Выбрать главу

Este error u omisión le avergüenza, pero se dice a sí mismo que es muy tarde para repararlo. A medida que pasan los meses, que el trabajo está publicado y que aparecen las críticas universitarias, vive en el terror de ver un día levantarse a un viejo rumano llevando en la mano una especie de paquetes de oscuros periódicos publicados en Bucarest antes de la guerra y exclamando que este joven e impúdico hombre ha usado vergonzosamente el pensamiento de su distinguido y querido colega, el infortunado señor Nicolescu. Pero ningún rumano levanta su brazo acusador. Los años pasaron. El ensayo fue universalmente aceptado como algo de Eli. El final de sus estudios se acerca y varias universidades rivalizaban para tener el honor de que figurase entre sus investigadores avanzados.

Este episodio, sórdido, declara Eli como conclusión, simboliza el conjunto de su vida intelectual, una simple fachada sin profundidad a base de ideas prestadas. El plagio llevado a su punto culminante, además de una cierta e inefable habilidad para asimilar la síntesis de las lenguas arcaicas. Ni una sola vez ha aportado su contribución, por modesta que fuera, para el aumento de los conocimientos humanos. Sería perdonable, a su edad, si no hubiera ganado fraudulentamente la reputación prematura de ser uno de los pensadores más penetrantes en el dominio de la lingüística desde Benjamín Whirf. Y, ¿qué es en realidad? Un golem. Un conjunto ficticio, un nuevo Potemkin ambulante de la filosofía. Se esperaban ahora de él milagros de intuición y, ¿qué tenía que ofrecer? Ya no tenía nada, confesó amargamente. Desde hace tiempo había utilizado el último de los manuscritos rumanos.

Un silencio monstruoso descendió sobre nosotros. No podía mirarle. Era más que una confusión, era un harakiri, Eli acababa de destruirse ante mí. Siempre tuve algunas dudas, sí, sobre la supuesta profundidad de Eli, ya que, si bien estaba indudablemente bien dotado de una mente brillante, sus percepciones me daban a menudo la impresión de que las hubiera recibido indirectamente. Sin embargo, nunca hubiera imaginado de él este tipo de robo, esta impostura. ¿Qué podría decirle? Hacer castañear mi lengua como un cura, diciéndole: «Sí, hijo mío, has pecado gravemente.» El lo sabía; decirle que Dios le perdonaría porque es un Dios de amor, ni yo me lo creía. Probablemente, podría intentar con una dosis de Goethe diciéndole que la redención de los pecados por el bien es siempre posible. Vete, Eli, vete a construir hospitales y a secar pantanos y todo irá bien para ti.

Se quedó sentado en el suelo, esperando la absolución, esperando la palabra que le liberase de su yugo. Su rostro estaba vacío de toda expresión, su mirada devastada. Hubiera preferido que confesara cualquier insignificante pecado de la carne. Oliver había follado con su amigo, nada más. Un pecado que, para mí, ni siquiera lo era, que era más bien un buen rato de diversión. La angustia de Oliver no tenía base real, no era más que un conflicto entre el deseo natural de su cuerpo y el condicionamiento que la sociedad le había impuesto. En la Atenas de Pericles, no hubiera tenido nada que confesar. El pecado de Timothy, fuera el que fuera, era seguramente igual de vacío, basado, no sobre razones morales absolutas, sino sobre tabúes locales: a lo mejor se había acostado con una sirvienta, a lo mejor había espiado a sus padres mientras copulaban. El mío era una transgresión un poco más compleja, ya que había sentido alegría por la desgracia de los demás, pero eran una serie de sutiles circunstancias, a lo Henry James, y, en último análisis, insustanciales. Para Eli no era lo mismo. Si el plagio estaba en la base de sus espectaculares éxitos universitarios, entonces, ¿qué había en la base de Eli? No había nada, vacío, y, ¿qué absolución podía ofrecerle por eso?

