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Detrás de la abertura que había en los alambres de espino, unos trabajadores con un brazalete, un casco de seguridad de mimbre y una barrena en la mano cortaban el paso. Mostró su carné de trabajo, el guardia echó un vistazo y le indicó que entrara. De todos modos, no era del lugar, era ajeno a aquella lucha entre las dos facciones. Avanzó por el medio de la avenida desierta, bajo el sol cegador que hacía que se fundiera el asfalto. «Es poco probable que pierdan la cabeza en pleno día», se dijo a sí mismo.

«¡Bang!» Un estallido seco cortó la calma asfixiante que entorpecía a las personas. Tardó un poco en comprender que se trataba de un disparo y examinó cada lado de la calle. Había un eslogan escrito con gruesos caracteres en el muro de la fábrica: «Luchemos hasta la última gota de sangre para proteger la línea proletaria revolucionaria del Presidente Mao». Entonces lo relacionó con el estallido y echó a correr, pero se paró de inmediato para que no diera la sensación de que tenía especiales motivos para huir y se convirtiera en el blanco de algún fusil. Se subió a la acera con paso decidido y caminó siguiendo el muro.

Le era imposible saber de dónde venía el disparo. ¿Era para prevenir a los peatones o habían disparado contra él? No tenían motivos para matarlo, a él, que caminaba solo por la avenida, que no tenía nada que ver con aquella lucha a muerte entre dos facciones. Sin embargo, si lo alcanzaban, ¿quién sería testigo? De repente se dio cuenta de que corría el riesgo de morir de un disparo sin comerlo ni beberlo, y que su destino dependía por completo de la suerte. Se metió en una callejuela que también estaba vacía; daba la sensación de que todos los habitantes hubieran abandonado el barrio. De pronto tuvo miedo, y en aquel momento comprendió como una ciudad podía entrar en una guerra sin dificultad, como las personas se podían convertir en enemigos en un instante y enzarzarse en una lucha a vida o muerte en nombre de una línea política totalmente invisible.

En la plaza de delante de la estación, un gran número de personas hacían cola frente a las taquillas cerradas. Eran viajeros que esperaban. Preguntó a alguien que tenía delante de él cuándo empezaría la venta de billetes. El hombre hizo una mueca para mostrarle que no tenía ni idea. Se puso en la fila de inmediato. Poco después, otras personas que no supo de dónde habían salido, se añadieron a la cola detrás de él. Nadie llevaba mucho equipaje, y no había niños ni ancianos, tan sólo mozos robustos, a excepción de una chica con trenzas que estaba a dos pasos de él. A veces ella miraba de reojo hacia atrás, y, cuando cruzaba la vista con alguien, bajaba de inmediato la cabeza. Daba la sensación de que tenía miedo de que alguien la reconociera. Pensó que todos los que estaban haciendo cola para comprar los billetes debían de estar huyendo del peligro. Sin embargo, el hecho de que hubiera tantas personas en la plaza lo tranquilizó. Se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo.

De pronto, los de su alrededor se agitaron y la fila se rompió sin que supiera qué estaba ocurriendo. Paró a alguien para averiguar qué pasaba. Le dijeron que iban a cerrar el río. No supo lo que eso significaba hasta que le explicaron que ni el barco ni el tren podrían pasar. Otro dijo que habría una masacre. ¿Quién iba a masacrar a quién? Imposible conseguir una respuesta. La cola desapareció en un instante y no quedaron más que unas pocas personas aisladas que, como él, no tenían adonde ir. Se aproximaron poco a poco y volvieron a hacer cola delante de las taquillas de la estación. Formaron una cola menor, como si fuera el único medio de mantenerse. Cuando el sol se inclinaba hacia el oeste y la aguja gorda del reloj de la estación marcó las cinco pasadas, todavía no se había presentado nadie en las taquillas.

