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Sentada en el sofá, Eloise miró a su marido con desdén mientras éste se preparaba otro martini.

– Lo peor es que lo crees.

– ¿insinúas que soy demasiado dura con ella? -repuso Eloise, furiosa ante el desafío de su marido.

– ¿Demasiado dura? ¿Se te ha ocurrido alguna vez echar un vistazo a sus morados? ¿Cómo crees que se los hace?

– ¿Acaso intentas culparme de ellos? No seas ridículo. Se cae de bruces al suelo cada vez que se calza los zapatos. -encendió un cigarrillo y se recostó en el sofá para observar cómo John se bebía el martini.

– ¿A quién pretendes engañar? Estás hablando con tu marido. Sé lo que sientes por Gabriella, y ella también lo sabe… a pobre criatura no se lo merece.

– Yo tampoco ¿Tienes idea de lo que tengo que aguantar? Un pequeño monstruo es lo que se oculta debajo de esos ricitos y esos inocentes ojos azules que tanto te gustan.

John la miró como si le hubiesen descorrido un velo de los ojos.

– Tienes celos de Gabriella ¿no es así? De eso se trata ¿vedad? Puros celos. Estás celosa de tu propia hija.

– Estás borracho -dijo Eloise, agitando desdeñosamente su cigarrillo.

– Tengo razón y lo sabes. Estás enferma. Lamento mucho por Gabriella el haberla tenido. No se merece la vida que le estamos dando… que tú le estás dando.

No se responsabilizaba de la crueldad de su mujer y se enorgullecía de no haber pegado nunca a Gabriella. No obstante, nunca había hecho nada para protegerla.

– Si lo que pretendes es hacerme sentir culpable, ahórrate la molestia. Sé lo que me hago.

– ¿De veras? Le das una paliza casi diaria. ¿Es eso lo que tenías previsto para ella?

Horrorizado, John apuró el vaso y empezó a notar el efecto de su cuarto martini. A veces necesitaba más para olvidar las cosas que Eloise hacía.

– Es una niña muy difícil, John. Hay que darle una lección.

– Estoy seguro de que nunca olvidará tus lecciones -dijo John con la mirada vidriosa.

– Eso espero. No es bueno mimar a los niños. Gabriella sabe que tengo razón y nunca protesta cuando la castigo. Sabe que se lo merece.

– Está demasiado asustada para protestar. Probablemente tiene miedo de que la mates si dice algo o intenta resistirse.

– Cielo santo, hablas de mí como si fuera una asesina.

Eloise cruzó sus esbeltas piernas, pero hacía años que John no sentía atracción por ella. La detestaba por lo que le hacía a Gabriella, pero no lo suficiente para detenerla o abandonarla. Le faltaban agallas y estaba empezando a detestarse por ello.

– Dentro de unos años deberíamos enviarla a un internado para que no tenga que soportarnos. Se lo merece.

– Primero se merece que la eduquemos como es debido.

– ¿Es así como lo llamas? ¿Educación? ¿Viste el moretón que tenía en la mejilla cuando subió a su cuarto?

– Mañana habrá desaparecido -repuso Eloise con calma.

John sabía que tenía razón, pero odiaba reconocerlo. Eloise siempre sabía la fuerza que debía utilizar para que los cardenales no aparecieran en las zonas descubiertas del cuerpo de Gabriella. Las señales de los brazos y las piernas eran otra historia.

– Eres una zorra despreciable y estás enferma -le espetó John antes de dirigirse al dormitorio haciendo eses.

Lo era, pero él no podía hacer nada al respecto. Y por el camino se detuvo en el cuarto de su hija. Reinaba el silencio y la cama parecía vacía, pero cuando se acercó sigilosamente vio un pequeño bulto en un extremo y supo que era Gabriella. Siempre dormía de ese modo, oculta en el fondo de la cama para que su madre no la encontrara cuando iba a buscarla. Los ojos de John se llenaron de lágrimas al contemplar el cuerpecito maltratado y asustado de su hija. Ni siquiera e atrevió a trasladarla hasta la almohada vacía. Con ello sólo conseguiría exponerla a la ira de Eloise si entraba. La dejó donde estaba, sola y aparentemente olvidada, y se fue a su habitación mientras meditaba acerca de lo injusta que era la vida y de la desgracia que había recaído sobre su hija. Con todo, sabía que no podía hacer nada para salvarla. A su manera, ante su esposa se sentía tan impotente como Gabriella. Y se detestaba por ello.

