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Dejan atrás el claro y desembocan en un ancho arenal rodeado de árboles y maleza que cercan y casi cubren un rancho precario hecho de lata y madera y paja y barro, las paredes apuntaladas por unos troncos vastos. No se ve a nadie. Se aproximan a la construcción.

– Agustín -llama Rogelio.

El Ladeado aparece de golpe, desde detrás del rancho.

– Mi papá fue al almacén, tío -dice.

– ¿Y Teresa? -dice Rogelio.

Una mujer rotosa y sucia sale del rancho. Es flaquísima y está descalza.

– Buen día -dice.

– Qué decís, Teresa -dice Rogelio-. Manda decir tu hermana si no podes ir ayudarla con la comida para ahora el mediodía. Y si no que mandes a la Teresita.

– Voy, cómo no -dice.

– ¿Y Agustín? -dice Wenceslao.

– Ha de estar en el boliche -dice Teresa-. Recién salió.

Una chica de unos doce años, flaca como su madre e idéntica a ella, tan rotosa, sucia, flaca, negra y seria como ella, sale del interior del rancho y se para junto a su madre, sin decir palabra. La mujer la mira.

– Salude a los tíos -dice.

– Buen día -dice la chica.

– Cómo te va, Teresita -dice Wenceslao.

Rogelio le pasa la mano por la cara. El Ladeado mira al grupo desde lejos, con atención intensa y cuidadosa.

– ¿Los muchachos están en el criadero? -pregunta Rogelio.

– Sí -dice Teresa.

– Hay que avisarles que vayan a comer a casa también -dice Rogelio.

Aunque hablan con la mujer y sonríen a las criaturas, Rogelio y Wenceslao parecen mantenerse a distancia. La construcción precaria del rancho está casi ahogada de maleza y rodeada de suciedad. Un perro de policía, enorme, flaco, sucio y serio como la mujer y la nena, los mira de entre los matorrales. A dos metros de la entrada del rancho hay un montón de basura. El perro sale de entre la maleza y empieza a escarbar la basura, volviendo de vez en cuando la cabeza hacia el grupo con aprensión y resentimiento.

– Nosotros le avisamos a Agustín porque ahora vamos para el almacén -dice Rogelio-. Manda al chico al criadero para que le diga a los muchachos.

– Bueno -dice la mujer.

– Han de ser ya las diez -dice Rogelio.

– En seguida voy -dice la mujer-. En seguidita.

Dejan atrás también el rancho y ahora caminan a la par por el arenal rodeado de árboles; hay algarrobos y espinillos y curupíes y también paraísos. La luz del sol atraviesa sus copas. Wenceslao mira el cielo y ve el sol, pero desvía rápido la mirada porque el disco incandescente destella arduo y amarillo. A mediodía estará en lo alto del cielo, porque sube despacio, sometiendo a las sombras a una reducción lenta; por un momento permanecerá inmóvil en lo alto, el disco al rojo blanco y lleno de destellos paralelo a la tierra y sus rayos verticales chocando contra las cosas, penetrando con incisión sorda la materia que cambia en reposo aparente; la luz llevará por el aire el reflejo de los ríos y de los esteros y lo proyectará sobre el camino de asfalto que corre liso hacia la ciudad creando ante los ojos de los viajeros espejismos de agua.

Entre silencios intermitentes las voces resonaban agudas y rápidas, pueriles, elevándose por encima de las cabezas ensombreradas o desnudas, enredándose y repercutiendo en la fronda fría de los paraísos y de los algarrobos plantados en semicírculo en el patio delantero del almacén. Los caballos atados a los árboles permanecían quietos, bajo la sombra, sin una mata de pasto para tascar, sacudiendo de vez en cuando la cabeza para espantar las moscas monótonas que les zumbaban alrededor.

Salas el músico levantó el vaso de cerveza y se mandó un trago.

– No ha sido la peor -dijo.

– La peor ha sido la del sesenta te digo -dijo el otro Salas.

No eran ni parientes lejanos, pero se parecían tanto uno al otro que eso en el fondo los irritaba y siempre los hacía discutir. Tenían el mismo bigote negro, el mismo pelo oscuro, la misma nariz afilada, los mismos pómulos salientes por encima de las mejillas hundidas y la misma piel tostada y endurecida por años de intemperie. Los otros tres los contemplaban.

– Qué va ser -dijo Salas el músico-. La peor fue la del cinco, que no la vio ni vos ni ninguno de los que están aquí presentes. El finado mi abuelo me sabía contar que una noche se acostó con el agua a una cuadra y que amaneció inundado.

– ¿Y la del sesenta, que se llevó terraplén y todo? -dijo el otro Salas, mirando a los tres oyentes con los ojos muy abiertos, para ganárselos a su favor.

– Todo esto que se ve ahora, en la del cinco era agua -dijo Salas el músico, abarcando con un ademán vago todo lo que los rodeaba. Pareció dotar de vaguedad a su ademán de un modo deliberado, como si esa vaguedad diese un aire más preciso de inconmensurabilidad a lo que estaba señalando.

– Yo he visto con mis propios ojos las lanchas que iban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén -dijo el otro Salas.