Sin saber qué estaba ocurriendo, las personas que esperaban empezaron a tomar conciencia de la situación y dejaron de esperar estúpidamente. Se pusieron a la sombra a charlar o a fumarse un cigarrillo. Uno de ellos daba su opinión sin cesar, afirmaba que los dos bandos estaban entablando las últimas negociaciones, que el ejército intervendría pronto, que el tránsito ferroviario no podía estar cortado por mucho tiempo y que seguramente se reanudaría al día siguiente, al menos eso era lo que creía. Él ya no buscaba más información, la chica todavía estaba allí, con la cabeza gacha, los brazos abrazando las rodillas, acurrucada en un rincón, a cierta distancia de los demás.

Tuvo ganas de comprar algo de comer antes de que se hiciera de noche. En el peor de los casos se acostaría sobre el suelo de cemento, pondría la mochila de almohada, y contemplaría las estrellas. Era verano, sería fácil. Se alejó de las taquillas para ir a dar una vuelta. Todos los comercios cercanos a la estación estaban cerrados y no había ni un solo restaurante abierto. A cada lado de la plaza las calles estaban igualmente desiertas, hacía horas que no pasaba por allí ningún vehículo. Empezó a notar que aquel ambiente era muy tenso y a preocuparse de verdad. No se atrevió a ir muy lejos y regresó a la estación. La sombra de la torre se alargaba hasta el centro de la plaza, y delante de las taquillas el grupo todavía había disminuido más, pero la chica continuaba acurrucada en el mismo lugar, mientras que el hombre que no paraba de hablar se había callado.

La sombra de la torre del reloj cubría ahora casi toda la plaza. Su contorno parecía mucho más claro en contraste con la luz del sol, que disminuía. ¿Para qué quedarse esperando un tren que no se sabía cuándo iba a pasar en una estación donde nadie se conocía? ¿Y si la vía estaba totalmente cortada? ¿Y si había estallado una guerra civil?

«¡Bang, bang, bang!» Sintieron las detonaciones sordas en el pecho. Todos se levantaron. Luego oyeron otros disparos, sin duda de una ametralladora, no lejos de allí. La gente se dispersó, él también corrió, inclinado hacia adelante, bordeando un muro. Ya está, es la guerra, pensó. Entró por un pasaje estrecho al abrigo de las balas, rodeado de sacos amontonados a la altura de un hombre, y se refugió en un almacén. Se detuvo, jadeando, y escuchó otra respiración fuerte; la chica también estaba allí, apoyada contra los sacos, sin aliento.

– ¿Dónde se han metido los demás? -preguntó él.

– No sé.

– ¿Adonde vas?

La joven no respondió.

– Yo voy a Beijing.

– Yo… yo también -respondió ella tras un instante de vacilación.

– ¿No eres de aquí? -preguntó sin obtener respuesta.

– ¿Estudiante? -insistió, sin éxito.

La noche caía, se había levantado un viento fresco, sintió que su camisa empapada de sudor se le pegaba a la espalda.

– Hay que encontrar un lugar para pasar la noche, sería peligroso quedarse aquí -dijo. él.

Una vez salió del almacén, se volvió hacia atrás y vio que la joven le seguía en silencio manteniendo una distancia de dos o tres pasos. Él le preguntó:

– ¿Sabes dónde hay un hotel?

– Cerca de la estación, pero sería muy peligroso ir allí. Al lado del río también hay uno, pero está un poco lejos -respondió la muchacha en voz baja; parecía conocer muy bien el lugar. Él se dejó llevar.

Llegaron a una pequeña calle de viejas casas, situada por debajo del dique. Algunos jóvenes estaban de pie delante de las viviendas o sentados a la entrada, y hablaban sobre la inminente situación de guerra. Como las balas no podían alcanzarles, sentían curiosidad y una cierta excitación. Las tiendas y las casas de comidas estaban cerradas, pero dos entradas iluminadas señalaban los hoteles, en realidad albergues antiguos, como los que hospedaban antaño a los comerciantes que estaban de viaje o a los pequeños artesanos. Uno tenía el letrero de completo, en el otro sólo había una habitación con una cama.