Ahora que lo pienso, también debí de ir a la librería de Martinus Nijhoff en primavera, en medio de la humedad de los árboles verdes y de los canales de aguas apenas corrientes, pero el recuerdo que surge siempre, de manera espontánea, es el de la blancura crujiente del invierno, de los árboles despojados, recortándose en esta luz grisácea, pero infinitamente irisada, de la que no se sabe ya, en resumidas cuentas, si es la luz real o la de los pintores que íbamos a contemplar al Rijksmuseum, o al museo Boymans, la luz de Delft o la de Vermeer de Delft. (Y es sencillo advertir que esta cuestión se complica extrañamente por el hecho de la falsedad misma de algunos cuadros de Vermeer, una falsedad tan verdadera, es decir, que le adhiere a uno de tal manera a la realidad de esta luz de la que hablo, que resulta perfectamente bizantino intentar saber quién ha imitado al otro, pues quizá resulta que, con algunos siglos de premonición, es Vermeer quien ha imitado a Van Meegeren, y qué importancia tendría, es lo que me pregunto, pero en Cimiez, donde Van Meegeren vivió durante la ocupación alemana, y donde pasé algunos días, en casa de unos amigos que por aquel entonces habitaban en ese lugar, es una lástima pero ya no quedaba ni un solo falso Van Meegeren o verdadero Vermeer, pues fue la falsedad de los cuadros del falsificador la que ha elevado a su mayor perfección la verdad esbozada por Vermeer, la verdad de esta luz gris, irisada desde su interior, que me rodeaba mientras corría, entre los árboles despojados, hacia la librería de Martinus Nijhoff.)
Yo corría entonces, desesperadamente, hacia este lugar tranquilo y cerrado, pero cada vez, en el momento de llegar a él, en el momento en que el recuerdo parecía precisarse, en el que tal vez estaba a punto de reconocer este lugar, de identificarlo, una sacudida de la masa de los cuerpos jadeantes, un grito agudo, surgido de las entrañas mismas del espanto sin remisión, me atrapaba de nuevo, me arrastraba hacia atrás, me hacía recaer en la realidad de la pesadilla de este viaje.
– Hay que hacer algo, muchachos -dice una voz detrás de nosotros.
No veo bien lo que podríamos hacer, salvo esperar, aferrarse a sí mismo, resistir. El chico de Semur tampoco debe de verlo, menea la cabeza, dubitativo, o tal vez sencillamente alelado. Pero siempre hay alguien que toma a su cargo la situación, cuando la situación se hace insostenible, siempre hay una voz que surge de la masa de las voces anónimas y que dice lo que hay que hacer, que indica los caminos, tal vez sin salida, a menudo sin salida, pero caminos al fin y al cabo, en los que empeñar las energías todavía latentes, aunque dispersas. En estos momentos, cuando resuena esta voz, y resuena siempre, la simple aglomeración de seres reunidos por casualidad, de manera informe, revela una estructura escondida, voluntades disponibles, una asombrosa plasticidad organizándose según líneas de fuerza y proyectos, con objetivos tal vez irrealizables, pero que conceden un sentido, una coherencia, a los actos humanos más irrisorios, hasta a los más desesperados. Y siempre se hace oír esta voz.
– Muchachos, hay que hacer algo -dice esta voz a nuestras espaldas.
