– Ellos atacaron a una mujer de mi corte. No deben quedar exentos del castigo.
– Danos alguna prueba de los delitos, Tío.
– La palabra de una noble de la Corte de la Luz es prueba suficiente -dijo, y ahora su voz no parecía seductora. Parecía enojada.
– Pero la palabra de un noble de la Corte de la Oscuridad no vale nada, ¿se trata de eso? -Pregunté.
– Nuestras historias hablan por sí mismas -dijo él.
Deseaba poder hacer que los abogados se movieran de forma que pudiera ver a Taranis, pero no me atreví. Con él apartado de mi vista podía pensar. Podía estar enojada.
– Entonces me estás llamando mentirosa. ¿Es eso, Tío?
– No a ti, Meredith, a ti nunca.
– Uno de los hombres que acusas estaba conmigo cuando Lady Caitrin afirma que fue violada. Él no podría haber estado con ella y conmigo, al mismo tiempo. Ella miente, o cree la mentira de otros.
La mano de Doyle se tensó en la mía. Él tenía razón. Había dicho demasiado. Demonios, pero estos juegos de palabras eran difíciles. Tantos secretos que guardar, y era tan difícil decidir quién sabía qué, y cuándo decir algo a alguien.
– Meredith -dijo él, su voz empujando contra mí de nuevo, casi como una caricia-, Meredith, ven a mí, ven con nosotros.
Nelson dejó escapar un sonido como un grito suave.
– ¡No puedo sujetarla! -dijo Cortez.
Shelby fue a ayudarle y yo de repente pude ver el espejo.
Podía ver la alta, imponente figura. La visión era bastante para añadir peso a sus palabras, de modo que parecía una compulsión.
– Meredith, ven a mí.
Él me ofreció su mano, y yo sabía que debía tomarla, lo sabía.
Las manos y los cuerpos de mis hombres presionaban mis hombros, brazos, y piernas, manteniéndome en la silla. Yo no me había dado cuenta, pero debía haber intentado levantarme. No creo que hubiera llegado a acercarme hacia Taranis, pero…, pero… era bueno que tuviera manos para dominarme.
Nelson gritaba…
– ¡Él es tan hermoso, tan hermoso! ¡Tengo que ir hacia él! ¡Tengo que ir hacia él!
Los forcejeos de la mujer enviaron a Cortez y Shelby a estrellarse contra el suelo.
– Seguridad. -La voz profunda de Doyle pareció atravesar la histeria.
– ¿Qué? -dijo Biggs, parpadeando demasiado rápidamente.
– Llame a seguridad -dijo Doyle-. Pida ayuda.
Biggs asintió con la cabeza, otra vez demasiado rápido, sin embargo, caminó hacia el teléfono que había sobre su escritorio.
La voz de Taranis llegó como algo brillante y duro, como si las palabras pudieran ser piedras lanzadas contra la piel.
– Sr. Biggs, míreme.
Biggs vaciló, su mano alargándose hacia el teléfono.
– Manténgala en la silla -dijo Doyle, y entonces me dejó para ir hacia Biggs.
– Él es un monstruo, Biggs -dijo Taranis-. No permita que le toque.
Biggs se giró con los ojos muy abiertos y miró a Doyle. Retrocedió, con las manos al frente como si intentara rechazar un golpe.
– Oh, Dios mío -susurró. Sea lo que fuera que él veía cuando miraba a mi atractivo capitán, no era eso lo que allí había.
Veducci se volvió de donde todavía estaba parado delante de mí. Tomó algo del bolsillo de su pantalón y lo lanzó contra el espejo. Polvo y trozos de hierbas golpearon la superficie, pero en vez de rebotar se introdujeron en el cristal como si éste fuera agua. Los trozos secos flotaron, provocaron pequeñas ondulaciones en la superficie supuestamente sólida. En ese momento supe dos cosas. Una, que Taranis podría utilizar el espejo como una forma de viajar entre un lugar y otro, una capacidad que la mayoría había perdido. Dos, que él realmente había querido decir “ven a mí”. Si yo hubiera ido hacia el espejo, él podría haber tirado de mí a través de él. Diosa, ayúdanos.
Biggs pareció despertar del hechizo, y agarró el teléfono como era su objetivo.
