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Yo asistí.

– Sí, pero le quiero curado.

– ¿Y yo? -dijo Abe desde la otra cama, y como tan a menudo, parecía vagamente borracho. Era casi como si él hubiera pasado tantos años ebrio que se resistiera a dejar de sentirse así. Un borracho seco, creo que así es como lo llaman, como si aunque no hubiera consumido bebidas o drogas, no pudiera estar completamente sobrio.

– Lamentaría que tú no te curaras también -le dije. -Por supuesto que lo hago. -Pero Abe sabía qué lugar ocupaba en mis afectos, y que no estaba entre mis cinco primeros. No le importaba. Él, como muchos otros de los guardias sólo llevaba con nosotros desde hacía unas semanas, y era tan feliz de tener sexo otra vez que su ego no había tenido tiempo de sentirse menospreciado por este hecho.

– Realmente debo insistir, Princesa, usted y el resto de sus hombres deben de salir -dijo el doctor Sang.

El oficial uniformado, el policía Brewer, dijo…

– Lo siento, doctor, pero cuantos más guardias haya más seguros estaremos.

– ¿Me está diciendo que hay tantos hombres aquí porque pueden atacarnos dentro del hospital? -pregunto él.

El oficial Brewer miró a su compañero, el oficial Kent. Kent era el más alto de los dos y sólo se encogió de hombros. Pienso que les habían dicho que debían de quedarse cerca de mí, pero no sabían qué decirles a los civiles. En cierto modo, nosotros habíamos dejado de contar como civiles cuando fuimos atacados. Ahora estábamos en una categoría diferente para la policía. Posiblemente en la de víctimas potenciales.

– Doctor Sang -dijo Frost-, estoy al mando de la guardia de la princesa hasta que mi capitán me diga otra cosa. Y mi capitán yace aquí -dijo señalando hacia Doyle.

– Usted puede ser el responsable de la guardia, pero no es el responsable de este hospital. -El médico, que le llegaba a Frost a la altura de la clavícula, tuvo que inclinar su cabeza hacia atrás en un ángulo extremo para poder mirar al otro hombre a la cara, pero lo hizo, y le dirigió una mirada que claramente decía que no se echaría para atrás.

– No tenemos tiempo para esto, Princesa -dijo Hafwen.

Miré a sus ojos tricolores; un anillo azul, otro plateado, y el anillo central luminoso como si la luz pudiera ser un color.

– ¿Qué quieres decir?

– Estamos fuera del mundo de las hadas. Esto me limita como sanadora. Estamos dentro de un edificio de metal y cristal, una estructura artificial. Esto también limita mis poderes. Cuanto más tiempo permanezca la herida desatendida, más difícil será para mí poder hacer algo.

Me giré hacia el doctor Sang.

– Usted ya la escuchó, doctor. Tiene que permitir a mi sanadora hacer su trabajo.

– Podría sacarle de la habitación -aventuró Frost.

– No estoy seguro de que podamos permitir eso -dijo el oficial Brewer, sonando algo inseguro.

– ¿Y cómo lo sacaría? -preguntó el oficial Kent.

– Buena pregunta -dijo el oficial Brewer-. La verdad es que no podemos permitir violencia alguna contra los médicos.

– No necesitamos usar la violencia -dijo Rhys, mientras acariciaba mi oído con su boca, jugando con mi pelo. Ese pequeño roce me hizo estremecer un poco.

Me giré para poder ver su cara más claramente.

– Además… ¿no sería eso poco ético? -pregunté.

– ¿Realmente quieres que Doyle se parezca a mí? Sé que él no quiere perder un ojo. Causa graves problemas en la percepción tridimensional. -Él sonrió y trató de hacerlo parecer como una broma, pero había una amargura en ello que ninguna sonrisa podría esconder.

Besé la curva de su boca. De entre todos mis hombres era el que tenía una de las bocas más hermosas. Cuando ponía mala cara, su hermosa expresión juvenil se transformaba en algo mucho más sensual.

Él me apartó, acercándome al doctor.

– El médico no lo entiende, y no tenemos tiempo para hablar de ello hasta morir, Merry.

