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– Acaban de anunciarlo en la radio. El secretario de Naciones Unidas confirma que los inspectores y el resto del personal de la ONU abandona Irak. Empieza la cuenta atrás.

Por la tarde, Laura llegó puntual a la esquina de Martínez Campos. Hull apareció enseguida y echó a andar casi sin saludarla. Le dijo que irían al bar de un hotel cercano, que le siguiera. En la recepción del hotel saludaron al agregado con familiaridad. No había nadie en el bar. Se sentaron en dos butacas amplias, tapizadas, formales, frente a una mesa baja de cristal.

El camarero también parecía conocer al agregado. Preguntó sólo a Laura qué iba a tomar y cruzó una mirada de entendimiento con Hull. Cuando se fue, Hull dijo:

– Me estáis provocando. No sé por qué. Hasta ahora has sido educada y se me ocurrió que a lo mejor podíamos llegar a un acuerdo. Tú me dices lo que quieres y yo te digo a mi vez lo que quiero.

– Quiero aprender -dijo Laura.

Hull se sorprendió. Había tenido la tentación de marcharse, se había sentido incómodo desde el momento en que vio a la chica y había dado para sus adentros la razón a Marian Wilson, debía haber encargado la tarea a un subalterno. Sin embargo ahora esas dos palabras le hacían gracia. También, era consciente pero de qué servía serlo, le halagaban.

– ¿Inglés? -dijo para rebajar el envite de Laura. En ese momento los dos rieron y fue como si hubieran establecido una alianza aun en contra de su voluntad.

Laura Bahía miró al agregado. Se peinaba sin raya y en la cabeza se le formaban dos pequeños caminos, fruto de la distribución del pelo o tal vez de una calvicie incipiente. Dos tramos de cuero cabelludo al descubierto, desnudo, hicieron a Laura consciente de que también estaba hablando con un cuerpo.

– Quiero aprender diplomacia-dijo.

– Permíteme que lo dude. Arte de conducir las relaciones oficiales entre los estados, lo sabes, ¿no? Pero a ti parece que te interesan más las relaciones extraoficiales, digamos encubiertas. -Hull dejó sobre la mesa dinero para los cafés. Con un tono que quiso fuera de cansancio, dijo-: Ahora, sin mentir, dime qué buscáis, qué buscan a través de ti.

Laura claro que iba a mentir pero, pensaba, hay condiciones imposibles, condiciones que es inútil poner al otro.

– Buscamos un intermediario -dijo. Sin saber bien por qué, miró hacia otro lado al añadir-: Cuando te vi en el autobús me quedé de piedra. Suponíamos que enviarían a un asistente cualquiera. Yo debía hacer que esa persona me guiara hasta ti.

– ¿Por qué así? ¿Por qué no habéis actuado de forma abierta?

– Oficialmente no hemos actuado. Oficialmente sólo soy una chica demasiado joven y demasiado individualista que tiene cariño y visita a menudo en la embajada a un viejo amigo de sus padres -dijo Laura.

Hull se fijó en sus pómulos, en cómo se extendían hacia los ojos sin una arruga. Era en efecto una chica mucho más joven que él, pero al mismo tiempo no lo parecía, quizás porque los veintiocho años estaban ya muy cerca de los treinta, o tal vez sólo porque en sus gestos faltaba esa precipitación que separa las manos de los ojos, las piernas de la cara en la juventud. Philip Hull supo que volvería a verla. Se dijo que no estaba siendo imprudente, se dijo que incluso podía estar jugando una buena carta, podía haber dado con algo de valor después de todo.

– Ahora tengo prisa -dijo-. Si quieres que volvamos a vernos, tienes que darme garantías.

– Jorge Salinas -dijo Laura.

Hull tenía información sobre Salinas, sabía que dentro de la facción más dura del régimen cubano había sectores enfrentados y que Salinas estaba en uno de esos sectores.

– Es sólo un nombre -dijo.

– Antes de seguir hablando yo también necesito garantías.

– Qué clase de garantías.