Había tenido antes su pequeña evasión, y yo ahora tuve la mía. Me levanté, fui hacia él, tomé sus manos entre las mías y le levanté, luego pronuncié las palabras mágicas: expiación, contrícción, perdón, redención. Dirígete hacia la luz, Eli. Ningún alma está condenada eternamente. Trabaja duro, aplícate, persevera, intenta conocerte mejor, y la piedad divina caerá sobre ti, ya que tu debilidad viene de El y El no te castigará si tú le demuestras que eres capaz de trascender más allá de ella. Levantó la cabeza con aire absorto y se fue. Pensé en el Noveno Misterio, preguntándome si volvería a verle alguna vez. Recorrí la habitación de arriba abajo, meditando. Después, Satán me tentó y salí a ver a Oliver.

39. OLIVER

«Lo sé todo», me dijo Ned. «Conozco toda la historia.» Me sonreía tímidamente. Mirada dulce, sus ojos de perro apaleado inmersos en los míos. «No tengas miedo de lo que eres, Oliver, nunca hay que tener miedo de lo que se es. No te das cuenta de que es muy importante que te conozcas, que te explores tan lejos como puedas, y que después actúes en consecuencia. Hay tanta gente que levanta estúpidamente barreras entre ellos, muros hechos de abstracciones inútiles. Un montón de no-harás-nada, de no-osarás-nunca, y, ¿por qué? ¿Qué bien puede hacer todo eso?»

Su rostro estaba brillante. Un tentador, un demonio. Eli ha debido contárselo. Karl y yo, yo y Karl. Hubiera triturado su cabeza por esto. Ned rondaba a mi alrededor, gesticulando, como un gato, como un luchador dispuesto a lanzarse. Hablaba en voz baja, casi arrullante: «Déjate hacer, Oliver, LuAnn no lo sabrá. No iré gritándolo a los cuatro vientos. Déjate hacer, Oliver, por favor. No somos dos extraños. Hemos estado mucho tiempo alejados el uno del otro. Eres tú, Oliver, eres el verdadero tú que quisiera salir de su prisión, éste es el momento, Oliver. ¿Di, quieres? Aprovecha tu oportunidad. Yo estoy aquí». Y se acercaba a mí. Levantaba la cabeza para mirarme. El pequeño Ned que apenas si me llegaba a la altura del pecho. Sus dedos corrían ligeramente por mi antebrazo. «No», dije sacudiendo la cabeza. «¡No me toques, Ned!» Seguía sonriendo. Acariciándome. Murmuraba: «No me rechaces. Haciéndolo, te rechazas a ti mismo. Rechazas aceptar la realidad de tu propia existencia, y, ¿no puedes hacer eso, di, Oliver? No puedes hacerlo si quieres tener la eternidad para ti. Soy una etapa que debes franquear en tu viaje. Hace años que los dos lo sabemos, en nuestro fuero interno. Filtraba. Está en la superficie, Oliver. Todo sube a la superficie, todo converge, todo nos lleva a este instante. Aquí mismo, Oliver. En esta habitación, esta noche. ¿Sí? Di que sí, Oliver. ¡Di que sí!».