– Humm -dijo el oficial Brewer- ¿Qué piensa hacer, Princesa Meredith? Quiero decir… -Él miró a su compañero. Era obvio que ellos se sentían perdidos. Sinceramente, estaba sorprendida de que no hubiera más policías. Había policías en la puerta, pero ningún detective, nadie con una graduación más alta. Era casi como si a las personas más importantes les diéramos miedo. No miedo al peligro. Ellos eran policías; contaban con ello. Pero sí miedo a la política.

Los rumores ya se habían extendido. La Diosa sabía que la noticia de que el Rey Taranis había atacado a la Princesa Meredith ya era algo bastante jugoso. Pero las historias tienen la tendencia de exagerarse cada vez que se vuelven a contar. ¿Quién sabía lo que ya le habían contado a la policía? Este caso no era sólo una patata caliente, era un asesino potencial de carreras. Si se piensa un poco… podías elegir entre permitir que la princesa Meredith fuera asesinada, o que el Rey Taranis acabara herido por su guardia. De cualquier forma, estabas jodido.

– Doctor Sang… -le dije.

Él se giró hacia mí, todavía frunciendo el ceño furiosamente.

– No me importa cuántos policías vayan detrás de usted, pero hay demasiadas personas en esta habitación para llevar acabo un tratamiento eficaz.

Cerré los ojos y respiré profundamente. La mayoría de los humanos tienen que hacer algo para llamar a la magia. Yo pasé la mayor parte de mi vida escondiéndola para así no hacer magia por casualidad. Antes de que mis manos de poder se mostraran, y de eso sólo hacía unos meses, pasaba la mayor parte de mi tiempo intentando que los espíritus errantes, esas pequeñas maravillas cotidianas, no me volvieran loca Ahora toda esa práctica de no dejar mostrarme me ayudó a contenerme, porque mis talentos naturales tal vez genéticos o heredados habían dejado su huella junto con todo lo demás.

Rhys dijo:

– Apártense, muchachos.

Los hombres retrocedieron, y los dos policías se movieron con ellos, dejándonos al médico y a mí el espacio de un pequeño círculo. Él les echó un vistazo, perplejo.

– ¿Qué está pasando?

Levanté una mano para tocar su cara, pero él agarró mi muñeca para impedirme hacerlo. Su problema era que yo no necesitaba tocarle. Él estaba tocándome a mí.

Sus ojos se ensancharon sorprendidos. Una mirada cercana al terror traspasó su cara. No me miraba, sino que parecía mirar profundamente dentro de sí. Yo intenté ser suave, usar sólo la magia imprescindible y la que provenía del lado luminoso de mi naturaleza. Pero la magia de la fertilidad es a veces imprevisible, y yo estaba nerviosa.

El doctor Sang susurró…

– Oh, Dios mío…

– Diosa -murmuré, y me apoyé en él. Lo aparté de las camas, lejos de Halfwen. Nunca lo toqué, sólo tiré de mi brazo. Su propio agarre en mi muñeca lo arrastró hacia mí.

Toqué su cara con mi mano libre, sin pensar en lo que llevaba en esa mano. Dentro de la tierra de las hadas el anillo de la reina -así solía ser llamado- era mágico. En el mundo humano, sólo era una pieza antigua de metal, tan vieja que el metal estaba desgastado. El anillo había pasado de diferentes formas, de mano en mano, de una mujer a otra, durante siglos. Andais había confesado que lo había tomado de la mano de una Luminosa a la que había matado en un duelo, una diosa de la fertilidad. Creo que Andais había tomado el anillo porque esperó que éste pudiera ayudarla en mantener la fertilidad de su propia corte, pero con ella se manifestó como un poder de guerra y destrucción. Andais era un cuervo carroñero y devorador y el anillo no encontró su mejor momento con ella.

Ella me lo había entregado para mostrar su favor. Para demostrar que en efecto había elegido a su odiada sobrina como potencial heredera. Pero mi poder no estaba en la muerte y el campo de batalla.

Toqué la cara del hombre con aquel antiguo metal, y éste llameó lleno vida. Durante un segundo pensé que me diría que él era fértil del mismo modo que sucedía con los hombres de nuestra corte, pero no era eso lo que el anillo quería del doctor Sang.