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Hace tiempo que vengo observándolo en los escritores, pero también en las personas que no escriben. Cuando se quiere dar relevancia, interés, profundidad a un personaje, se le adjudica algún sufrimiento: mató sin querer a su amigo en un accidente de coche, de niño le golpearon, se le murió un hijo, tuvo una larga y dolorosa enfermedad, le abandonó su mujer, tiene quizás todavía un soplo en el corazón. Yo no tengo tragedia que me avale, señor director. Mis padres murieron sin duda un poco pronto, pero los padres tienen que morir. No me dejaron huérfana, a los dieciocho años ya no se es huérfano sino mayor de edad. Yo les quería con locura pero eso no sirve para lo literario, curiosamente eso no expande el sufrimiento, no lo hace tormentoso como sí me hubieran pegado o si yo me avergonzara de ellos.

Yo no tengo leyenda, señor director. No tengo la clave con que se explican comportamientos raros, traumas profundos que la literatura o el amor o la conciencia logran curar. Y yo también, como todos, admiro a los que sufren porque han de ser valientes, porque pelearon para seguir ahí sin amargura, mirándote a los ojos. Los admiro a veces con egoísmo, pues pienso que si los que sufren me quisieran, si un día me quisieran serían mejores guerreros que los que no sufren, me defenderían mejor. No todos los que sufren, sólo los valientes porque hay no valientes que sufren y, con arrogancia, te lanzan el sufrimiento como su carta blanca para exigir y hacer daño y maltratar. A ésos, a veces, los comprendo.

Admiro a los otros, pero no admiro en todo caso al escritor que acude al sufrimiento pata dar sentido. Las enfermedades duelen por algo, los accidentes de coche se producen por algo, los golpes los origina algo, los hijos mueren por algo que en millares de ocasiones sería o habría podido ser evitable si se hubiera intentado, si durante años evitarlo hubiera sido considerado una prioridad. Esa literatura que aclama el sufrimiento como lo que es capaz de conferir a la vida el interés, el fin, el incremento, me recuerda a quienes en la venta creciente de agua embotellada no ven la prueba de un fracaso sino territorios nuevos para el negocio y para el sentido del gusto.

Se produce por omisión a veces el sufrimiento y otras veces por algo que llaman el mal. Pero el mal es un organigrama inteligible y no, como se empeñan en decir, el último resto de no sabemos qué sustancia inmaterial, inconsútil, que vuela y se posa. ¿Por qué se empeñan en decirlo? Seguramente sea la ley, la ley del interés humano, una ley económica como otra cualquiera que algunos han formulado de un modo más sencillo: el que paga al gaitero, pide la canción.

Mi suicidio, señor director, acaso forme parte del interés humano. Mi suicidio acaso me confiera profundidad, credibilidad. Acaso logre dar un poco de sentido a la razón común que ya no tenemos. «Con los buenos sentimientos no se hace literatura», cuántos miles de veces esta frase se ha repetido con deleite. Así quedaban los hombres y mujeres relevados de escribir y leer historias de la razón común. Algunos encendíamos que con los buenos sentimientos André Gide había aludido a los de la dama o el caballero que mandan dinero a África para cuidar negritos sin pensar en por qué los africanos necesitan su cuidado, sin pensar en si habría un camino más recto, racional, para que no lo necesitaran. Entendíamos que se refería a la dama o al caballero que le compra una docena de pasteles al hijo de su criada y se le salta una lágrima al ver cómo el niño los devora entusiasmado. Pero estábamos equivocados pues con esos sentimientos se hace constantemente literatura. Se lo digo porque me he fijado, porque he leído machas críticas de libros, porque yo, como usted, a estas alturas ya se habrá dado cuenta, también quise escribir un libro necesario.

