Vi lo que él amaba. Amaba su trabajo. Amaba ser médico. Y esto le consumía. También vi a una mujer, delicada, con su negro pelo largo hasta los hombros brillando a la luz del sol que llegaba desde los grandes ventanales mientras miraba hacia la calle. Estaba rodeada de flores. Puede que trabajara allí. Ella se rió con un cliente, pero todo era tan silencioso como si el sonido no importara. Vi su cara iluminarse, como el cielo después de la lluvia cuando el sol se abre camino, al ver al doctor Sang atravesar la puerta. El anillo sabía que la mujer le amaba. Vi dos patios que lindaban el uno con el otro, aquí en Los Ángeles. Vi versiones más jóvenes de ellos dos. Habían crecido juntos. Incluso habían salido juntos cuando estaban en la escuela secundaria, pero él amaba la medicina más que a cualquier mujer.
– Ella le ama -le dije.
Su voz sonó ahogada.
– ¿Cómo lo hace?
– Entonces, usted también lo ve -le dije, con voz suave.
– Sí -susurró.
– ¿No quiere tener hijos, una familia?
La vi, otra vez en la tienda. Ella miraba fijamente a los turistas que pasaban. Sostenía una taza de té entre sus manos. Dos figuras en sombras rondaban a su alrededor, un niño y una niña.
– ¿Qué es eso? -preguntó él, la voz sonaba tan llena de emoción que parecía preñada de dolor.
– Los hijos que tendría con ella.
– ¿Son reales? -susurró él.
– Lo son, pero ellos sólo serán carne si usted la ama.
– No puedo…
El niño fantasma que estaba a su lado se dio la vuelta y pareció mirarnos directamente. Esto me acobardó, incluso a mí. El médico temblaba bajo mi mano.
– Deténgalo -dijo él. -Deténgalo.
Aparté mi mano de él, pero todavía tenía su propia mano en mi muñeca.
– Debe soltarme -le dije.
Él miró su mano como si no supiera qué hacía allí. Me liberó. Sus ojos casi mostraban pánico. Miró detrás de mí, hacia Doyle y dijo…
– Váyase con él.
Una de las doctoras dijo…
– Doctor Sang, es un milagro. Él puede utilizar su ojo otra vez.
El doctor se unió a las enfermeras y a los otros médicos que rodeaban la cama de Doyle y pasó la luz brillante de su linterna sobre el ojo abierto de Doyle. Luego sacudió la cabeza.
– Esto es imposible.
– ¿Permitirá ahora que yo haga lo imposible con Abeloec? -preguntó Halfwen con una pequeña sonrisa.
Creo que él pensó en discutir, pero sólo afirmó con la cabeza. Halfwen fue hacia la otra cama, y yo conseguí hacer lo que había querido hacer desde el primer momento en que entré en la habitación, acaricié el pelo de Doyle. Él alzó la vista hacia mí. Su cara estaba todavía ampollada y en carne viva, pero el ojo negro que alzó la vista para mirarme estaba entero. Doyle sonrió todo lo que pudo teniendo en cuenta que las quemaduras le llegaban hasta la comisura de la boca, entonces se detuvo. No se estremeció, ni hizo una mueca, simplemente dejó de sonreír. Él era la Oscuridad. La oscuridad no se estremece.
Mis ojos me ardían, y se me hizo un nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar. Traté de no llorar, porque sabía que si empezaba perdería el control.
Él puso su mano sobre la mía, donde ésta se apoyaba sobre la barandilla de la cama. Sólo su mano en la mía, y las primeras lágrimas empezaron a caer.
El doctor Sang estaba a nuestro lado otra vez y dijo…
– Lo que usted me mostró sólo era un truco para conseguirle tiempo a su curandera para que pudiera hacer su trabajo.
Encontré por fin mi voz, entre gruesas lágrimas.
– No era ningún truco, sino la realidad. Ella le ama. Habrá dos hijos, primero un niño, luego una niña. Ella está en su floristería. Si la llama ahora, puede hablar con ella mientras todavía bebe el té.
Él me miró como si hubiera dicho algo espantoso.
– No creo que un hombre pueda ser a la vez un buen médico y un buen marido.
– Es usted quien debe decidirse, pero ella le echará de menos.
