– ¡Quédate sentado ahí abajo, sin moverte! Hablemos así.
– ¿Hasta que se haga de día? -preguntas.
– Hasta que tengas algo que decir. Te escucho.
Su voz quiere dar una orden, pero también se mezcla con un tono de plegaria que emana seducción, una especie de dulzura que no consigue retener. Dices que quieres ver sus reacciones a lo que digas, si no, hablarás al vacío y ni siquiera sabrás si se ha quedado dormida.
– Bueno, de acuerdo. ¡Desnúdate tú también! ¡Me harás el amor con los ojos!
Ahoga una risa y se yergue para ponerse una almohada en la espalda. Se sienta frente a ti, con las piernas abiertas. Cuando te has quitado la ropa, dudas en acercarte.
– ¡Siéntate en la silla, no te acerques! -te ordena.
La obedeces y te quedas desnudo delante de ella.
– Yo también quiero verte así, sentir tus reacciones -dice.
Dices que ahora eres tú el que posas para ella.
– ¿Qué tiene de malo? El cuerpo de los hombres también provoca deseo, no es tan desagradable.
En ese momento, parece estar pasándoselo bien, te muestra una sonrisa que transmite astucia.
– ¿Te estás vengando? ¿Es una forma de resarcirte? ¿Es eso? -preguntas bromeando. Quizá es eso lo que quiere.
– No, no pienses tan mal de mí…
En ese momento su voz parece estar envuelta en terciopelo.
– Eres muy dulce -añade en un tono que deja percibir el sufrimiento que hay en ella-. Eres un idealista, todavía vives en un sueño, en tus sueños.
Dices que no, vives en el presente, ya no crees en las mentiras con respecto al futuro, quieres vivir en el mundo real.
– ¿Nunca has tratado con violencia a una mujer?
Después de pensar durante un instante, dices que no. Claro que sexo y violencia están relacionados, dices, pero es otra cosa. Necesitas el consentimiento de tu pareja, nunca has violado a nadie. Le preguntas si los hombres con los que ha estado siempre han sido violentos.
– No necesariamente, pero hablemos de otra cosa.
Ha vuelto la cara para sentir el almohadón en la mejilla. No puedes ver su expresión. Pero dices que ya has tenido la sensación de que te violaran, de que te violara el poder político, que ha hecho lo que ha querido contigo, sin tener en cuenta tu opinión o tus deseos. La entiendes, entiendes su angustia, su tristeza, la presión que ha sufrido, no tiene nada que ver con un juego sexual. A ti te ocurrió lo mismo, necesitaste tiempo para darte cuenta. De hecho, no fuiste consciente de que te habían sometido a una especie de violación hasta que conseguiste la libertad. Hasta entonces los demás podían hacer contigo lo que quisieran, te veías obligado a someterte a la autocrítica y sólo podías decir lo que ellos esperaban que dijeras. Lo más importante era proteger tu mundo interior, tu confianza en ti mismo, si no, seguro que te habrías hundido.
– Me siento muy sola.
Dices que la entiendes, que te gustaría acercarte a ella para poder reconfortarla, pero que tienes miedo de que piense que sólo quieres acostarte con ella.
– No, no lo entiendes, un hombre no puede entender eso… -Su voz se ha convertido en una especie de quejido.
Le dices que la quieres. Al menos, en ese momento, es cierto que te has enamorado de ella.
– No hables de amor, es demasiado fácil, cualquier hombre puede decir eso.
– ¿Qué quieres que te diga, entonces?
– Lo que quieras…
– ¿Quieres que te diga que eres una puta? -preguntas.
– ¿Para volver a excitarte? -responde con cierta piedad.
Añade que no es un objeto sexual, que espera tener un lugar en tu corazón, que le gustaría estar realmente en comunión con tus sentimientos y que no quiere que la manipules. Sabe que te está pidiendo mucho, casi un imposible, pero eso es exactamente lo que le gustaría.
