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Me obligué a caminar hacia donde estaba la alta figura de Frost. Un paso después de otro. Comprendí que todavía tenía el arma en mi mano, a la vista. El encanto la escondía, pero mi concentración era escasa. ¿Quería que los Luminosos vieran el arma? ¿Me importaba? No. ¿Debería importarme? Probablemente.

Retiré mi chaqueta a un lado para devolver el arma a su funda. Tuve que detenerme para hacerlo, pero la guardé en su sitio. Uno de los motivos principales por lo que lo hice era por si Taranis lograba liberarse de sus hombres y regresaba al espejo. En ese momento no confiaba en mí misma para evitar usar el arma, eso lo sabía, y sería un error. Sin importar lo gratificante que pudiera ser ese momento, era una princesa, casi futura reina, y esto significaba que no podía permitirme tener esos arranques de furia. Podrían resultar ser demasiado caros, como el pequeño desastre de hoy había demostrado. Maldito sea Taranis, maldito sea, por no haber renunciado hace años.

Respiré tan profundamente que tembló cada parte de mi cuerpo. Mi estómago dio un vuelco al contener todas aquellas emociones que no podía permitirme sentir ahora mismo. Caminé hacia Frost y hacia el espejo donde estaba Sir Hugh. Recé a la Diosa para que no derrumbarme delante de los Luminosos. Andais tenía ataques de cólera que eran monstruosos. Ahora Taranis había demostrado ser todavía más inestable. Caminé hacia el espejo y recé para ser el gobernante que necesitábamos en este momento. Recé para no derrumbarme o vomitar. Control, sólo necesitaba más control. Por favor, Diosa, permite que Doyle esté bien.

Una vez que rogué por lo que realmente deseaba, me calmé. Sí, deseaba ser una buena reina. Y sí, deseaba mostrar a los Luminosos que yo no estaba tan loca como mis tíos, pero la realidad era, que nada me importaba más que el hombre que acababan de trasladar lejos en una camilla.

Ésa no era la forma de pensar de una reina. Era el pensamiento de una mujer, y ser reina significaba que tenía que ser primero reina y en segundo lugar colocar lo demás. Mi padre me había enseñado eso. Me lo había inculcado antes de que un asesino le matara. Aparté ese pensamiento, y me detuve al lado de mi Asesino Frost.

Sería la reina que mi padre había criado para que fuera. No avergonzaría a Doyle siendo menos de lo que él me había dicho que podría llegar a ser.

Me enderecé, elevando cada uno de los centímetros que tenía. Los ocho centímetros de tacones me ayudaban, aunque con la alta figura de Frost a mi lado, no pude menos que parecer frágil.

Pero permanecí allí de pie, cumpliendo con lo que era mi deber, y saboreando algo muy parecido a la ceniza en mi boca.

CAPÍTULO 7

SIR HUGH BELLENUS HIZO UNA PROFUNDA REVERENCIA QUE dejó ver que de su pelo color fuego, que había comenzado el día recogido en una complicada trenza, escapaban mechas chamuscadas sobresaliendo de entre sus restos. Cuando se levantó pude ver que el frente de su túnica y otras dos capas de ropa interior habían sido arruinadas exponiendo la pálida piel áurea de debajo. La ropa se había estropeado y chamuscado, pero su cuerpo había permanecido intacto.

– Sir Hugh hizo frente a Taranis al final. Recibió la peor parte del golpe destinado a Abeloec -dijo Frost.

– ¿Qué debo decir a esto? -Pregunté, y mi voz permaneció completamente normal. Su misma normalidad era casi espantosa. En mi cabeza, en mis pensamientos oía una voz tenue que me decía a mí misma… ¿Cómo puedo sonar tan tranquila? ¿Por el entrenamiento? ¿Por la sorpresa?

– Si Sir Hugh no fuera uno de los sidhe mayores, podrías agradecerle el haberse arriesgado para salvar a nuestros guerreros -dijo Frost.

