– Nunca hubiera creído que fuera posible algo así -dice el chico de Semur.
– Todo es posible.
Refunfuña en la oscuridad.
– Tú -me dice-, tú siempre tienes una frase preparada para contestar a todo.
– Sin embargo, así es.
Me entran ganas de reír. Este chico de Semur es asombrosamente reconfortante.
– ¿Y qué? Todo es posible, desde luego. Pero nunca hubiera creído que fuera posible algo así.
Para el chico de Semur, no ha habido ninguna vacilación. Tenía seis manzanitas crujientes y jugosas y me ha dado tres. Mejor dicho, partió por la mitad cada una de las seis manzanitas, y me dio seis mitades de jugosas manzanitas. Había que obrar así, para él no había problema. Y el muchacho del bosque de Othe era parecido. Cuando recibió su primer paquete, dijo: «Bueno, vamos a repartir». Le advertí que yo nunca tendría nada que compartir. Me dijo que yo le fastidiaba. Le dije: «Bueno, te fastidio, pero quería prevenirte». Contestó: «Ya has hablado bastante, ¿no? Ahora vamos a repartir». Entonces propuso a Ramai-üet poner en común las provisiones y hacer tres partes. Pero Ramailiet dijo que no sería justo. Me miraba y decía que no era justo. Se iban a privar ambos de un tercio de sus paquetes para que yo comiera como ellos, yo, que no aportaba nada a la comunidad. Dijo que no sería justo. El muchacho del bosque de Othe comenzó a decirle de todo, exactamente lo mismo que hubiera hecho el chico de Semur. En resumidas cuentas, le mandó a la mierda con sus paquetes de mierda y compartió lo suyo conmigo. El chico de Semur hubiera hecho lo mismo.
Más adelante, he visto a algunos tipos que robaban el trozo de pan negro de un compañero. Cuando la supervivencia de un hombre reside precisamente en esta fina rebanada de pan de centeno, cuando su vida pende de este hilo negruzco de pan húmedo, robar este pedazo de pan de centeno es empujar a ¡a muerte a un compañero. Robar este trozo de pan es decretar la muerte de otro hombre para asegurar su propia vida, o al menos para hacerla más probable. Y sin embargo, había robos de pan. He visto a tipos que palidecían y se derrumbaban al ver que les habían robado su trozo de pan. Y no era solamente un daño que se les infligía directamente a ellos. Era un daño irreparable que se nos causaba a todos. Porque se instalaba la suspicacia, la desconfianza, el odio. No importaba quién hubiera podido robar aquel pedazo de pan, todos éramos culpables. Cada robo de pan hacía de cada uno de nosotros un ladrón de pan en potencia. En los campos de concentración, el hombre se convierte en este animal capaz de robar el pan de un compañero, de empujarle hacia la muerte.
Pero en los campos de concentración el hombre se convierte también en este ser invencible capaz de compartir hasta la última colilla, el último pedazo de pan, hasta su último aliento para sostener a sus camaradas. Es decir, no es en los campos donde el hombre se convierte en este animal invencible. Lo es ya. Es una posibilidad inscrita desde siempre en su naturaleza social. Pero estos campos son situaciones límite, donde la criba entre los hombres y los demás se hace de manera más brutal. En realidad, no eran precisos estos campos para saber que el hombre es el ser capaz de lo mejor y de lo peor. Esta constatación llega a ser desoladora por lo banal.
– ¿Y así terminó la historia? -pregunta el chico de Semur.
– Pues sí -le contesto.
– ¿Y Ramaillet continuó comiéndose sus paquetes él solo?
– Desde luego.
– Habría que haberle obligado a compartir -dice el chico de Semur.
– Se dice fácil -replico-. Si no quería, ¿qué podíamos hacer?
– Había que obligarle, te lo digo. Cuando hay tres tíos en una celda y dos están de acuerdo, hay mil maneras de persuadir al tercero.
– Seguro.