40. ELI

Ya no sabía quién era ni dónde estaba. Estaba en trance, en coma. Como mi propio fantasma, atormentado, por los pasillos del Monasterio de los Cráneos, recorría a la deriva los helados corredores sumidos en las tinieblas. Los cráneos de piedra que colgaban de los muros me miraban gesticulantes. Les devolví las muecas. Les guiñaba un ojo. Les mandaba besos. Miraba las hileras de puertas de roble macizo extendiéndose hasta el infinito, misteriosamente cerradas, y nombres no menos misteriosos atravesaban por mi mente: ésta es la habitación de Timothy, y la de Ned, y la de Oliver. ¿Quiénes son? Y ésta es la habitación de Eli Steinfeld. ¿De quién? Eli Steinfeld. ¿Cómo? E-li-Stein-feld. Continúo. Esta es la habitación del hermano Antony, y aquí duerme el hermano Bernard, y aquí el hermano Javier, hermano tal, hermano cual, ¿quiénes son todos estos hermanos y qué quieren decir sus nombres? Más puertas cerradas. Aquí deben dormir las mujeres. Abrí una puerta al azar. Cuatro camas, cuatro mujeres, mucha carne, completamente desnudas, tendidas sobre las arrugadas sábanas. Nada oculto. Muslos, nalgas, senos, vientres. Rostros adormecidos. Hubiera podido ir hacia ellas, metérsela, poseer a las cuatro una tras otra. Pero no. Prosigo. Llego a una sala sin techo donde las estrellas brillan a través de las espaciadas vigas. Aquí hace más frío. Cabezas de muerto pegadas a la pared. Un chorro de agua cae en cascada. Paso a las salas grandes. Ahí es donde nos enseñan los Dieciocho Misterios. Ahí, donde hacemos la gimnasia sagrada. Ahí, donde comemos nuestra comida especial. Y ahí, esa abertura en el suelo, ese omphalos, ese ombligo del universo, está la entrada al abismo. Tengo que bajar. Bajo. Olor a moho. No hay luz. La pendiente se eleva gradualmente. No es un abismo, sino un subterráneo. Me recuerda algo. Yo ya he pasado por aquí, pero en sentido contrario. Ahora hay una barrera. Una puerta de piedra. ¡Cede! ¡Cede! El túnel continúa. Recto, todo recto. Trombones y coros. Coro de bajos. Las palabras del Réquiem vibran en el aire: rex tremendae majestatis, que salvandos salvas gratis, salve me, fous pietatis. ¡Ya estoy fuera! Emerjo en el claro por donde entré por primera vez al Monasterio de los Cráneos. Ante mí, el desierto. Detrás el monasterio. Sobre mí las estrellas, la luna llena, la bóveda celeste. Y, ¿ahora? Avancé con paso incierto hasta el borde del claro, hasta la fila de cráneos del tamaño de un balón de baloncesto que lo bordeaban, tomé el estrecho sendero que lo unía con el desierto. No tenía ninguna idea en mente. Mis pies eran quienes me llevaban. Anduve durante horas, o días, o semanas. Poco después, a mi derecha, apareció una enorme roca, de basta textura, color sombrío, la marca, el cráneo gigante de piedra. Bajo el claro de luna, sus rasgos profundos sobresalían nítidamente, sus órbitas retenían los abismos de la noche. Meditemos, hermanos. Contemplemos el rostro detrás del cráneo. Me arrodillé. Utilizando la técnica que me había enseñado el piadoso hermano Antony, proyecté mi alma absorbiendo al gran cráneo de piedra, purgándome de toda debilidad frente a la muerte. ¡Te conozco, Cráneo! ¡No te temo, Cráneo! ¡Llevo a tu hermano detrás de mi rostro, Cráneo! Me burlé del cráneo, me divertía transformándolo, primero en un huevo liso y blanco, luego en un bloque de alabastro rosa sembrado de vetas amarillas, después en una esfera de cristal cuyas profundidades examinaba. La esfera me mostró las desaparecidas y doradas torres de Atlántida. Me mostró hombres abrigados en pieles de animales, saltando a la luz de las antorchas, ante mamuts pintados en los muros de una gruta ahumada. Me mostró a Oliver agotado y acurrucado en los brazos de Ned. Luego retransformé la esfera en un basto cráneo esculpido en la roca negra y, satisfecho, volví al sendero que conducía al monasterio. Pero, en lugar de entrar por el paso subterráneo, bordeé el edificio y recorrí el ala donde recibíamos instrucción de los hermanos, hasta que llegué al otro extremo del edificio, donde estaba el sendero que daba a los campos de labor. A la luz de la luna, intenté buscar malas hierbas, pero no las encontré. Acaricié las pimenteras, bendije a las bayas y a las raíces. Es la comida sagrada, la alimentación pura, la alimentación de la Vida Eterna. Me arrodillé entre los surcos, sobre la tierra húmeda llena de barro, y recé para que me fuera concedido el perdón a todos mis pecados. Me dirigí a la pequeña colina que se encuentra al oeste del monasterio. Subí a ella, me quité el pantalón y, desnudo en la noche, realicé los ejercicios de respiración sagrada. Agachado, inspirando tinieblas, incorporándolas a mi aliento interior, transformándolas en energía que canalizaba hacia mis órganos vitales. Mi cuerpo se disolvía. No tenía masa ni peso. Flotaba, bailaba sobre una columna de aire. Retenía el aliento durante siglos. Volaba durante eras. Me acercaba al estado de gracia auténtica. Era el momento de cumplir con el rito gimnástico, y lo hice con una soltura y agilidad que nunca antes había tenido. Me curvaba, giraba, me contorsionaba, brincaba, me estiraba, palmoteaba. Sentía cada músculo. Probaba mis capacidades hasta un límite insospechado.