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»¿Debemos malgastar nuestros recursos en prepararnos para combatir contra unas personas de las que llevamos separados mucho tiempo, unas personas de las que muchos de aquí descendemos? ¿Debemos prepararnos para hacer uso de la violencia contra nuestros hermanos y hermanas, simplemente porque no los conocemos? ¡Qué desperdicio! Nuestros recursos estarían mejor empleados si los destináramos a eliminar el sufrimiento que nos rodea. Es posible que los que ahora estamos aquí no lo vivamos, pero cuando llegue el momento deberíamos estar preparados para dar la bienvenida a nuestros hermanos. ¡No solamente debemos unir nuestras dos tierras, sino las tres! ¡Pues un día, cuando el Límite que divide la Tierra Occidental de la Central desaparezca, también desaparecerá el Límite entre la Tierra Central y D’Hara, y las tres tierras se unirán! ¡Alegrémonos, porque llegará el día en que viviremos el gozo del reencuentro, si tenemos el suficiente coraje! ¡Y ese gozo se extenderá desde aquí y hoy, en el valle del Corzo!

»Por esta razón he tomado medidas para detener a aquellos que desean lanzarnos a una guerra contra nuestros hermanos sólo porque algún día los Límites desaparecerán. ¡Esto no significa que no necesitemos el ejército, puesto que no sabemos qué peligros nos acechan en el camino hacia la paz, pero sí sabemos que no es preciso inventar peligros!

»Los que estamos reunidos aquí —prosiguió Michael, abarcando la multitud con un ademán— somos el futuro. ¡Vuestra responsabilidad como consejeros del valle del Corzo es extender el mensaje por todo el país! Llevad nuestro mensaje de paz al pueblo. Ellos leerán la verdad en vuestros corazones. Por favor, ayudadme. Quiero que nuestros hijos y nietos se beneficien de lo que decidamos hoy aquí. Quiero que establezcamos un rumbo de paz que nos lleve al futuro, de modo que, cuando llegue el momento, las generaciones futuras puedan beneficiarse y nos den las gracias.

Michael inclinó la cabeza y apretó ambos puños contra el pecho. La luz del sol relucía a su alrededor. El público se sentía tan conmovido que se mantenía en absoluto silencio. Richard vio algunos hombres con lágrimas en los ojos y mujeres que sollozaban sin recato. Todas las miradas estaban fijas en el orador, que permanecía inmóvil como una estatua.

Richard se había quedado pasmado. Nunca había oído a su hermano hablar con tal elocuencia ni convicción. Lo que decía tenía sentido. Después de todo, allí estaba él, con una mujer de la Tierra Central, del otro lado del Límite, y ya eran amigos.

No obstante, otros cuatro habían tratado de matarlo. No, no exactamente, pensó, lo que querían era matar a la mujer; él sólo se había metido en medio. Le habían ofrecido la oportunidad de marcharse, pero él había preferido quedarse y luchar. Richard siempre había temido a los habitantes del otro lado del Límite, pero ahora era amigo de uno de ellos, tal como Michael decía.

El joven empezaba a ver a su hermano con nuevos ojos. Nunca había visto a nadie capaz de conmover a una muchedumbre de tal modo con un discurso. Michael abogaba por la paz y la amistad con otros pueblos. ¿Qué podía haber de malo en eso?

Pero entonces, ¿por qué se sentía tan intranquilo?

—Pasemos ahora a la otra parte —continuó Michael—, al sufrimiento real que nos rodea. Mientras nos preocupábamos por los Límites, que no han hecho daño a ninguno de nosotros, las familias, los amigos y los vecinos de muchos de nosotros han sufrido y han muerto. Han sido muertes trágicas e inútiles en accidentes con fuego. Sí, habéis oído bien, con fuego.

La gente farfulló confundida. La conexión entre Michael y el público empezaba a romperse. Pero él parecía esperarlo. Fue mirando un rostro tras otro, dejando que la confusión aumentara para, por fin, señalar con el dedo a alguien.

A Richard.

