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Crystall no había sido mi amante, pero había luchado con nosotros en el sithen. Había ayudado a defender a Galen cuando podría haber muerto en cualquier lugar. La reina había decretado que todos los guardias que lo desearan podían seguirme en el exilio, pero como habían sido demasiados los que habían optado por venir, había tenido que retractarse de su tan generosa oferta. Los hombres que se habían marchado estaban seguros conmigo. Los hombres que no habían estado en los primeros grupos que Sholto, el Señor de Aquello que Transita por el Medio, había traído a Los Ángeles, quedaron atrapados en el sithen con ella. Atrapados con una mujer que no se tomaba muy bien el rechazo, cuando ellos habían elegido abiertamente a otra mujer. Estaba viendo que la otra mujer, mi tía, pensaba lo mismo.

Extendí la mano hacia el espejo como si yo pudiera tocarlo, pero no era uno de mis poderes. No podía hacer lo que Taranis había hecho tan fácilmente hoy mismo, más temprano.

– Princesa -susurró Crystall, y su voz sonó ronca, áspera. Sabía por qué su voz sonaba así. Los gritos eran la causa. Lo sabía porque yo había pedido piedad a la reina más de una vez. La misericordia de la reina había creado un refrán entre los sidhe Oscuros, que decía… “Si haces eso, obtendrás la piedad de la reina”.

Andais veía el exilio del mundo hada como algo peor que cualquier tortura que ella pudiera idear. No entendía por qué tantas hadas lo habían elegido. Como no había entendido por qué mi padre, Essus, nos llevo a mí y a nuestra casa al exilio en el mundo humano después de que Andais tratara de ahogarme cuando tenía seis años. Si yo era lo suficiente mortal para morir ahogada, entonces no era lo suficiente sidhe para vivir. Del mismo modo que uno ahogaría a un cachorro cuando tu perra de pura raza no se había apareado con quien tú soñabas, sino con algún chucho que hubiera saltado la valla.

Andais se había sobresaltado cuando mi padre dejó el mundo de las hadas para vivir entre los humanos, y había estado igualmente impresionada cuando, muchos años más tarde, casi toda su guardia me había seguido a las tierras Occidentales. Para ella, dejar el mundo hada era peor que la muerte, y no podía entender por qué eso mismo no era el peor de los destinos incluida la muerte para el resto. Lo que ella no entendía era que la piedad de la reina se había transformado en un destino aún peor que el exilio.

Miré fijamente al luminoso Crystall, a sus ojos desesperados, y mi garganta se cerró por las lágrimas que sabía que no podía permitirme derramar. Andais nos había dejado un presente para admirar, pero ella observaría, y vería las lágrimas como una debilidad. Crystall era su ayuda visual. Su ejemplo para nosotros, para mí. No estaba segura de cuál se suponía que tenía que ser el mensaje, pero en su mente había uno. Pero, que la Diosa me ayudara, además de sus celos y odio por el rechazo, yo no podía ver ningún otro mensaje.

– Oh, Crystall – dije-. Lo siento.

Tiempo atrás, su voz me hacía recordar el sonido de las campanillas en una suave brisa. Ahora su respuesta sonó como un dolorido carraspeo.

– Tú no me hiciste esto, Princesa.

Sus ojos parpadearon hacia donde yo sabía que estaba la puerta de la habitación, aunque yo no podía ver esa parte del cuarto. Su rostro se nubló, y durante un momento donde antes hubo desesperación ahora había rabia. Una rabia que le llenó, y que escondió tras sus párpados, para luego mostrar otra expresión tan neutra como pudo conseguir.

Recé para que Andais no hubiera visto ese momento de pura rabia. Trataría de golpearlo si ella lo supiera.

La reina barrió la habitación con su largo vestido negro. Éste tenía una abertura en el centro dejándonos vislumbrar un triángulo de su carne blanca, la perfección plana de su estómago y su ombligo. Había una cinta delgada atada por fuera a la altura de sus pechos, apretándolos para así evitar que se derramaran hacia fuera. Las mangas eran tan largas y amplias que nos dejaban ver casi la mayor parte de sus antebrazos desnudos. Debía de haberse retirado por alguna causa importante, porque llevaba puesta mucha ropa estando Crystall todavía en su cama. No estaba suficientemente herido para que ella hubiera acabado con él.

