Abe yacía sobre su estómago, intentando hablar con todas las enfermeras bonitas. Estaba dolorido, pero todavía era quién era y lo que siempre fue. Había sido una vez el Dios Accasbel, la encarnación física del Cáliz Embriagador. Podía crear una reina. Podía inspirar poesía, valentía, o locura. Según contaban las leyendas, había abierto el primer Pub de Irlanda, y sido el primer chico de compañía. Si no se estremeciera de dolor alguna que otra vez, podría haber dicho que se lo estaba pasando en grande. En cambio, parecía fingir un semblante valiente. O bien podría estar disfrutando de la atención. Yo todavía no conocía a Abe tan bien como para adivinarlo.
Tuve que abrirme paso trabajosamente entre la multitud de mis propios y encantadores guardias. En casi cualquier otro día podría haberlos notado, pero hoy me bloqueaban la vista del guardia que deseaba ver.
Algunos trataron de hablarme, pero cuando no contesté a ninguno, finalmente pareció que lo entendían. Se abrieron como una cortina de carne, y finalmente pude ver la otra cama.
Doyle estaba tendido completamente inmóvil. Había una vía intravenosa conectada a su brazo, administrándole un fluido transparente que provenía de un pequeño gotero conectado a la cánula y que probablemente debía ser un analgésico. Las quemaduras duelen bastante.
Halfwen se erguía alta, rubia y hermosa junto a su cama. Llevaba puesto un vestido que había estado de moda hacia el 1300 o antes, una túnica clara que se adhería a los sitios claves, pero que era lo bastante corta en los tobillos para que pudiera moverse por la habitación. Cuando yo la conocí llevaba una armadura y pertenecía a la guardia de mi primo Cel. La había obligado a matar para él y la prohibió usar sus asombrosos poderes de sanación porque ella rechazó compartir su cama. Los auténticos sanadores eran raros entre los sidhe actualmente, e incluso la reina se había sorprendido por el desperdicio de los talentos de Halfwen. Ella había sido una de las guardias femeninas que habían dejado el servicio de Cel para unirse a mí, en el exilio. Creo que la reina Andais también quedó impresionada por el número de guardias femeninas que eligieron el exilio antes que permanecer al servicio de Cel. A mí no me sorprendió. Cel había salido hacía unos meses del encarcelamiento más loco y sádico de lo que había entrado. Había sido encarcelado por tratar de matarme, entre otras cosas. Su libertad había sido el factor decisivo para que yo volviera al exilio. La reina me confesó en privado que no podía garantizar mi seguridad estando su hijo alrededor.
Halfwen y las otras habían llegado a la Costa Oeste con historias de lo que Cel le hizo a la primera guardia femenina que llevó a su cama. Era material digno de un asesino múltiple. Excepto que ella era sidhe, y se curaría, sobreviviría. Sobrevivir para ser su víctima otra vez, y otra, y otra vez.
En el último recuento tenía a una docena de mujeres “voluntarias”. Una docena en un mes. Habría más, porque Cel estaba loco, y las mujeres ahora tenían una opción. Andais no entendía por qué tantas de ellas habían preferido el exilio antes que soportar las atenciones de Cel, pero claro la reina siempre había sobrestimado sus encantos y subestimado lo repulsivo que era. Pero a mí no me engañó. El príncipe Cel era tan hermoso como la mayoría de los sidhe de la Corte Oscura, pero la belleza verdadera está en lo que haces y lo que él hizo era horrible.
Permanecí al lado de Doyle, pero él no sabía que yo estaba allí. Si todavía tuviera la magia salvaje de las hadas bajo mi dominio, podría haberle curado en un instante. Pero la magia se había derramado en la noche otoñal y había hecho maravillas y milagros, y todavía funcionaba en el mundo de las hadas. Sin embargo, no estábamos en tierra feérica. Estábamos en Los Ángeles en un edificio construido con materiales metálicos y sintéticos. Algunas magias ni siquiera tenían efecto en un lugar así.
– Halfwen -dije-, ¿por qué no has intentado curarle?
