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– Bien, Taranis… ¿Dónde estamos?

– En mi dormitorio -Él hizo un gesto, y seguí la línea de su mano.

Era una habitación, pero estaba ribeteada con vides florecientes, y árboles frutales entrelazados con la pared y repletos de fruta. Las joyas centelleaban y brillaban entre la verde vida vegetal. Era casi demasiado perfecto para ser verdadero. En el momento en el que lo pensé, supe que tenía razón. Era una ilusión. No traté de romperla. No importaba que él usase la magia para hacer que su habitación pareciese encantadora. Podía guardarse sus bromas de decoración. Aunque parte de mí se preguntase… ¿cómo había estado tan pronto tan segura de que no era verdadero?

– ¿Por qué estoy en tu dormitorio?

Él frunció el ceño entonces, sólo un poco.

– Quiero que seas mi reina.

Me lamí los labios, pero se quedaron secos. ¿Debería intentar razonar?

– Soy la heredera del trono oscuro. No puedo ser a la vez tu reina y la reina de la corte oscura.

– Tú nunca tendrás que volver a ese lugar horrible. Puedes quedarte aquí con nosotros. Siempre estuviste destinada a ser luminosa. -Él se inclinó, como si fuera a besarme otra vez.

No pude evitarlo. Me aparté de él.

Él se detuvo, frunciendo el ceño otra vez. Pareció que pensaba y que eso le dolía. No era un hombre estúpido. Creo que esto era sólo otro síntoma de su locura. Él sabía en alguna parte de su cabeza que estaba equivocado, pero su locura no le dejaría verlo.

– ¿No me encuentras hermoso?

Dije la verdad.

– Tú siempre has sido hermoso, tío.

– Te lo dije, Meredith, nada de tío.

– Como quieras. Te encuentro hermoso, Taranis.

– Pero reaccionas como si fuese feo.

– Sólo porque un hombre sea hermoso no significa que quiera besarlo.

– En el espejo, si tus guardias no hubieran estado contigo, habrías venido a mí.

– Lo recuerdo.

– Entonces… ¿por qué te apartas de mí ahora?

– No lo sé -y era la verdad. Aquí, en carne y hueso, estaba el hombre que me había abrumado en numerosas ocasiones a distancia con su compulsión mágica. Ahora yo estaba aquí sola, y él solamente me asustaba.

– Te ofrezco todo lo que tu madre siempre quiso de mí. Te haré reina de la corte luminosa. Estarás en mi cama y en mi corazón.

– No soy mi madre. Sus sueños no son los míos.

– Tendremos un hermoso niño -otra vez trató de besarme.

Me senté y el mundo palpitó en ondas de color. La náusea me hizo tener arcadas y el dolor de cabeza se hizo peor. Me incliné al lado de la cama y devolví. El esfuerzo de vomitar hizo que mi cabeza me doliera como si fuera a explotar. Grité de dolor.

Taranis se acercó al lado de la cama. Por el rabillo del ojo, vi cómo vacilaba. Pude ver el asco en su hermosa cara. Era demasiado sucio para él, demasiado verdadero. No habría ninguna ayuda por su parte.

Yo tenía todos los síntomas de una conmoción cerebral. Tenía que ir a un hospital o a un sanador verdadero. Necesitaba ayuda. Estaba en el borde de la cama, mi mejilla ilesa descansaba sobre la sábana de seda. Me apoyé ahí a la espera de que mi cabeza dejase de palpitar al ritmo de mi pulso, rezando para que la náusea pasase. Quedarme inmóvil me aliviaba, pero estaba herida, era mortal y yo no estaba segura de que Taranis lo entendiese.

Él no me tocó. Alcanzó la cuerda de una campana y llamó a los criados. Por mí, genial. Ellos podían estar cuerdos.

Oí voces. Él dijo…

– Traed a un sanador.

La voz de una mujer…

– ¿Qué le pasa a la princesa?

Se oyó el sonido de una mano golpeando la carne. Él le rugió…

– ¡Haz lo que se te ha dicho, puta!

No hubo más preguntas, pero dudé que cualquiera de los criados preguntara otra vez lo que había pasado. Ellos lo sabían demasiado bien.