– Qué lo parió -dijo con admiración reflexiva el más joven de los tres que escuchaban. Tenía una camisa colorada y una cara seria y angulosa y era el dueño de la motocicleta cuyas partes niqueladas refulgían al sol.

– Sí -reconoció Salas el músico-. Fue muy brava. Pero la del cinco fue peor. Cómo habrá sido, que cuando mi abuelo murió el último pensamiento que tuvo fue para la inundación.

El otro Salas se echó a reír. Sus dientes brillaban, limpios, blancos y regulares. Salas el músico lo contempló, entrecerrando los ojos. Sus labios cerrados y apretados bajo el bigote negro impedían ver lo idénticos que eran sus dientes a los del otro. El otro Salas tomó cerveza y el de camisa roja lo imitó, encendiendo después un cigarrillo. No convidó. Se limitó a dejar el paquete sobre la mesa y a encender un fósforo con la uña, aplicando después la llama al cigarrillo que colgaba de sus labios oscuros y estriados. Excepción hecha del otro Salas, ninguno más se rió. Se quedaron callados, serios y retraídos, tomando de vez en cuando un trago de cerveza.

– No es para reírse -dijo Salas el músico después de un momento, mirando con los ojos entrecerrados al otro Salas-. El último pensamiento que tuvo fue para la inundación del cinco. Dijo que había tenido miedo, y recién después se murió.

– Porque tu abuelo no vio la del sesenta -dijo el otro Salas.

– No, no la vio, pobrecito -dijo uno de los que escuchaban.

Salas el músico miró al que había hablado, un hombre gordo con una blusa azul descolorida. El hombre gordo tenía barba de tres días y se rascaba la cabeza echándose hacia atrás el sombrero. Gotas de un sudor sucio le corrían por entre la barba.

– Chin lo conoció bien -dijo Salas el músico, señalando al hombre gordo con un movimiento de cabeza-. Chino mi abuelo, ¿era hombre de decir mentira por verdad?

Chin sacudió despacio la cabeza, pasándose la lengua por el labio superior para sorber el sudor.

– Nunca -dijo.

Los ojos de Salas el músico, tan parecidos a los del otro Salas, emitieron chispazos de satisfacción. Alzó la cabeza, dirigiéndola apenas hacia la puerta del almacén.

– ¡Berini! -gritó.

– ¡Bueno! -respondió de inmediato una voz desde el interior del almacén.

– ¡Pese un poco de queso y corte un salamín! -ordenó Salas el músico, siempre con la cabeza vuelta apenas hacia la puerta del almacén y chispazos de satisfacción en los ojos.

El otro Salas no lo miraba.

– Hasta se llevó una locomotora con los vagones y todo -dijo Salas el músico, dirigiéndose otra vez a los de la mesa-. No quedó un solo rancho. Y por diez años no se vio ni un ratón ni una comadreja en toda la zona. En la ciudad el agua llegó hasta el centro. Hay fotos que lo atestiguan.

El otro Salas escupió. El de la camisa roja se levantó y corrió la motocicleta para que no le diera el sol, apoyándola contra el fragmento de pared sobre el que caía la sombra de los árboles.

– ¿Me vas a decir ahora que en la del sesenta los vapores no pasaban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén? -dijo el otro Salas.

– ¿Cómo te lo voy a decir si yo mismo lo vi? -dijo Salas el músico-. Pero la del cinco fue peor.

Chin tomó su vaso de cerveza y volvió a llenarlo. Había cuatro botellas vacías sobre la mesa.

– En seguida sudo lo que tomo -dijo, arrugando la cara.

El que todavía no había hablado le dio un golpecito en el brazo.

– Entonces sudas todo el día -dijo, y se rió solo.

– ¿Y por casa? ¿Cómo andamos? -dijo Chin.

– Si no hay una gota -dijo el otro, sacudiendo la botella que Chin acababa de vaciar.

– Ya viene -dijo Chin.

– ¡Berini! -gritó Salas el músico.

– ¡Va! -respondió la voz de Berini.

– ¡Una cerveza blanca! -gritó Salas el músico-. ¡La paga Chin!

Todos se echaron a reír a carcajadas. Los caballos se agitaron un poco y en seguida volvieron a tranquilizarse. Como no corría el más mínimo aire, las voces rápidas y las risas chillonas persistían como inmóviles engendrando su propia refracción y resonando. Entre las risas exclamaron como para sí mismos "¡Está bien!" o "¡Hay que joderse!" o "¡Qué desgraciado!" y los ojos de Salas el músico chispeaban de satisfacción, hasta que de un modo gradual hicieron silencio otra vez y entonces pudo oírse una abeja que entró en el patio zumbando por encima de sus cabezas, entre la fronda fría de los árboles. Después incluso la abeja dejó de oírse y Berini apareció haciendo chasquear sus alpargatas sobre el piso de tierra y dejando la botella de cerveza fría sobre la mesa de metal. Estaba limpio, bien peinado, y tenía puesto un saco pijama blanco que parecía recién planchado. Salas el músico distribuyó la cerveza en los cinco vasos mientras Berini retiraba las cuatro botellas vacías y se las llevaba para adentro, dos en cada mano, haciéndolas tintinear. La cerveza dorada se llenaba de luz y emitía reflejos por debajo del cuello de espuma blanca y opaca. Los cinco hombres bebieron casi al mismo tiempo.