– ¿Cómo puede echarme de menos si nunca he sido suyo?
Las enfermeras escuchaban atentamente todo lo que decíamos. La Diosa sabía qué haría con ello el chismorreo del hospital.
– No vi otra cara en su corazón. Si usted no la corresponde, no estoy segura de que se case alguna vez.
– Debería casarse con alguien. Debería ser feliz.
– Piensa que usted la haría feliz.
– Ella se equivoca -dijo él, pero más bien sonaba como si tratara de convencerse a sí mismo.
– Quizás, o quizás es usted quien se equivoca.
Él sacudió la cabeza. Se recompuso, igual que otra gente se echa sobre los hombros una cálida manta. Vi cómo reconstruía su fachada de médico.
– Haré que una de las enfermeras cubra las heridas. ¿Puede su curandera hacer esto con heridas humanas?
– Tristemente, nuestra magia de sanación siempre funciona mejor sobre la carne de hada -le dije.
– No siempre -dijo Rhys-, pero sí en los últimos mil de años.
El doctor Sang asintió con la cabeza otra vez.
– Me gustaría saber cómo trabaja esta magia de curación.
– Halfwen sería feliz de intentar explicárselo en otro momento.
– Lo entiendo. Quiere llevarse a sus hombres a casa.
– Sí -dije. Mis lágrimas habían dejado de caer bajo las preguntas del médico. Comprendí que él no era el único que se había forzado a hacer lo mismo. En privado podría caerme a pedazos, pero no aquí delante de tanta gente. Aprovechando la ocasión, las enfermeras y otros médicos podrían vender mi sufrimiento emocional a la prensa sensacionalista, y yo no quería esto.
El doctor Sang fue hasta la puerta, como si tuviera la necesidad de escapar de nosotros e hizo una pausa ante la puerta entre abierta.
– ¿No fue un truco, o una ilusión?
– Le juro que lo que vimos juntos fue una visión real.
– ¿Significa esto que viviríamos felizmente después? -preguntó.
Negué.
– No es ninguna clase de cuento de hadas. Habrá niños, y ella le ama. Además, creo que usted podría amarla, si se lo permitiera a sí mismo, pero se necesitaría un poco de esfuerzo por su parte. Amar a alguien es renunciar a una parte del control sobre uno mismo y su vida, y a usted no le gusta eso. A nadie le gusta -añadí.
Le sonreí, mientras Doyle apretaba mi mano y yo le devolvía el apretón.
– Algunas personas son adictas a enamorarse, Doctor. Algunas personas adoran ese torrente de nuevas emociones, y cuando la primera ráfaga de lujuria y amor novedoso se agota, saltan buscando el siguiente, pensando que ese amor anterior no fue real. Lo que sentí en ella, y potencialmente en usted, fue un amor duradero. Ése amor que sabe que las primeras y locas emociones no son las auténticas, sino sólo la punta del iceberg.
– ¿Sabe lo que se dice sobre los icebergs, Princesa Meredith?
– No, ¿qué se dice?
– Asegúrese de que el barco en el que se sube no se llama Titanic.
Varias de las enfermeras se rieron, pero yo no lo hice. Él había hecho una broma porque estaba asustado, verdaderamente asustado. Algo le había hecho creer que no podía amar a la vez a la medicina y a una mujer. Que no podría hacer justicia a ambas. Tal vez no podría, pero de todas formas…
Rhys se acercó, colocándose a mi lado. Puso su brazo sobre mis hombros, sin apretar demasiado.
– Un corazón débil nunca ganó a la doncella deseada -dijo él.
– ¿Y si yo no quisiera ganar a la doncella deseada? -preguntó el doctor Sang.
– Entonces es usted un tonto -le dijo Rhys con una sonrisa para suavizar sus palabras.
Los dos hombres se miraron el uno al otro durante un largo momento. Pareció que un ligero conocimiento o entendimiento pasó entre ellos, porque el doctor Sang asintió, casi como si Rhys hubiera hablado otra vez. No lo había hecho, podría jurarlo, pero a veces el silencio entre un hombre y otro puede decir más que cualquier palabra. Una de las mayores diferencias entre hombres y mujeres es que hay ciertos silencios que las mujeres no entienden y que los hombres no saben explicar.