Se hizo el silencio. Instantes después nos acercamos temblando al cuerpo sin vida; de sus labios brotaba un hilo de sangre y sus ojos nos miraban con rabia congelada. Me estremecí y vomité; de algún modo, mi estómago vacío encontró algo que arrojar encima de la cara de Furlong, cubriendo aquellos ojos espantosos para siempre. Di un paso atrás, horrorizado, y miré a Dominique.
– Lo siento -dije tontamente.
8
En 1847, unas semanas antes de cumplir ciento cuatro años, recibí una carta sorprendente que me indujo a abandonar mi casa de entonces en París -adonde había vuelto un par de años antes tras una breve temporada en los países escandinavos- y viajar a Roma, ciudad que no conocía. Estaba pasando por una época especialmente tranquila de mi vida. Carla había muerto por fin de tisis, librándome del tormento que nuestro tortuoso y duradero matrimonio me había infligido. Mi sobrino Thomas (IV) se había reunido conmigo unas semanas después del funeral -dando pie a un alegre reencuentro en el que me emborraché con brandy y me deshice en elogios a La feria de las vanidades, de Thackeray, que ese año aparecía por entregas mensuales- y yo había aceptado que permaneciese un tiempo en casa, ya que su aprendizaje de tramoyista en un teatro local apenas le daba para comer y el cuchitril que alquilaba era indigno de un ser humano. Su compañía no era del todo desagradable; con diecinueve años cumplidos, era el primer Thomas rubio de la saga, un rasgo heredado de la familia de su madre. Algunas noches volvía a casa tarde con amigos y se quedaban hablando sobre las últimas obras de teatro. Se servían alegremente de mis provisiones de alcohol, y, aunque no se me escapaba la atracción que Thomas ejercía sobre un par de actrices del grupo, me parecía que sus jóvenes compañeros se arrimaban a él más por la riqueza de su pariente que por el placer de su compañía.
Durante años yo había trabajado como administrador de fondos municipales, un cargo muy bien retribuido. Había existido un proyecto de construir unos teatros en los alrededores de París, y sobre mí había recaído la responsabilidad de seleccionar las ubicaciones adecuadas y calcular los costes y el tiempo de construcción. De las ocho propuestas detalladas que presenté, sólo se llevaron a cabo dos, pero ambas fueron muy celebradas, y mi nombre llegó a despertar admiración en la sociedad parisina. Por otra parte, llevaba una vida disoluta y, ahora que mi condición de soltero me permitía frecuentar a las damas de la ciudad sin escandalizar a nadie, salía casi todas las noches.
De algún modo las noticias de mis habilidades administrativas habían cruzado la frontera, y en la carta se me ofrecía un puesto de administrador de las artes en Roma. La misiva, que firmaba un funcionario ministerial de alto rango, era imprecisa y sugería grandes planes para el futuro, aunque apenas explicaba la naturaleza de los mismos. En cualquier caso, la proposición despertó mi interés, por no hablar de la cantidad de dinero que mencionaba, en lo referente no sólo al presupuesto sino también a mis honorarios, y dado que hacía tiempo que quería alejarme de París, decidí aceptar. Una noche hablé con Thomas y le dije que, si bien estaba en su derecho de quedarse en París, me alegraría mucho que me acompañase a Roma. Como tras mi marcha se vería obligado a buscar un nuevo alojamiento, eso inclinó la balanza a mi favor, al tiempo que trazó el destino de todo un linaje; el caso es que el joven decidió recoger sus escasas pertenencias y emprender el viaje conmigo.
A diferencia de la primera vez que había dejado París, unos noventa años atrás, ahora era un hombre rico y más o menos exitoso, lo que me permitió alquilar un coche privado que nos conduciría de una capital a otra en no más de cinco días. Era un dinero bien gastado, pues las alternativas no podían ser más espantosas. Aun así, el viaje resultó fatigoso; hizo muy mal tiempo, recorrimos caminos salpicados de baches y tuvimos que soportar a un cochero maleducado y arrogante a quien parecía ponerle de mal humor la mera idea de tener que llevar a alguien a alguna parte. Cuando al fin llegamos a Roma juré que ése sería mi hogar en adelante, aunque llegara a cumplir mil años, a tal punto me horrorizaba pensar en emprender otro viaje tan espantoso.
Nos alojaríamos en un apartamento en el centro de la ciudad, y allí fuimos. Comprobé con satisfacción que había sido amueblado con gusto, y me encantó la vista que se dominaba desde mi habitación sobre la plaza y el pintoresco mercado, que me trajo recuerdos de mi niñez en Dover, donde para mantener a mi familia había tenido que robar a tenderos y viandantes.
– Nunca he pasado tanto calor -se quejó Thomas al tiempo que se dejaba caer sobre una silla de mimbre, en el salón-. Y yo que pensaba que París era muy caluroso en verano… Esto no hay quien lo aguante.
– Bueno, qué remedio nos queda -repuse encogiéndome de hombros; no quería empezar nuestra nueva vida en Roma de una forma tan negativa, menos aún tratándose de un asunto que escapaba a nuestro control como la meteorología-. Nunca llueve a gusto de todos, ya se sabe. Además, pasas demasiado tiempo en casa y estás más pálido que un muerto; un poco de sol te sentará bien.
– La palidez está de moda, tío Matthieu -replicó de forma pueril-. ¿No lo sabías?
– Lo que está de moda en París no tiene por qué estarlo en Roma. Sal, descubre la ciudad, conoce gente. Busca trabajo.
– Vale, vale, lo haré.
– Ya que estamos aquí, debemos aprovechar las oportunidades que se nos presenten. No esperarás que te mantenga toda la vida, ¿verdad?
– Pero ¡si acabamos de llegar! ¡No hace ni un segundo que hemos entrado por la puerta!
– Pues sal por esa misma puerta y busca trabajo -insistí con una sonrisa.
No pretendía fastidiarlo, al fin y al cabo le tenía cariño, pero no quería verlo holgazanear en casa un día tras otro, confiado en que yo le traería la cena y la cerveza, mientras se le escapaba la juventud y la belleza. A veces pienso que mi generosidad ha sido perjudicial para los Thomas. Tal vez si hubiese sido menos caritativo, si me hubiese mostrado menos dispuesto a echarles una mano cuando caían, quizá alguno de ellos habría superado los veinticinco años de edad.