Alcé la vista al hombre alto que estaba a mi lado. Miré fijamente esos ojos grises y encontré que reflejaban un árbol desnudo en un paisaje invernal, como una bola diminuta de nieve atrapada en sus ojos. Sólo su propia magia o la ansiedad llenarían sus ojos con una imagen así. Antes siempre me había mareado al mirar fijamente a los ojos de Frost cuando se llenaban de ese otro lugar. Hoy, parecía fresco y calmado. Hoy, él tenía la fuerza helada del invierno en sus ojos. Un frío que le protegía e impedía que sus emociones se lo comieran vivo. En aquel momento entendí parte de lo que le había permitido sobrevivir a los “insignificantes” tormentos de la reina. Él había abrazado la frialdad que tenía dentro.

Toqué su brazo, y el mundo se hizo un poco más estable. Había algo moviéndose en el paisaje de sus ojos; algo blanco, y con cuernos. Pude vislumbrar un ciervo blanco antes de que Frost se inclinara para besarme. Fue un beso casto, pero ese roce suave me dejó saber que él entendía lo que me costaba la tranquilidad. Aquel beso me dejó saber que Frost entendía lo que Doyle significaba para mí, y lo que él significaba para mí y qué no.

Me volví hacia el espejo con la mano de Frost en la mía.

Sir Hugh dijo…

– Vi una visión a la luz del sol, un ciervo blanco. Caminaba como un fantasma justo detrás vuestro.

– ¿Cuánto hace que viste esa visión? -preguntó Frost.

Hugh parpadeó volviendo sus ojos oscuros hacia mí, pero había chispas y remolinos anaranjados en esa oscuridad, como cenizas de un fuego largo tiempo alimentado.

– Hace mucho tiempo.

– No pareces sorprendido por tu visión, Sir Hugh -le dije.

– Hay cisnes en el lago cerca de la Colina Luminosa. Cisnes con cadenas de oro alrededor de sus cuellos. Volaron por primera vez encima de nosotros la noche de vuestra batalla con la jauría salvaje.

La voz de Rhys llegó casualmente por detrás de nosotros.

– Ten cuidado con lo que dices, Hugh. Hay abogados presentes. -Rhys vino a pararse a mi otro lado, pero no hizo movimiento alguno para tomar mi otra mano.

– Sí, nuestro rey ha elegido el momento más deplorable para mostrar esa faceta de sí mismo.

– Momento deplorable -repetí, y no traté de ocultar el sarcasmo de mi voz-. Son palabras suaves para lo que acaba de pasar.

– No puedo permitirme cualquier otra cosa excepto palabras suaves, Princesa -dijo Hugh.

– Este insulto hacia nosotros no puede permanecer sin respuesta -dije, con voz todavía calma.

– Si yo estuviera hablando con la Reina del Aire y la Oscuridad, me preocuparía ante la posibilidad de una guerra, o quizás de un desafío personal entre monarcas. Pero he oído decir que la Princesa Meredith NicEssus es una criatura más templada que su tía, o incluso que su tío.

– ¿Una criatura más templada? -dije.

– Mujer más templada, entonces -dijo Hugh, e hizo otra profunda reverencia-. No había ningún insulto en mi elección de palabras, Princesa. Te pido que no lo tomes como una ofensa.

– Haré todo lo posible por no tomármelo como una ofensa, excepto cuando sea ésa su intención -le dije.

Hugh se incorporó, su atractivo rostro con su pequeña y bien cuidada barba y bigote, luchando por no parecer preocupado. Hugh había sido el Dios del fuego una vez, y no era una criatura templada. Muchas de las deidades elementales parecieron incorporar a sus caracteres algunos de los aspectos de sus elementos. Yo lo había visto íntimamente con Mistral, una vez el Dios de las tormentas.

– Y yo -dijo Hugh- procuraré no ofender.

La voz de Nelson llegó hasta nosotros.

– ¿Cómo puede usted estar tan tranquila? ¿No vio lo que pasó? Sacaron a sus amantes en camillas. -Su voz contenía un asomo de histeria que prometía empeorar.

Oí voces masculinas calmantes, pero no intenté entender las palabras. Mientras ellos la mantuviesen tranquila y lejos de mí, no me iba a preocupar. Ya no habría cargos contra mis hombres por el supuesto ataque a Lady Caitrin. Porque si bien los Luminosos eran implacables y jugaban duro, nosotros los podríamos machacar por lo que Taranis acababa de hacer. Y teníamos a parte de los mejores abogados del país como nuestros testigos. Si Doyle y Abe no hubieran resultado heridos, habría sido encantador.