2.-

Los invitados empezaron a llegar a la residencia de la calle 69 Este poco después de las ocho. Algunos eran personajes conocidos. Había un príncipe ruso con una chica inglesa y las compañeras de bridge de Eloise, y el director del banco donde trabajaba John había venido con su mujer camareros de esmoquin ofrecían copas de champán en bandejas de plata a los invitados que iban llegando. Gabriella, entretanto, les observaba desde lo alto de la escalera. Le encantaba ver llegar a los invitados a las fiestas que organizaban sus padres.

Su madre estaba preciosa con su vestido de raso negro y su padre se veía elegantísimo con su esmoquin. Los vestidos de las mujeres refulgían en el vestíbulo y sus joyas emitían destellos bajo la luz de las velas. Luego desaparecían atraídas por la música y las voces. A Eloise y John les encantaba ofrecer fiestas. Ahora eran menos frecuentes, pero todavía les gustaba divertirse a todo lujo de tanto en tanto. Gabriella adoraba ver la llegada de los invitados y tumbarse luego en la cama para escuchar la música.

Era septiembre, el comienzo de la temporada social de Nueva York, y Gabriella acababa de cumplir siete años. La fiesta no se debía a ningún motivo especial, sólo pretendía reunir a algunos amigos, y Gabriella reconoció a unos cuantos. La mayoría siempre había sido amable con ella las pocas veces que la habían visto. Sus padres nunca la presentaban en sociedad, y Gabriella siempre estaba allí, oculta en lo alto de la escalera, olvidada por todos. Eloise opinaba que los niños no debían aparecer en las reuniones sociales, y para ella la existencia de Gabriella carecía de toda importancia. De tanto en tanto alguna amiga le preguntaba por su hija, sobre todo en el club de bridge, y Eloise hacía un gesto airado con la mano, como si Gabriella fuera un insecto fastidioso que se había cruzado en su camino. Nohabía fotografías de ella en la casa, pero había un montón de Eloise y John en marcos de plata. Ella jamás aparecía en las fotos. Dejar constancia de su infancia no era importante para sus padres.

Gabriella sonrió cuando en el vestíbulo entró una mujer rubia muy bonita. Marianne Marks lucía un vestido de gasa blanca que parecía flotar y estaba h ablando con su marido. Era una amiga íntima de los padres de Gabriella y su esposo trabajaba con John. De su cuello pendía un collar de diamantes, y sus manos aceptaron con elegancia la copa de champán que le ofrecía el camarero. En ese momento alzó instintivamente la vista y vio a Gabriella. Una aureola fulgurante rodeaba la cabeza de Marianne. Entonces la niña se dio cuenta de que los destellos provenían de una pequeña diadema de diamantes. Marrianne Marks parecía la reina de las hadas.

– ¡Gabriella! ¿Qué haces ahí arriba? -preguntó la mujer con una dulce sonrisa a la niña del camisón de franela rosa oculta en el último escalón.

– Shhh… -se llevó un dedo a los labios y frunció el entrecejo. Si sus padres la descubrían, tendría serios problemas.

– Oh… -Marianne Marks comprendió la situación, o por lo menos eso creía, y echó a correr escaleras arriba. Llevaba unas sandalias de raso blanco con tacón y no hizo ningún ruido. Su marido esperaba abajo contemplando sonriente a su mujer y a la hermosa niña que ahora susurraba algo a Marianne mientras ésta le daba un abrazo-. ¿Qué haces aquí? ¿Contemplando a los invitados?

– ¡Estás guapísima! -exclamó Gabriella al tiempo que respondía con un asentimiento de la cabeza.

Marianne Marks era todo lo que su madre no era: guapa y rubia, de ojos grandes y azules como los suyos y una sonrisa que iluminaba cuanto había a su alrededor. Para Gabriella era casi mágica y a veces se preguntaba por qué no podía tener una madre como ella. Marianne tenía aproximadamente la misma edad que Eloise y su rostro se entristecía cada vez que explicaba que no tenía hijos. A lo mejor todo era un error, a lo mejor Gabriella estaba destinaba a una mujer como Marianne pero había ido a parar a sus padres porque era muy mala y merecía que la castigaran. No podía imaginarse a Marianne castigando a nadie. Era demasiado dulce y amable y siempre parecía feliz. Y cuando se inclinó para besarla, Gabriella pudo oler el delicioso aroma de su perfume. Odiaba el perfume de su madre.