Creo que me desmayé otra vez, porque de lo siguiente que me di cuenta fue de una mano fría en mi cara. Miré con cuidado moviendo sólo mis ojos por la cara de la mujer. Debería haber conocido su nombre, pero no podía pensar en ello. Tenía el pelo dorado y ojos que eran anillos de azul y gris. Había un aire suave en ella, como si simplemente por estar cerca de ella me sintiera un poco mejor.

– ¿Sabes cómo te llamas?

Tuve que tragar primero la amargura de la bilis, pero finalmente susurré…

– Soy la princesa Meredith NicEssus, portadora de las manos de la carne y de la sangre.

Ella sonrió.

– Sí, así es.

La voz de Taranis llegó hasta ella.

– ¡Cúrala!

– Debo averiguar primero la gravedad de sus heridas.

– Un guardia oscuro se volvió loco. Prefirió tratar de matarla en vez de verla venirse conmigo. Ellos prefieren matarla a perderla.

La sanadora y yo cambiamos una mirada. La mirada fue suficiente. Ella puso un dedo en sus labios. Lo entendí, o esperaba haberlo hecho. No discutiríamos con el loco, no si queríamos vivir. Y quería vivir. Portaba a nuestros niños. Yo no moriría ahora.

Frost ya no estaba, pero había un pedazo de él dentro de mí, vivo y creciendo. Yo lo mantendría de esa manera. Que la Diosa me ayudase, por favor, que me ayudase a escaparme a un lugar seguro.

Una voz masculina que no era la de Taranis habló tras ella.

– ¿Hueles a flores?

– Sí -dijo la sanadora, y me echó otra mirada que era a la vez cómplice y un intento de confortarme. Ella hizo señas a la voz masculina y él entró en mi campo de visión. Era alto, rubio y hermoso, el epítome de los sidhe luminosos. Salvo que él no parecía arrogante; parecía nervioso, tal vez hasta un poco asustado. Bueno. Necesitaba que no fuera estúpido.

Susurré…

– La Diosa me ayuda.

El olor de rosas era más fuerte. Una brisa rozó mi piel desnuda, hizo que las sábanas se moviesen en mis piernas con su toque.

El guardia miró hacia desde donde venía la brisa. La sanadora me miró. Me sonrió, aunque sus ojos parecían demasiado graves para ofrecer consuelo. Ella tenía una mirada que nunca querrías ver en la cara de un doctor.

– ¿Estoy malherida? -hablé suavemente y con cuidado.

– Existe la posibilidad de una hemorragia cerebral.

– Ya -dije.

– Tus ojos están iguales. Eso es un buen signo.

Quería decir que si una de mis pupilas no reaccionaba, podría morir. De forma que eran buenas noticias.

Ella comenzó a mezclar hierbas de su bolsa de cuero. Yo no reconocía todos los ingredientes, pero sí sabía bastante de la medicina herbaria como para advertirla…

– Llevo gemelos.

Ella se inclinó hacia mí y preguntó…

– ¿De cuanto tiempo?

– Un mes, poco más.

– Hay muchas cosas que no puedo darte entonces.

– ¿No puedes curar con las manos?

– Ningún sanador en esta corte retiene ese poder ¿Es cierto que algunos en tu corte lo hacen? -Ella susurró lo último en mi oído, tan cerca que su aliento movió mi pelo.

– Es cierto.

– Ah -dijo, y se inclinó hacia atrás. Había ahora una sonrisa en su cara, y un nuevo sentimiento de alegría que antes no había estado ahí. El olor de rosas era más fuerte. Casi esperé que el fuerte perfume empeorara mis náuseas, pero en cambio las alivió.

– Gracias, Madre -susurré.

– ¿Te sentirías mejor si tu madre estuviese contigo? -preguntó la sanadora.

– No, absolutamente no.

Ella asintió.

– Haré todo lo posible para que tus deseos sean realizados.

Lo que con toda probabilidad se traducía en que mi madre estaba siendo insistente. Ella nunca me había encontrado demasiada utilidad, pero si yo iba repentinamente a ser la reina de la corte que ella más había codiciado, entonces me amaría. Me amaría con la misma intensidad con la cual me había odiado durante años. Mi madre no era otra cosa que voluble. Uno de mis nombres en la corte luminosa era Amargura de Besaba. Porque mi concepción a partir de una noche de sexo la había condenado a estar en la corte oscura durante años. Éste había sido el matrimonio que cimentó el tratado entre las cortes. Nadie había soñado que si en ninguna corte había nacimientos, un matrimonio “mixto” pudiera ser fértil.