Un médico lo bastante bajo como para tener que levantar la mirada para mirar a Halfwen, pero no para mirarme a mí, me dijo…
– No puedo permitir el uso de la magia en mi paciente.
Le miré, fijamente, dirigiéndole todo el poder de mi mirada tricolor. A algunos humanos, si nunca se habían encontrado con nuestros ojos, les molestaba. A veces era útil para negociar o persuadir.
– ¿Por qué no puede… -leí su placa-… Doctor Sang?
– Porque es una magia que no entiendo, y si no entiendo un tratamiento no puedo autorizarlo.
– Así que si usted lo entendiera dejaría de interferir -le dije.
– Yo no estoy interfiriendo, Princesa Meredith, usted sí. Esto es un hospital, no una cámara real. Sus hombres están entorpeciendo el funcionamiento de este hospital con su sola presencia.
Le sonreí aunque esa sonrisa no se reflejó en mi mirada que fue fría y serena.
– Mis hombres no han hecho nada. Es su personal el que interfiere. Pensé que todos los hospitales del área habían sido informados de lo que tenían que hacer cuando uno de nosotros ingresamos. ¿No le dijeron lo qué debían de llevar puesto, o cómo llevarlo, para ayudar al funcionamiento del personal?
– El hecho de que sus hombres usen el encanto para hechizar a nuestras enfermeras y doctoras es un insulto -dijo el doctor Sang.
Galen habló desde el otro lado de la habitación. Estaba derrumbado sobre una de las dos sillas.
– Le he dicho una y otra vez que no estamos haciendo nada. Que no es encanto, pero él no me cree.
Parecía cansado, con una tirantez alrededor de los ojos y la boca que yo no había notado antes. Un sidhe no envejece, cierto, pero sí muestra señales de desgaste. Igual que un diamante puede llegar a ser cortado por la hoja adecuada.
– No tengo tiempo para explicárselo, pero no permitiré que se interponga entre mi gente y mis sanadores -le dije.
– Ella lo admite -contestó él señalando a Halfwen-, sus poderes no están a pleno rendimiento fuera del mundo de las hadas. No está segura de poder curarle. Lo más seguro es que sus vendajes se abran, y sobre todo con tantas personas aquí, hay más posibilidades de que él contraiga una infección secundaria -dijo el doctor Sang.
– Los sidhe no contraen infecciones, Doctor -dije.
– Perdóneme si soy un poco escéptico sobre ese tema, Princesa, pero este hombre es mi paciente -dijo el doctor Sang. -Y es mi responsabilidad.
– No, Doctor, él es mío. Mi Oscuridad, mi mano derecha. Él me vería a mí como su responsabilidad, pero yo estoy intentando ser su reina, lo que me hace responsable de toda mi gente. -Extendí la mano para acariciar su pelo, pero me contuve. No quería despertarle si todo lo que podíamos ofrecerle era dolor. Para curarle ya tendríamos que molestarlo, pero simplemente porque yo no pudiera estar tan cerca de él y no tocarle, no era razón suficiente para despertarle del sueño que los fármacos y el shock le habían proporcionado.
Mi mano ansiaba tocarle, pero forcé mi mano en un puño a mi costado. La mano de Rhys rodeó mi puño. Miré a su único ojo de un triple color azul, su hermosa cara marcada por las cicatrices donde le habían arrebatado su otro ojo, sólo parcialmente cubiertas por el parche blanco que llevaba hoy. Nunca había conocido a Rhys de otra forma. La cara que se elevaba encima de mí cuando hacíamos el amor, o me buscaba en la cama, era esta cara, llena de cicatrices y todo. Era simplemente Rhys.
Toqué su mejilla. ¿Amaría menos a Doyle si él estuviera marcado? No, aunque sería una pérdida para los dos. Significaría que la cara que yo había llegado a amar sería cambiada para siempre. Pero maldita sea, él era sidhe. Una simple quemadura no debería haberle hecho un daño como éste.
Como si Rhys hubiera leído algunos de mis pensamientos, dijo…
– Vivirá.