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El mago lloró amargamente al recordar los buenos tiempos que habían pasado juntos. Habían sido unos buenos años. Aquellos años en los que había vivido alejado de la magia habían sido los mejores de su vida. Había tenido a alguien que lo amaba sin temor y solamente por él. Había tenido un amigo.

Richard recitaba el libro sin vacilar ni dudar una sola vez. Zedd se maravilló de que lo conociera tan bien y no pudo evitar sentirse orgulloso de él, aunque también deseó que Richard no tuviera tanto talento. Mucho de lo que decía se refería a cosas ya realizadas, como el modo de retirar las cubiertas de las cajas, pero Rahl el Oscuro no lo detuvo ni le pidió que recitara esos pasajes más rápidamente, por miedo a perderse algo. Escuchaba atentamente y en silencio, mientras Richard recitaba el libro a su propio ritmo. Sólo de vez en cuando Rahl le pedía que repitiera un pasaje determinado, para asegurarse de haberlo comprendido bien y se quedaba sumido en sus pensamientos, mientras Richard hablaba de ángulos del sol, de nubes y de vientos.

La tarde fue avanzando con el recitado del libro. Rahl escuchaba de pie frente a él, Michael amenazaba a Kahlan con el cuchillo y los dos soldados la sujetaban por los brazos. Chase seguía petrificado, con una mano dispuesta a empuñar la espada. Condenado y cautivo en su prisión invisible, Zedd se dio cuenta de que el procedimiento para abrir las cajas iba a durar más tiempo del que había imaginado. De hecho, duraría toda la noche. La razón por la que Rahl el Oscuro necesitaba tanta arena de hechicero era porque tendría que dibujar encantamientos. Las cajas debían colocarse exactamente de manera que los primeros rayos del sol invernal incidieran sobre ellas y la sombra que proyectara cada una de ellas dictaría su posición.

Aunque tenían idéntico aspecto, cada una de las cajas proyectaba una sombra distinta. A medida que el sol desaparecía en el horizonte, las sombras se iban alargando. Una caja arrojaba una sombra; otra, dos; y la tercera, tres. Ahora comprendía Zedd por qué el libro se llamaba el Libro de las Sombras Contadas.

Cuando el libro describía los encantamientos necesarios, Rahl el Oscuro ordenaba a Richard que se detuviera y los dibujaba en la arena blanca. El anciano ni siquiera había oído hablar de algunos de aquellos encantamientos, pero Rahl sí, y los dibujaba sin vacilar. Al anochecer, Rahl encendió antorchas alrededor del círculo de arena y, a la luz de las teas, fue dibujando los encantamientos en la arena blanca a medida que el Libro de las Sombras Contadas lo indicaba. Todos lo contemplaban en silencio. Zedd estaba impresionado por la pericia de mago que demostraba y lo inquietaba no poco ver las runas del inframundo.

Se trataba de trazar formas geométricas complejas, y Zedd sabía que debía hacerse sin ningún error y en el debido orden; dibujar cada línea en el momento adecuado y en el orden correcto. Si se cometía un error, quien las dibujaba no podía corregirlas, borrarlas ni empezar de nuevo desde el principio. Un error significaba la muerte.

Zedd había conocido a magos que se pasaban años estudiando un encantamiento antes de atreverse a trasladarlo a arena de hechicero, por miedo a cometer un error fatal. Pero Rahl el Oscuro no tenía ningún problema. Dibujaba con precisión y mano firme. Zedd nunca había visto a un mago con tanto talento. Al menos, se dijo amargamente, lo mataría el mejor. No podía evitar admirar la maestría de Rahl. Jamás había presenciado tal demostración de competencia mágica.