Es una voz límpida, precisa, que contrasta con el estrépito de todas las demás voces, enloquecidas, agonizantes. De repente nos asfixiamos, de repente ya no podemos más, de repente los compañeros comienzan a desvanecerse, se derrumban, se arrastran unos a otros en su caída, quienes caen bajo la masa de los cuerpos se ahogan a su vez, empujan con todas sus fuerzas para liberarse, sin conseguirlo, o apenas, y gritan a voz en cuello, aullan que van a morir, y esto provoca un alboroto ensordecedor, un absoluto desorden, nos sentimos empujados a derecha e izquierda, tropezamos sobre los cuerpos derrumbados, somos aspirados hacia el centro del vagón, rechazados después hacia las paredes, y el chico de Semur tiene la boca abierta como un pez, intenta tragar la mayor cantidad de aire posible, «Dadme la mano», grita un viejo. "Tengo la pierna aprisionada por abajo, se va a romper», grita el viejo, mientras otro, hacia la derecha, golpea, iracundo, a su alrededor, a ciegas, le cogen de los brazos, se libera con un aullido feroz, finalmente le derriban, cae, le pisotean, «Esto es una locura, muchachos, tranquilízaos, guardemos la calma», dice alguien desesperadamente; «Necesitaríamos agua», dice otro, «es fácil de decir: ¿de dónde quieres que saquemos esa agua?», y después surge esta queja, en el otro extremo del vagón, esta queja interminable, inhumana, de la que sin embargo no deseamos oír el fin, que querría decir que este hombre, esta fiera, este ser que exhala esa queja ha muerto, esa queja inhumana es todavía la señal de una vida humana que se debate, el chico de Semur tiene un tipo a su lado que acaba de desvanecerse, ha estado a punto de derribarle, se agarra a mí, y yo intento apoyarme con una mano en la pared del vagón hacia la cual hemos sido impelidos, poco a poco, me enderezo todo lo que puedo, el chico de Semur vuelve a recuperar el equilibrio, sonríe, pero no dice nada, ya no dice nada, hace mucho tiempo, recuerdo, leí el relato del incendio del Novedades, un teatro, y el pánico que siguió y los cuerpos pisoteados, pero tal vez, no consigo aclarar este punto, quizá no fuese una lectura infantil de un periódico robado, quizá fuese el recuerdo de un relato escuchado, tal vez ese incendio del Novedades y ese pánico se produjeron antes de que yo tuviera edad para leer sobre eso en un periódico robado de la mesa del salón, no consigo aclarar este punto, de todas formas es una cuestión baladí, me pregunto cómo puedo interesarme en semejante tema, en este momento, en verdad qué importancia puede tener que yo haya escuchado el relato de boca de alguna persona mayor, tal vez de Saturnina, o que lo haya leído yo mismo en algún periódico cuya primera página habría estado manchada, supongo, por los grandes titulares de un suceso tan apasionante.
– Eh, muchachos, tenéis que ayudarme -dice otra vez el mismo tipo.
– ¿Ayudarte? -pregunto.
Se dirige a mí, evidentemente, al chico de Semur también, a todos los que le rodean y que todavía no han sido golpeados, derribados o puestos fuera de combate por el remolino de pánico que se desencadena en el vagón.
– Hay que reanimar a los que se desvanecen, ponerles de pie -dice el tipo que ha tomado a su cargo la situación.
– No estaría mal -digo, no muy convencido.
– Habrá muertos, si no, y otros pisoteados, y otros que se van a asfixiar -dice el tipo.
– No cabe duda -le contesto-, pero de todas maneras va a haber muertos.
El chico de Semur escucha, menea la cabeza, tiene siempre la boca abierta de par en par.
– Tenéis que encontrarme recipientes -dice el tipo con voz autoritaria-, latas de conserva vacías o algo parecido.
Miro a mi alrededor, maquinalmente, busco recipientes con la mirada, latas de conserva vacías o algo parecido, como dice el tipo.
– ¿Para qué? -pregunto.
No comprendo en absoluto lo que quiere hacer con los recipientes, las latas de conserva vacías o algo parecido, como él mismo dice.
Pero la voz autoritaria comienza a surtir efecto. Llaman al tipo, de aquí y de allá, unas manos le tienden, en la penumbra aullante y húmeda del vagón, cierto número de latas de conserva vacías.
Míro al tipo, a lo que va a hacer, como se mira en el circo a alguien que empieza a preparar su número, sin saber todavía si hará juegos malabares con estos platos y esos bolos, o los va a hacer desaparecer, o si va a convertirlos en conejos vivos, en palomas blancas, en mujeres barbudas, en hermosas muchachas dulces y ausentes, con aspecto ausente, vestidas con un maillot rosa punteado de brillante oropel. Le miro, como en el circo, sin conseguir todavía interesarme en lo que hace, me pregunto sencillamente si le saldrá bien el número.