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Ahora debemos estar, más o menos, por Pensilvania occidental, o en el este de Ohio, no sé exactamente. Nuestra meta para esta noche es Chicago. Los kilómetros pasan; las autopistas se suceden unas a otras y todas son muy parecidas. Estamos rodeados de colinas todavía inmersas en la desolación del invierno. Un sol pálido. Un cielo descolorido. De vez en cuando, una gasolinera, un restaurante o la pintura de algún pueblo sin alma divisado a través de los árboles.

Oliver condujo sin decir una sola palabra durante más de dos horas. Después le pasó las llaves a Timothy. Timothy llevó el volante durante cosa de media hora, se cansó y me pidió que le relevara. Soy algo así como el Richard Nixon del automovilismo: tenso, aplicado, agresivo, siempre calculando y deshaciéndome continuamente en excusas; es decir, un incompetente. A pesar de todos esos handicaps, Nixon logró ser el presidente; yo, a pesar de mi falta de atención y coordinación, saqué el carnet de conducir. Según la teoría de Eli, los americanos se dividen en dos categorías: los que saben conducir y los que no saben; los primeros sirven únicamente como animales reproductores y para trabajos de fuerza; los segundos encarnan el verdadero genio de la raza. Me considera algo así como un traidor a la intelligentsia porque sé distinguir el freno del acelerador, pero me da la impresión de que, después de comprobar cómo conduzco durante una hora, ha debido pasar a revisión su severo juicio. No soy un conductor, sino una pésima imitación de uno. El Lincoln Continental de Timothy me parece un autobús. Giro demasiado el volante y voy dando bandazos constantemente. Dadme un VW y os enseñaré de qué soy capaz. Oliver, que es un pésimo pasajero, acabó por perder la paciencia y me dijo que iba a conducir él otra vez. Ahora conduce él, auriga de dorados cabellos, hacia el sol poniente.

En un libro que leí no hace mucho, se esbozaba una metáfora estructural de la sociedad a partir de una película etnográfica sobre la caza de jirafas en la selva africana. Los guerreros habían herido a un gran animal con sus flechas envenenadas, pero tenían que seguir a su presa a través de las áridas soledades del Kalahari hasta que muriera, cosa que podía llevar una semana o, incluso, más. Los cazadores eran cuatro, unidos por estrecha alianza. El jefe, que iba a la cabeza del grupo. El shaman, o brujo, que invocaba la asistencia de los poderes sobrenaturales cuando la situación lo requería y que, además, servía de unión entre el carisma divino y la realidad del desierto. El cazador, célebre por su agilidad, elegancia, velocidad y fuerza, llevaba el mayor peso del grupo. Y por fin, el bufón, pequeño y feo, que se burlada de los misterios del shaman, de la beldad del cazador y de la autosuficiencia del jefe. Los cuatro constituían un organismo único, cada uno de ellos desempeñando un papel esencial en el desarrollo de la caza. A partir de ahí, el autor desarrollaba las polaridades del grupo, inspirándose en las teorías de Yeats sobre los giros en sentidos contrarios: el shaman y el bufón representaban el giro a la izquierda, el idealismo; el cazador y el jefe, el giro a la derecha, el racionalismo. Cada uno de los giros concretiza posibilidades inaccesibles al otro; cada uno es inútil sin el otro, pero juntos forman un grupo estable donde todas las funciones están equilibradas. De ahí sólo hay un paso hacia la última metáfora que nos eleva de la tribu a la nación: el jefe se convierte en el estado, el cazador en el ejército, el shaman en la iglesia y el bufón en el arte. Este coche transporta un macrocosmos. Timothy es nuestro jefe; Eli nuestro shaman, el bello Oliver nuestro cazador, y yo soy el bufón. Y yo soy el bufón.