– ¿Entonces? No me parecéis muy despabilados el muchacho del bosque de Othe y tú.
– Nunca nos planteamos así el problema.
– ¿Y por qué?
– Es de suponer que la comida se nos hubiera atragantado.
– ¿Qué comida?
– La que hubiéramos obligado a Ramaillet a darnos.
– A daros, no. A compartir. Había que obligarle a compartir todo, sus paquetes y los del muchacho del bosque de Othe.
– Nunca nos planteamos el problema desde esta perspectiva -reconozco.
– Me parecéis muy escrupulosos vosotros dos -dice el chico de Semur.
Cuatro o cinco filas detrás de nosotros se produce un revuelo repentino y se oyen gritos.
– ¿Qué pasa ahora? -dice el chico de Semur. La masa de los cuerpos oscila de un lado a otro.
– ¡Aire, necesita airel-grita una voz detrás de nosotros.
– Haced sitio, por Dios, que le acerquen a la ventana -grita otra voz.
La masa de los cuerpos oscila, se abre, y brazos de sombra de esta masa de sombras empujan hacia nosotros y hacia la ventana el cuerpo inanimado de un anciano. El chico de Semur le sostiene de un lado, yo del otro, y le mantenemos ante el aire frío de la noche, que se precipita por la abertura.
– ¡Dios! -dice el chico de Semur-, tiene muy mal aspecto.
El rostro del anciano es una máscara crispada de ojos vacíos. Su boca se tuerce por el doior.
– ¿Qué se puede hacer? -pregunto.
El chico de Semur contempla el rostro del anciano y nada responde. El cuerpo del anciano se contrae de repente. Sus o]os recobran vida y mira fijamente la noche ante sí.
– ¿Os dais cuenta? -dice en voz baja pero clara. Luego, su mirada se apaga otra vez y su cuerpo se desploma en nuestros brazos.
– ¡Eh, viejo! -dice el chico de Semur-, no hay que abandonarse.
Pero me parece que se ha abandonado definitivamente.
– Debe de ser algo del corazón -dice el chico.
Como si el hecho de saber de qué ha muerto este anciano tuviera algo tranquilizador. Porque este anciano ha muerto, sin duda alguna. Ha abierto los ojos, ha dicho: «¿Os dais cuenta?», y ha muerto. Es un cadáver lo que sostenemos entre los brazos, ante el aire frío de la noche que se precipita por la abertura.
– Ha muerto -digo al chico de Semur.
Lo sabe tan bien como yo, pero tarda en conformarse.
– Debe de ser algo del corazón -repite.
Los viejos, es normal, siempre tienen algo del corazón. Pero nosotros, nosotros tenemos veinte años, no tenemos nada del corazón. Eso es lo que quiere decir el chico de Semur. Coloca la muerte de este anciano entre los accidentes imprevisibles, pero lógicos, que ocurren a los ancianos. Tranquiliza. Esta muerte viene a ser a!go que no nos atañe directamente. Esta muerte se ha abierto camino en el cuerpo de este anciano, estaba en camino desde hace mucho tiempo. Ya se sabe lo que son esas enfermedades del corazón, alcanzan a uno donde y cuando menos lo espera. Pero nosotros tenemos veinte años, esta muerte no nos alcanza.
Sostenemos el cadáver por sus brazos inertes y no sabemos qué hacer.
– ¡Eh! -grita una voz detrás de nosotros-, ¿cómo se encuentra?
– Ya no se encuentra de ningún modo -respondo.
– ¿Cómo? -dice la voz.
– Ha muerto -dice el chico de Semur, con mayor precisión.
El silencio se hace más pesado. Los ejes rechinan en las curvas, el tren silba, rueda siempre a buena velocidad. Y el silencio se hace más pesado.
– Tendría algo del corazón -dice otra vez en el silencio más pesado.
– ¿Estáis seguros de que ha muerto? -dice la primera voz.
– Del todo -dice el chico de Semur.
– ¿Ya no le late el corazón? -insiste la voz.