Ella había atado su largo pelo negro atrás en una coleta suelta. La cinta que había elegido era roja. Nunca la había visto con algo rojo con anterioridad, ni un retazo de tela. El único rojo que a la reina le gustaba en su persona era la sangre de otra gente.

No podía explicarlo, pero esa cinta roja hizo que mi estómago se encogiera aún más, y mi pulso cobrara velocidad. Andais se deslizó por la cama, delante de Crystall, pero lo bastante cerca como para que ella pudiera acariciar la carne inmaculada de su espalda. Le acarició ociosamente como si fuera un perro. Él se estremeció ante el primer roce, luego se calmó e intentó imaginar que no estaba allí.

Ella nos miró con sus ojos tricolores: carbón, nubes de tormenta, y un pálido gris invernal que era casi blanco. Sus ojos combinaban perfectamente con el pelo negro y su piel pálida. Su imagen era tan gótica como la de Abe, excepto que ella era más espeluznante que cualquier gótico del planeta. Andais era una asesina en serie de la peor calaña, y era la hermana de mi padre, mi reina, y no había nada que yo pudiera hacer sobre esto tampoco.

– Tía Andais -le dije-, acabamos de llegar del hospital y tenemos que comunicarte bastantes noticias. -Habíamos acordado que teníamos que ser claros desde el principio y contarle todas las novedades en cuanto tuviéramos la primera oportunidad.

– Mi reina -dijo Doyle, haciendo una flexión torpe hasta donde las vendas se lo permitían.

– Han llegado a mis oídos muchos rumores este día -dijo, con voz que según algunos era un sonido ronco y seductor, pero que a mí siempre me llenaba del más puro temor.

– La Diosa sabe qué rumores son esos -dijo Rhys mientras se movía para atrás y así poder apoyarse en la cama, cerca de mí. -La verdad es extraña a veces. -Él lo dijo con una sonrisa y con su ligereza habitual.

Ella le dirigió una profunda mirada que era de todo menos amistosa. El que no hubiera ningún indicio de humor en aquella mirada, fue una clara indicación. Ella giró sus ojos enojados hacia Doyle…

– ¿Quién podría querer herir a la misma Oscuridad? -Su voz sonó enojada, y casi desinteresada. Ella lo sabía, de alguna manera ya lo sabía. ¿Quién demonios había hablado?

– Cuando la Luz aparece, la Oscuridad desaparece- dijo Doyle, en su mejor y más inexpresiva voz.

Ella marcó con sus brillantes uñas pintadas toda la longitud de la espalda de Crystall. Dejando marcas rojas, aunque sin llegar a romper completamente la piel. Crystall giró su cara lejos del espejo y de ella, con miedo, pienso, de no poder controlar su expresión.

– ¿Qué luz es tan brillante que puede conquistar a la Oscuridad? – preguntó.

– La de Taranis, Rey de la Luz y la Ilusión. Su mano de poder todavía es poderosa -respondió Doyle, su voz sonó incluso más vacía que antes.

Ella hincó y pasó sus uñas desde las nalgas de Crystall hasta llegar justo por debajo del omóplato, como si pensara en escarbar en la carne de su espalda. La sangre comenzó a mostrarse alrededor de su mano, como el agua cuando fluye de un agujero en la tierra, despacio, filtrándose hacia arriba.

– Pareces preocupada, Meredith. ¿Por qué podría ser? -Su voz era casi casual, excepto por aquel filo de crueldad.

Decidí concentrarme en buscar algo que pudiera distraerla de atormentar al hombre que permanecía en su cama.

– Taranis nos atacó desde el espejo en la oficina del abogado. Hirió a Doyle, y Abeloec. Iba a por mí cuando Galen me sacó de su punto de mira.

– Oh, Dudo que él pensara herirte, Meredith, incluso en su locura. Sospecho que él aspiraba más a darle a Galen.