– Podría ser que hubiera un grupo dentro del Partido. Podría ser que tuviera un proyecto que quisiera llevar a cabo desde dentro. No con recogidas de firmas ni nada parecido sino hablando y convenciendo a algunas personas. Podría ser que necesitara ayuda. Podría ser que alguien con un perfil como el tuyo estuviera dispuesto a escuchar sin dar parte. Sin que haya posibilidad de que en Miami lo sepan y, por tanto, también lo sepa el Partido.

– Tenemos la guerra en medio. Es una extraña historia esa que dices. No te prometo nada -dijo Hull-. Y ahora mi garantía: si de verdad Salinas está en esto quiero el nombre de dos de vuestros infiltrados en Miami.

– Lo consultaré.

– Me marcho -dijo Hull levantándose-. El próximo lunes, a las siete y media de la tarde, en la plaza de Colón.

Sin moverse de la silla, sin apenas levantar la cabeza sino sólo los ojos hacia Hull, Laura dijo:

– Hasta el próximo lunes. Es mejor que ahora yo me quede aquí.

No había sillas Ubres, pero un mentón y una mirada le indicaron la presencia de un pequeño taburete en una esquina. Laura se sentó sin atender al contenido de la reunión. Había tenido que meterse en el metro y volver a salir subiendo y bajando escaleras a toda velocidad, casi como en una película. Porque de nuevo la seguían y ahora se trataba de alguien más experto que el primer hombre. Todavía respiraba agitada, pero al menos estaba segura de haberle dejado atrás. Esta vez no quería servir a nadie en bandeja la dirección del grupo. Intermitencia no era como el grupo portugués. No estaba fichado, no hacía comunicados, no existía como grupo sino sólo cuando sus elementos se reunían o actuaban, de tal manera que al separarse, como si el oxígeno se separase del hidrógeno, el grupo, el agua, desaparecía.

Laura levantó los ojos. Un chico joven de pelo muy corto estaba proponiendo una acción en su facultad. Laura no quiso escuchar. Si no formara parte de la comisión, si su vida fuera la de una joven cualquiera, tal vez habría elegido integrarse en un proyecto como aquél. Pero formaba parte y sólo había acudido para continuar despertando las sospechas de la embajada, para dejar caer información con que confundirlos. El chico había terminado. Los asistentes se miraron entre sí. Una mujer de alrededor de treinta años tomó la palabra para hablar de la invasión de Irak.

¿De quién sería la casa en dónde estaban? Apenas había rasgos distintivos, sólo sillas varias, un sofá gris, una lámpara de porcelana. Laura buscó la pared y apoyó la espalda, relajada. Había cumplido su misión aquel día, había sido seguida, tenía algo con que presentarse el lunes siguiente ante el agregado.

Hull encontró la nota en su mesa. En Cuba habían detenido a treinta y dos opositores al régimen. Se creía que los nombres de los opositores los habían facilitado agentes infiltrados y se temía que hubiera más detenciones. Hull pensó que todo se complicaba. Le habría gustado ir a ver a Arrieta pero esa tarde un joven diplomático del staff de Hull daba una fiesta en su casa para presentar a su futura esposa.

La casa no era muy amplia, había gente en todas las habitaciones. Hull entró en lo que parecía un cuarto de invitados. Estaba vacío. Hull subió la persiana. Era un octavo piso. Miraba las luces pequeñas de los coches, las farolas de la M-30 cuando olió el tabaco rubio que fumaba Wilson. Se dio la vuelta. En la entrada del cuarto estaba ella, mirándole.

– He mandado seguir a tu cubana -dijo Marian Wilson.

– Poco te duran los favores -contestó Hull.

– La guerra va a empezar, en Cuba hacen una redada masiva contra los opositores. No pretenderás que actúe igual que hace tres días.

– Por lo menos, podías haberme avisado.

– Precisamente lo que no podía era avisarte. Podías haberte puesto tú en mi lugar. Haber venido a verme y haber revocado el favor.

Se hablaban a dos metros de distancia, iluminados sólo por la luz del pasillo y el escaso resplandor nocturno en la ventana. Hull apartó un montón de chaquetas y de abrigos, pero debajo no había una silla sino un mueble con zapatos. Se apoyó en él y con voz indiferente dijo: