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El mar Negro se calienta y el Mediterráneo se enfría. Por esa razón, las aguas han comenzado a filtrarse en las inmensas cavernas que se forman al estirarse y combarse el fondo de las plataformas marítimas y, como resultado de estos movimientos tectónicos, el fondo de los estrechos de Gibraltar, de los Dardanelos y del Bósforo está comenzando a levantarse. Uno de los últimos pescadores con los que he hablado a orillas del Bósforo me contaba que ahora su barca encalla en aguas en las que antes necesitaba soltar tanta cadena como alto es un alminar para poder anclar y me preguntaba: ¿Es que al Presidente del Gobierno no le importa este asunto?

No lo sé. Lo que sé son las consecuencias que en el futuro próximo tendrá este proceso, que al parecer cada vez avanza con mayor rapidez. Está claro que dentro de muy poco tiempo ese lugar paradisíaco que en tiempos llamábamos «El Bósforo» se convertirá en un pantanal negro donde resplandecerán pecios de galeones cubiertos de barro oscuro como fantasmas que enseñan sus dientes brillantes. No es difícil suponer que al final de un largo verano ese pantanal se secará y se volverá fangoso aquí y allá como el fondo de un modesto arroyo que riega un pueblo, e incluso que las hierbas y las margaritas brotarán en las laderas regadas por cloacas que fluirán rugientes como cataratas de miles de anchas cañerías. Una nueva vida comenzará en ese profundo y salvaje valle en el que la Torre de Leandro se alzará como una colina, como una terrible y auténtica torre.

Hablo de los nuevos barrios que empezarán a levantarse en el vacío de ese barrizal al que antiguamente se llamaba «El Bósforo» entre las miradas de funcionarios del ayuntamiento provistos de libretas de multas corriendo de acá para allá: de las chabolas, de las barracas, de los bares, cabarets y lugares de esparcimiento, de los parques de atracciones con sus tiovivos, de los garitos de juego, de las mezquitas, de los conventos de derviches y los centros de facciones marxistas y de talleres de plásticos y de fábricas de medias de nailon de mala calidad… En medio de ese alboroto demencial podrán verse los restos, caídos de lado, de los barcos de la Compañía Hayriye junto a chapas de gaseosa y campos de medusas. En el último día en que de repente se retiren las aguas aparecerán entre las columnas jónicas cubiertas de algas y junto a los trasatlánticos americanos embarrancados, esqueletos de celtas y licios que imploran con sus bocas abiertas a desconocidos dioses prehistóricos. También puedo imaginar que esa civilización, que se alzará entre tesoros bizantinos cubiertos por mejillones, tenedores y cuchillos de plata y latón, barriles de vino milenario y botellas de gaseosa y afiladas proas de galeras, sacará el combustible necesario para encender sus antiguas cocinas y lámparas de un ajado petrolero rumano con las hélices clavadas en el pantanal. Pero para lo que de veras tenemos que estar preparados es para la nueva epidemia que surgirá de ese hoyo maldito regado por las cataratas de un verde intenso de las aguas fecales de todo Estambul, de los gases venenosos que brotarán de subterráneos prehistóricos, de las marismas secas, de los restos de delfines, rodaballos y peces espada y de los ejércitos de ratas que habrán descubierto su nuevo paraíso. Lo sé y lo advierto: ese día nos afectará a todos el desastre que ocurra en esa zona enferma que será sometida a cuarentena rodeándola de alambre de espinos.

Contemplaremos entonces desde nuestros balcones, desde los que en otros tiempos veíamos el reflejo de la luz de la luna brillando argéntea en las aguas sedosas del Bósforo, el brillo azulado del humo de los cadáveres quemados a toda prisa porque no pueden ser enterrados. Saborearemos ese hedor acre e irritante, mezclado con moho, de los muertos pudriéndose en las mismas mesas en las que antes tomábamos rakt oliendo la frescura embriagadora de los árboles de Judas y las madreselvas en las riberas del Bósforo. Ya no se oirán las corrientes del Bósforo en esos muelles en los que se alineaban las barcas de los pescadores ni los cantos relajantes de los pájaros en primavera sino los gritos de los que se lanzan unos contra otros con un terror mortal después de haber conseguido todo tipo de espadas, dagas, oxidadas cimitarras, pistolas y fusiles arrojados al mar en mil años de miedo a los registros. Los habitantes de Estambul que en tiempos vivían en pueblecitos a la orilla del mar ya no abrirán de par en par las ventanillas de los autobuses para sentir el olor de las algas cuando regresen agotados a casa por las tardes; al contrario, encajarán periódicos y trozos de tela en las rendijas de las ventanas de los autobuses del ayuntamiento que den a esa terrible oscuridad de abajo iluminada por llamas para que no se filtre al interior el olor a cadáveres podridos y a cieno. A partir de ese momento ya no miraremos los farolillos y los fuegos de artificio en los cafés de la ribera en los que nos mezclábamos con vendedores de globos y tortas con miel sino el resplandor rojo sangre de las minas que estallan llevándose consigo a los niños curiosos que las toquetean. Los raqueros, que antes se ganaban la vida recogiendo monedas bizantinas de ínfimo valor y latas de conserva vacías que el mar tormentoso arrojaba a las playas, abandonarán sus casas de madera en los pueblecitos, antes a la orilla de las torrenteras, y se la ganarán con molinillos de café, relojes de cuco con el pajarito envuelto en algas y pianos de cola cubiertos por una coraza de mejillones. Uno de esos días yo me introduciré silenciosamente por entre los alambres de espino para buscar en ese nuevo infierno un Cadillac negro.