15
Recuerda que durante su infancia leyó un cuento, del que hoy ya ha olvidado el título y el autor, que explicaba la siguiente historia:
En un reino lejano, todos los habitantes llevaban un espejo en el pecho, en el que se reflejaban todos los malos pensamientos del que lo llevara. De este modo, nadie se atrevía a mentir para que no se le cayera la cara de vergüenza o no lo expulsaran del reino, que se había convertido en un lugar de hombres honestos. Cuando el héroe del libro entró en el reino de la pureza extrema -quizá lo hizo por error, ya no lo recordaba con claridad-, también colocaron sobre su pecho un espejo en el que aparecía un corazón de verdad, lo que provocó un gran alboroto entre la gente y dejó atónito al propio protagonista. No recordaba lo que le había ocurrido a ese héroe, pero sí que se sintió perplejo e incómodo al leerlo. Todavía conservaba la inocencia de un niño, pero, aun así, sintió un poco de miedo, aunque no sabía exactamente de qué. Esta impresión se disipó al convertirse en adulto; sin embargo, quiso cambiar su vida y tener la conciencia tranquila para poder dormir sin tener pesadillas.
El primero que le habló de mujeres fue su compañero de colegio Luo, que era bastante mayor que él y muy maduro para su edad. Luo publicó en segundo ciclo de secundaria algunos poemas en una revista, lo que hizo que sus compañeros lo apodaran el Poeta. Él también sentía una gran admiración por Luo. Sin embargo, el Poeta nunca pudo ir a la universidad. Aquel verano jugaba a baloncesto en la cancha vacía de la escuela. Corría él solo con la pelota, sin camiseta, debido al insoportable calor, hasta que quedó empapado de sudor, para liberar su exceso de energía. Daba la sensación de que a Luo no le importaba demasiado haber suspendido los exámenes y afirmaba que su único deseo era poder ir a pescar a las islas Zhoushan, eso le reafirmaba que Luo era realmente un poeta nato.
Un verano, en el que salió de la capital para ir a su pueblo de vacaciones, encontró a Luo en el mercado que estaba cerca de su casa. Llevaba una bata blanca atada a la cintura y vendía queso de soja. Luo le sonrió levemente, se desató la bata y, para ir con él, dejó a cargo del puesto a una señora gorda que vendía verduras al lado. Luo le explicó que había sido pescador durante dos años, y que cuando regresó, como no tenía trabajo, aceptó el puesto de vendedor y contable de una cooperativa de hortalizas, que estaba administrada por un comité de barrio.
Luo vivía en una verdadera cabaña, que tenía una única habitación y estaba construida con pedazos de ladrillos y láminas de bambú entrelazadas, cubiertas de cal. La habitación estaba separada en dos: su madre dormía en la parte interior, y la parte exterior servía de cocina y de sala de estar. Un palmo del tejado sobrepasaba la pared sobre la que habían elevado unas placas de amianto y de cemento que formaban una pequeña habitación; probablemente la había construido él. En la parte más baja, donde no se podía poner de pie, había un catre. A su lado, había una mesita con un solo cajón. En el otro lado, frente a la pared, una estantería de mimbre para los libros. Todo estaba bien ordenado y limpio. Le enseñó su diminuta habitación un día en que la madre de Luo se había ido a trabajar a la fábrica. Le pidió que se sentara delante de la mesa, mientras que él se sentó sobre el catre.
– ¿Sigues escribiendo poesía? -le preguntó.
Luo abrió el cajón y sacó un cuaderno en el que había copiado unos poemas con buena letra, cada uno con su fecha.
– ¿Son poemas de amor? -le preguntó mientras hojeaba el cuaderno. Nunca habría imaginado que un chico tan independiente en el colegio pudiera escribir cosas tan sentimentales. Recordó los poemas de Luo que el viejo profesor de lengua leyó delante de toda la clase, en los que daba rienda suelta a su ardor juvenil, y que no tenían nada que ver con los que tenía en aquel momento ante sus ojos. Le habló de ese recuerdo.
– Los escribí para publicarlos, pero no lo he conseguido. Estos los he escrito para una putilla -dijo Luo, y le habló de mujeres-. Esa puta jugó con mis sentimientos; luego conoció a un funcionario del Partido, diez años mayor que ella, y, mientras espera el certificado de matrimonio, le hace jerseys en casa. Estos poemas los he recuperado, porque me los devolvió. Ahora ya no escribo nada.