—¡Mirad! —gritó. Todos se volvieron hacia el joven. Cientos de ojos se posaron en Richard—. ¡Ahí está mi querido hermano! —Richard deseó que la tierra se lo tragara—. ¡Mi querido hermano, que comparte conmigo —aquí Michael se golpeó el pecho— la tragedia de perder a una madre a causa del fuego! El fuego nos arrebató a nuestra madre cuando éramos pequeños y tuvimos que crecer solos, sin su amor, sin sus cuidados y sin su guía. ¡No la mató un enemigo imaginario llegado del Límite, sino el fuego! Ella no estaba allí para consolarnos cuando llorábamos, ni cuando gritábamos por la noche. Y lo que más duele es que su muerte se pudo evitar.

»Lo siento, amigos míos, perdonadme. —Las lágrimas le corrían por las mejillas y brillaban a la luz del sol. Michael se las enjugó con un pañuelo que, curiosamente, tenía a mano—. Es que esta misma mañana me enteré de que el fuego ha segado la vida de dos jóvenes padres, que dejan una niña huérfana. Esto me ha hecho recordar mi dolor, y no podía permanecer callado. —Michael había reconquistado a la audiencia. Muchos lloraban. Una mujer pasó el brazo alrededor de los hombros de un petrificado Richard y le susurró cuánto sentía la muerte de su madre.

»Me pregunto cuántos de vosotros sentís el mismo dolor con el que mi hermano y yo vivimos cada día. Por favor, que levanten las manos aquellos que tengan un ser querido o un amigo que resultaron heridos por el fuego, o que murieron. —Unas cuantas manos se alzaron y alguien lanzó un lamento.

»Ya lo veis, amigos míos —dijo Michael con voz ronca, extendiendo los brazos a ambos lados—, hay sufrimiento entre nosotros. No necesitamos buscar más allá de esta habitación.

Richard sintió un nudo en la garganta al recordar aquella noche de horror. Un hombre que creía que su padre lo había estafado perdió los estribos y volcó un candil que había sobre una mesa. Richard y su hermano dormían en la habitación de atrás cuando ocurrió. Mientras el hombre arrastraba a su padre afuera, sin dejar de golpearlo, su madre los sacó a los dos de la casa en llamas y luego corrió adentro para salvar algo. Nunca supieron qué. La mujer se quemó viva. Sus gritos hicieron al hombre recuperar el buen juicio, y él y su padre trataron en vano de salvarla. Transido de culpa y repugnancia por lo que había hecho, el hombre se marchó corriendo y gritando que lo sentía.

Su padre les dijo un millón de veces que eso ocurría cuando un hombre perdía la cabeza. A Michael le entraba por una oreja y le salía por la otra, pero a Richard le imbuyó el temor de dejarse llevar por la cólera y cada vez que estaba a punto de pasar, la reprimía.

Michael se equivocaba; lo que había matado a su madre no había sido el fuego sino un arrebato de furia.

—¿Qué podemos hacer para proteger a nuestras familias del peligro del fuego? —preguntó Michael suavemente, con la cabeza gacha y los brazos colgándole inertes a ambos lados—. No lo sé, amigos míos —se respondió a sí mismo, meneando la cabeza tristemente.

»Pero estoy formando una comisión para tratar este problema y exhorto a cualquier ciudadano preocupado a que presente sus sugerencias. Mi puerta siempre está abierta. Juntos podemos hacer algo. Juntos haremos algo.

»Y ahora, amigos míos, perdonadme y permitid que vaya a consolar a mi hermano, pues me temo que no se esperaba que sacara a colación nuestra tragedia personal y debo pedirle perdón.

Michael bajó de la plataforma de un brinco. La muchedumbre se apartó para dejarlo pasar. Algunos tendieron la mano para tocarlo, pero él no les hizo caso.

Richard permaneció inmóvil, con la vista fija en su hermano, que se acercaba a él. La gente se apartó. Sólo Kahlan se quedó a su lado, rozándole el brazo con los dedos. Los invitados se lanzaron de nuevo sobre la comida y empezaron a hablar animadamente entre ellos y sobre ellos, olvidándose de él. Richard se mantuvo firme y se tragó la rabia que lo invadía.

—¡Vaya discurso, ¿eh?! —se felicitó a sí mismo Michael, dando a su hermano una palmada en el hombro—. ¿Qué te ha parecido?

Richard clavó la vista en el dibujo del suelo de mármol.

—¿Por qué has tenido que hablar de su muerte? ¿Por qué has tenido que contárselo a todo el mundo? ¿Por qué la has utilizado?