10. OLIVER

Eli nos había guardado lo mejor para el final, para cuando todos estuvimos convencidos para hacer el viaje. Hojeaba las páginas de la traducción levantando la cabeza, frunciendo las cejas, simulando tener dificultad en encontrar el pasaje que quería leernos cuando sabía perfectamente dónde estaba. Luego, con voz solemne, leyó:

«Este es el Noveno Misterio: ¡El precio de una vida debe ser exigido a cambio de otra vida! Sabed, ¡oh nobles nacidos!, que cada eternidad debe ser compensada con una extinción y que pedimos de vosotros que el equilibrio ordenado sea conseguido serenamente. Aceptamos en nuestro seno a dos de vosotros. Dos deben ir a reunirse con la oscuridad. Así como por el hecho de vivir, morimos cada día, por el hecho de morir, viviremos eternamente. ¿Hay entre vosotros alguno que renuncie gustoso a la eternidad para beneficiar a sus hermanos de la figura de cuatro lados, para que ganen la comprensión y la auténtica abnegación? ¿Hay entre vosotros alguno al que sus compañeros estén dispuestos a sacrificar para ganar la comprensión de la exclusión? Que sean elegidas las víctimas. Que definan la calidad de su vida por la cualidad de su partida.»

Un poco confuso. Releímos y releímos el texto durante horas, dejando que Ned ejercitara sus músculos de jesuita, sólo para, finalmente, llegar a una conclusión horrible. Hacía falta que alguien se ofreciera voluntario a la muerte, al suicidio. Y dos de los sobrevivientes debían asesinar al tercero. Aquéllos eran los términos del pacto. ¿Tendríamos que cumplirlos al pie de la letra? ¿O sólo tenían un valor simbólico? En vez de suicidarse, puede que uno de nosotros tenga que irse tan mortal como llegó, renunciando a tomar parte en el ritual. Después, los otros dos deberían ponerse de acuerdo para que el tercero abandonara el santuario. ¿Era posible? Eli se inclinaba por verdaderos muertos. Por supuesto. Por supuesto, suele tomarse las cosas místicas demasiado al pie de la letra. Las irracionalidades de la vida le interesan más que las realidades. Ned, que nunca se toma nada en serio, está de acuerdo con Eli. No creo que tenga demasiada fe en El Libro de los Cráneos, pero su posición es que sí, que en todo esto hay algo de verdad, y que el Noveno Misterio debe interpretarse como la exigencia de dos muertes.

Timothy tampoco se toma nada en serio, aunque su forma de reírse del mundo sea totalmente diferente de la de Ned. Ned es un cínico consciente. A Timothy todo le tiene sin cuidado. Es una pose demasiado demoníaca en el caso de Ned, y sólo cuestión de tener demasiado dinero el padre, en el de Timothy. No se rompe la cabeza con lo del Noveno Misterio. Para él, como el resto de El Libro de los Cráneos, es una tontería.

¿Y Oliver?

Oliver no lo sabe muy bien. Tengo fe en El Libro de los Cráneos, sí, porque tengo fe y por tanto supongo que debo aceptar la interpretación literal del Noveno Misterio. Sí, pero me he metido en esto para vivir, no para morir, no he pensado de hecho, que yo pueda ser el que saque la paja más corta. Suponiendo que el Noveno Misterio corresponda exactamente a lo que creemos, ¿quiénes serán las víctimas? Ned ha dicho que a él le es indiferente morir o vivir. Una noche de febrero, borracho como una cuba, nos arengó durante dos horas con la estética del suicidio. Traspirando, con la cara enrojecida, agitando los brazos, resoplando. Lenin predicando encima de un cajón. De vez en cuando, nos interesábamos por coger el sentido general. De acuerdo, encomendemos a Ned su papel habitual y concluyamos con que sus propósitos de morir son, en último extremo, una actitud romántica. Eso hace de él, de todas formas, nuestro más firme voluntario para ese viaje obligatorio. ¿Y de víctima asesinada? Eli, naturalmente. No podía ser yo; me defendería demasiado, y me llevaría a la tumba por lo menos a uno de esos cerdos, y lo saben perfectamente. Ni Timothy: es fuerte como una montaña; no le matarían ni con una barra de hierro. Sin embargo, Timothy y yo podríamos cargarnos a Eli en menos de dos minutos.