– Ellos son unos monstruos, Meredith -dijo Taranis-. No pueden aguantar el contacto de la luz del sol. ¿Cómo puede algo que se esconde en la oscuridad ser otra cosa además de maligno?
Sacudí la cabeza.
– Tu voz son sólo palabras ahora, Tío. Mis hombres están de pie a la luz del sol, erguidos y orgullosos.
Los hombres en cuestión miraron al rey, excepto Galen, que me miró a mí. Fue una mirada de interrogación; ¿Estaba mejor ahora? Asentí con la cabeza hacia él, dedicándole la sonrisa que le había brindado desde que tenía catorce años.
Taranis bramó…
– No, no te acostarás con el hombre verde, y traerás vida a la oscuridad. La Diosa te ha tocado, y nosotros somos la gente de la Diosa.
Luché para mantener mi rostro en blanco, porque ese último comentario podría significar muchas cosas. ¿Sabría ya que el cáliz de la Diosa había venido a mí? ¿O los rumores habían plantado algo más en su cabeza?
El olor de rosas volvió. Galen susurró…
– Huelo a flores de manzano. -Todos los hombres inspiraron el olor que habían sentido cuando la Diosa se había manifestado para ellos. No era sólo una diosa, sino muchas. Era el rostro de todo lo que era femenino. No sólo una rosa, sino que todo aquello que crecía sobre la tierra estaba en su aroma.
Doyle volvió con nosotros.
– ¿Es prudente, Meredith?
– No lo sé. -Pero me levanté, y ellos dejaron que sus manos se apartaran de mí. Me detuve delante de mi tío sola, con los hombres alineados alrededor de mí. Los abogados se habían movido hacia atrás, frunciendo el ceño, pareciendo perplejos, excepto Veducci, que parecía entender mucho más de lo que debería.
– Todos somos gente de la Diosa, Tío -dije.
– Los sidhe de la Corte de la Oscuridad son los hijos del Dios Oscuro.
– No hay ningún Dios Oscuro entre nosotros -le contesté-. No somos cristianos para poblar nuestro infierno con horrores. Somos hijos de la tierra y el cielo. Somos la naturaleza misma. No hay ningún mal en nosotros, sólo diferencias.
– Ellos han llenado tu cabeza de mentiras -dijo él.
– La verdad es la verdad, ya sea a la luz del sol o en la noche más oscura. No puedes esconderte de la verdad para siempre, Tío.
– ¿Dónde está el embajador? Él inspeccionará sus cuerpos y encontrará los horrores que la Dama dijo que estaban allí.
Hubo un viento en el cuarto, una brisa suave que contenía el primer calor de la primavera. El aroma de las plantas se mezclaba de forma que podía oler las flores de manzano de Galen, el olor de las hojas de roble de otoño y bosque profundo de Doyle, y el dulce y empalagoso lirio del valle de Rhys. Frost era un sabor a hielo aromatizado, y Abe era el prado dulzón. Los olores y los gustos se combinaron con el olor de las rosas salvajes.
– Huelo a flores -dijo Nelson, su voz vacilante.
– ¿A qué hueles, Tío? -Pregunté.
– Huelo solamente a la corrupción que está de pie detrás de ti. ¿Dónde está el Embajador Stevens?
– Ahora está siendo atendido por un hechicero humano. Ellos lo limpiarán del hechizo que colocaste sobre él.
– Más mentiras -dijo él, pero había algo en su cara que desmentía la fuerza de sus protestas.
– He dormido con estos hombres. Sé que sus cuerpos no tienen ningún horror.
– Eres en parte humana, Meredith. Ellos te han hechizado.
El viento creció, y empujó contra la superficie del espejo, con sus trozos de hierbas flotantes, como el viento en el agua. Miré la ondulación del cristal.
– ¿A qué hueles, Tío? -Repetí.
– Huelo solamente el hedor de la magia de la Corte Oscura. -Su voz sonaba horrible por la cólera, y algo más. Comprendí en ese momento que Taranis estaba loco. Yo había pensado que todos sus delitos habían sido causados por su arrogancia, pero al examinar su rostro, mi piel se quedó helada, incluso con el roce de la Diosa. Taranis, el Rey de la Corte de la Luz, estaba loco. Estaba allí, en sus ojos, como si una cortina de cordura se hubiera rasgado y no pudieses dejar de notarlo. Algo se había roto en su mente. El Consorte nos ayude.