Al parecer la frase de Gide no se refiere a los buenos sentimientos sino a los sentimientos buenos, al bien común, a la idea clara y distinta de que el ochenta por ciento del sufrimiento grave que hay en la tierra se podría borrar si eso fuera un objetivo, un propósito constante y superior a la clase de propósitos donde se encuentra vender teléfonos móviles con cámaras de hacer fotografías. El veinte por ciento restante, el azar absoluto, el sufrimiento existencial de ir a morirnos y también el que aún estuviera en vías de solución, permanecería, pero tal vez entonces nos pareciera diferente. De esto, señor director, no puede hablarse. No es literario, produce un efecto de déjà-vu, causa estupor, aburrimiento, y desde luego a quién le importa si hay un país que se pensó, que durante cuarenta y cinco años al menos se pensó para intentar llevar a la práctica la idea clara y distinta de que era posible establecer un orden de prioridades.

A usted quizás le importe más mi pequeña espantada, mi incompetencia; yo no metí, como aquella poeta, la cabeza en el horno de gas, pero tampoco pude, no fui capaz de mantener las cosas en orden. ¿Por qué no fui capaz? Por la concupiscencia, supongo, señor director. Porque los sueños son la maquinaria que se lleva todo por delante. Los sueños fragorosos, inmateriales, los sueños abstractos como un temblor, e íntimos, tienen siempre un escenario material, transcurren en lugares materiales, con vestidos y cuerpos materiales. Excesivamente deseoso de bienes y placeres materiales es el concupiscente y acaso todo en los sueños sea material a excepción del impulso. Yo he parado el impulso, señor director. No mantengo las cosas en orden porque he parado el impulso y se han quedado solos, desnudos, los sueños que se llevan todo por delante.

No culpo al agregado. No soy tampoco magnánima y hay un lugar en mí que no le ampara. Yo tenía que morir para que el agregado pudiera seguir soñando. Y al fin si no le culpo es sólo porque los sueños, los fragorosos, los providenciales, no son una elección sino algo imprescindible para sobrevivir. ¿Cómo, si no, soportaríamos la presión? ¿Cómo pueden vivir los hombres y mujeres de veinticinco años pensando que no subirán nunca, subir a una casa más amplia, a un trabajo en donde ser vistos, reconocidos, vale decir mejor pagados, a un futuro sereno y poderoso? ¿Cómo pueden vivir sin escapar del precio de ese ascenso a través de la literatura, la fuga, la trampa?

Algunos pueden, y no es que sean mejores, es que tienen más imaginación. Son capaces de ver lo que sería una sociedad en donde la escapatoria y el vuelo solitario y el sentimiento de admiración por uno mismo a solas, de vanidad herida, no hicieran falta a nadie. Se preguntan cuánta escasez pero también cuánto de extraordinario y bonancible habría en un tiempo sin miseria y sin lujo para todos. No son muchos y son raros, porque la imaginación es un bien colectivo, señor director, y ha sido saqueado en todo el mundo, y ha sido destrozado con insistencia y alevosía e iniquidad.

Kilos, los que resisten, encuentran pedazos de ese bien colectivo, pero yo ya no los encuentro, señor director. No sé cómo imaginar mi vida. He aquí mi incompetencia, el defecto de fábrica, lo que no está bien en mí o, tal vez, lo que no está bien fuera de mí. No sé cómo imaginar mi vida sin imaginarla contra los otros, o sin los otros. Y no me sirve pensar en los míos, mis padres o mis hermanos o mis hijos que no tuve, porque serían los míos contra los otros. Y no me sirve pensar en los amigos ni en la ambición, porque la ambición y los amigos se conquistan, también, contra los otros, porque ya no soy capaz de librarme de los cientos de miles y miles de historias de hombres solos, acompañados pero solos, corriendo contra todos siempre.

Yo pensé que el agregado era valiente, sus padres no se amaban y eso, al parecer, confiere profundidad y valentía. Pensé que el agregado era valiente y me defendería como tal vez yo, aun sin tener leyenda, podría protegerle. Pero por qué es preciso protegerse, por qué nos tenemos que defender.

Besa sus ojos,

Laura Bahía

9

Armando Cienfuegos fue el encargado de repatriar el cadáver de Laura Bahía. Sedal le ayudó a hacer los trámites, en el trato con las autoridades y en las visitas a la funeraria. No quiso, sin embargo, acompañarle al aeropuerto. No quiso ver tampoco a Miguel Arrieta. Habló con él por teléfono.