Tanto esfuerzo iba dirigido a descubrir qué caja debía abrir. Según el libro, podía abrir una de ellas cuando lo deseara. Por otros libros de instrucciones, Zedd sabía que todos aquellos esfuerzos no eran más que una precaución para impedir que la magia fuese usada a la ligera, para evitar que alguien decidiera por las buenas convertirse en el amo del mundo y que un libro mágico le dijera cómo. Pese a ser un mago de Primera Orden, Zedd no poseía los conocimientos necesarios para llevar a término las instrucciones del Libro de las Sombras Contadas. Rahl el Oscuro se había estado preparando para aquel momento casi toda su vida. Probablemente, su padre había empezado a enseñarlo cuando era niño. Zedd deseó que el fuego mágico que había consumido a Panis Rahl también hubiera acabado con su hijo, pero enseguida desechó la idea.

Al alba, Rahl el Oscuro acabó de dibujar todos los encantamientos y colocó las cajas encima de ellos. Cada caja, que se distinguía por el número de sombras que proyectaba, debía situarse sobre un dibujo en concreto. Rahl lanzó los hechizos. Cuando los rayos del sol del segundo día de invierno iluminaron la piedra, las cajas fueron colocadas de nuevo encima del altar. Zedd comprobó con asombro que las cajas proyectaban un número de sombras distinto al del día anterior; otra precaución. Siguiendo las indicaciones del libro, Rahl colocó la caja que arrojaba una sola sombra a la izquierda; la que arrojaba dos, en el centro; y la que arrojaba tres, a la derecha.

—Prosigue —ordenó a Richard, con la vista fija en las negras cajas.

El joven recitó, sin dudar.

—«Una vez dispuestas de este modo, el Destino puede ser gobernado. Una sombra es insuficiente para obtener el poder que preserve la vida del aspirante, y toda vida puede tolerar tres más. Pero el equilibrio se logra abriendo la caja de dos sombras; una sombra para ti y otra para el mundo, que será tuyo gracias al poder de la magia del Destino. La caja con dos sombras es la marca de un mundo sometido a un único poder. Ábrela y tendrás tu recompensa».

Lentamente, Rahl el Oscuro se volvió hacia Richard.

—Sigue.

Richard parpadeó.

—«Gobierna según tu elección». No hay más.

—Tiene que haber algo más.

—No, amo Rahl. «Gobierna según tu elección». No hay más.

Rahl agarró a Richard por la garganta.

—¿Te lo aprendiste todo? ¿El libro entero?

—Sí, amo Rahl.

—¡No puede ser! —exclamó Rahl, furioso—. ¡Ésa no es la caja correcta! ¡La caja que arroja dos sombras es la que me matará! ¡Ya te dije que he averiguado cuál de ellas me mataría!

—Os he recitado el libro tal como estaba escrito. Palabra por palabra —dijo Richard.

Rahl el Oscuro lo soltó.

—No te creo. Rebana el gaznate a la mujer —ordenó a Michael.

—¡No! —suplicó Richard, cayendo de rodillas—. ¡Me disteis vuestra palabra! ¡Dijisteis que no le haríais daño si yo decía lo que sabía! ¡Por favor! ¡Os he dicho la verdad!

Rahl alzó una mano para detener a Michael, sin apartar la mirada de Richard.

—No te creo. Dime la verdad ahora mismo o la mataré. Mataré a tu ama.

—¡No! —gritó Richard—. ¡Os he dicho la verdad! ¡Decir otra cosa sería mentir!

—La última oportunidad, Richard. Dime la verdad o Kahlan morirá.

—No puedo deciros otra cosa —sollozó Richard—. Si cambiara mis palabras, estaría mintiendo. Os he dicho todo tal como está escrito.

Zedd se levantó, con la mirada fija en el cuchillo que Kahlan tenía al cuello. La mujer tenía los ojos verdes desorbitados. El Anciano miró a Rahl el Oscuro. Era evidente que Rahl había encontrado una fuente de información alternativa al Libro de las Sombras Contadas, y ambas no coincidían. Era algo que solía ocurrir; Rahl el Oscuro debía saberlo. Siempre que se producía un conflicto como aquél, debía darse precedencia a la información contenida en el libro de instrucciones para aquella magia en concreto. Obrar de otro modo siempre resultaba fatal; era una salvaguarda para proteger la magia. Contra toda razón, Zedd deseó que la arrogancia de Rahl lo llevara a apartarse de las instrucciones del libro.