El Cadillac negro era el ostentoso automóvil de un bandido (sería demasiado por mi parte llamarle «gángster») cuyas aventuras seguí hace treinta años cuando era un reportero novato y que era el propietario de un garito a cuya entrada había dos cuadros de Estambul que me encantaban. En Estambul sólo tenían un coche parecido Dagdelen, el millonario del ferrocarril, y Maruf, el rey del tabaco de aquellos tiempos. Nuestro bandido, cuyas últimas horas nosotros, los periodistas, narramos durante una semana hasta el punto de convertirlo en leyenda, se lanzó volando con su Cadillac a las aguas oscuras del Bósforo desde el cabo de las Corrientes mientras iba acompañado por su amante una medianoche en que la policía le pisaba los talones, según ciertas declaraciones porque iba borracho de grifa y según otras como un bandolero que a sabiendas lanza su caballo por un precipicio. Ahora soy capaz de adivinar dónde podré encontrar ese Cadillac que los buceadores buscaron sin resultado entre la corriente del fondo del mar y que poco después olvidaron tanto periódicos como lectores.

Estará allí, en las profundidades del valle al que antes llamábamos «El Bósforo», en la parte más honda de un precipicio cenagoso señalado por botas y zapatos sueltos de setecientos años de edad en los que forman sus nidos los cangrejos y huesos de camellos y botellas con cartas de amor escritas a amantes desconocidas, en un lugar por detrás de las laderas cubiertas por bosques de mejillones, algo más allá del pecio de una barcaza en cuyo interior se ha levantado a toda prisa un laboratorio de heroína y el arenal lleno de ostras y percebes regados por cubetadas de sangre de los caballos y asnos sacrificados por los fabricantes de embutidos ilegales.

Mientras busco el coche en aquella silenciosa oscuridad que apesta a putrefacción a la que he descendido y oigo el claxon de los automóviles que pasan por el camino de asfalto al que antes se llamaba «carretera de la costa» y que ahora más bien parece una carretera de montaña, me encontraré con los esqueletos de conspiradores de palacio que siguen doblados en dos en los mismos sacos en que se ahogaron y de popes ortodoxos que se abrazan a sus cruces y cetros con balas de cañón atadas a los tobillos por una cadena. Al ver el humo azulado que surge del periscopio, ahora usado como chimenea de la cocina, del submarino inglés cuya hélice se enredó en la red de un pescador cuando pretendía torpedear al vapor Gülcemal, que transportaba tropas a los Dardanelos, y que se hundió en el fondo del mar después de que su proa chocara con las rocas cubiertas de algas, comprenderé que ha sido barrido de esqueletos ingleses, con la boca abierta por la falta de aire, y que son compatriotas míos, que se están adaptando tranquilamente a su nuevo hogar construido en talleres de Liverpool, quienes toman su té vespertino en porcelana china en el sillón tapizado de terciopelo del capitán. Más allá, en la oscuridad, estará el ancla oxidada de un acorazado del kaiser Guillermo; me guiñará la nacarada pantalla de un televisor. Veré los restos no saqueados de un tesoro genovés, una bombarda con su corto cañón atascado por el barro, imágenes e ídolos cubiertos de mejillones de naciones y pueblos desaparecidos y las bombillas fundidas de una lámpara de techo dorada cabeza abajo. Según vaya bajando, caminando entre el barro y las rocas, veré esqueletos de galeotes que contemplan las estrellas pacientemente sentados, encadenados a sus remos. Collares que cuelgan de los árboles de algas. Quizá no les preste atención a las gafas y a los paraguas, pero sí miraré por un momento, con atención y temor, a los cruzados que, completamente armados, acorazados y equipados, montan esqueletos de magníficos caballos que testarudamente aún se mantienen en pie. En ese momento comprenderé aterrorizado que aquellos esqueletos de cruzados con sus símbolos y armas cubiertos de moluscos vigilan el Cadillac negro que se encuentra justo junto a ellos.