tensión. ¿Le estaban castigando más de la cuenta? ¿Era una broma y ahora Carter se iba a desdecir? ¿Querían destruirle? Entonces Carter dijo:

– No irás en calidad de agregado político. Tenemos un programa conjunto de enseñanza de idiomas muy importante en Cuernavaca. Tenemos además varias escuelas de negocios de capital norteamericano. Tú eres un hombre culto. Serás el agregado cultural para estas cuestiones.

– ¿Para esas cuestiones?

– Ya hay un agregado cultural en México D.F. Pero tiene demasiado trabajo. Trabajo del día a día. Lo cierto es que hay una casa de la embajada en Cuernavaca y hemos pensado que podrías tener tu residencia ahí. Te ocuparías de los programas de estudios, harías un trabajo, cómo decirlo, elegante, sin prisa.

– Me pregunto adónde hemos llegado -dijo Hull.

Carter le miró unos segundos como si estuviera realmente planteándose la posibilidad de averiguar qué había querido decir. La posibilidad de responder y entablar una conversación. Después dijo:

– Tengo entendido que el traslado está previsto para dentro de tres semanas. Vicky Nuss se pondrá en contacto contigo.

Antes de que Carter le despidiera, Hull se levantó.

– Encantado -dijo.

– Igualmente -dijo Carter.

«Me pregunto adónde hemos llegado. ¿En qué lugar lejano seguimos caminando asidos de la mano?» Y Hull atravesaba de nuevo los pasillos sin mirar, sin ser mirado, acaso por última vez. «Me pregunto adónde hemos llegado.» Él era un hombre culto, sin duda lo era. Había leído libros, los había subrayado, tenía la cita apropiada para cada ocasión. Cuernavaca, por Dios Santo, Cuernavaca era Quauhnáhuac, la ciudad del Cónsul. No tenía mar, quedaba situada al sur del Trópico de Cáncer, en el paralelo 19, casi en la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el océano Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo meridional de Hawai. Así comenzaba Bajo el volcán y él aún lo recordaba.

Al llegar a su despacho, desplegó el atlas sobre la mesa. Era un gesto de juventud. Siguió con la vista el paralelo 19 desde Cuernavaca hasta el extremo meridional de Hawai hacia el oeste; hacia el este la novela hablaba de una ciudad en la India pero no conseguía recordar su nombre. Yuggernaut, eso era, Yuggernaut, en la Bahía de Bengala. «Me pregunto adónde hemos llegado. ¿En qué lugar lejano seguimos caminando asidos de la mano?», era Ivonne dirigiéndose al Cónsul. Hull recorrió todo el mapa con la mirada. ¿Qué había hecho con Laura? Si la hubiera perdido, si sólo la hubiera perdido ahora podría irse a la ciudad del Cónsul, recorrer a solas su camino y convocarla. Pero Laura había sido borrada de la tierra. «Me pregunto adónde hemos llegado. ¿En qué lugar lejano…?»

Hull cerró el atlas y llamó a Vicky Nuss. Quería saber fechas exactas, tiempos. ¿Cuándo debía dejar libre su despacho actual? ¿Sería posible que le organizaran un viaje a Cuernavaca previo? Deseaba ver el lugar, la casa que tendría, antes de decidir qué cosas iba a llevar consigo.

OCTAVA CARTA