¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi? De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos.
Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y los borregos no saben de chismes.
Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.
Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía andar ya porque le fallaban las piernas: «Camino y camino y no ando nada. Se me doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de aquellos cerros.» Me contó que se había pasado dos días sin comer más que puros yerbajos. Eso me dijo.
¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba bebiéndose la leche de mis borregas.
Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos. Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.
Y estaba re flaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los güesos hasta dejarlos pelones.
«El animalito murió de enfermedad», le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.
Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no sé nada. ¡Con decirle que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo plato!
¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ora sí.
Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdedizo. ¿Pero yo qué sabía? Yo no soy adivino. Él solo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando lágrimas.
Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado. Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no sé de otras cosas.
EN LA MADRUGADA
San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y detrás de él aparece el humo negro de las cocinas, oloroso a encino quemado, cubriendo el cielo de cenizas. Allá lejos los cerros están todavía en sombras.
Una golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer toque del alba.
Las luces se apagaron. Entonces una mancha como de tierra envolvió al pueblo, que siguió roncando un poco más, adormecido en el color del amanecer.
Por el camino de Jiquilpan, bordeado de camichines, el viejo Esteban viene montado en el lomo de una vaca, arreando el ganado de la ordeña. Se ha subido allí para que no le brinquen a la cara los chapulines. Se espanta los zancudos con su sombrero y de vez en cuando intenta chiflar, con su boca sin dientes, a las vacas, para que no se queden rezagadas. Ellas caminan rumiando, salpicándose con el rocío de la hierba. La mañana está aclarando. Oye las campanadas del alba en San Gabriel y se baja de la vaca, arrodillándose en el suelo y haciendo la señal de la cruz con los brazos extendidos.
Una lechuza grazna en el hueco de los árboles y entonces él brinca de nuevo al lomo de la vaca; se quita la camisa para que con el aire se le vaya el susto, y sigue su camino.
«Una, dos, diez», cuenta las vacas al estar pasando el guardaganado que hay a la entrada del pueblo. A una de ellas la detiene por las orejas y le dice estirando la trompa: «Ora te van a desahijar, motilona. Llora si quieres; pero es el último día que verás a tu becerro.» La vaca lo mira con sus ojos tranquilos, se lo sacude con la cola y camina hacia delante.
Están dando la última campanada del alba.
No se sabe si las golondrinas vienen de Jiquilpan o salen de San Gabriel; sólo se sabe que van y vienen zigzagueando, mojándose el pecho en el lodo de los charcos sin perder el vuelo; algunas llevan algo en el pico, recogen el lodo con las plumas timoneras y se alejan, saliéndose del camino, perdiéndose en el sombrío horizonte.
Las nubes están ya sobre las montañas, tan distantes, que sólo parecen parches grises prendidos a las faldas de aquellos cerros azules.
El viejo Esteban mira las serpentinas de colores que corren por el cielo: rojas, anaranjadas, amarillas. Las estrellas se van haciendo blancas. Las últimas chispas se apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la punta de la hierba.
«Yo tenía el ombligo frío de traerlo al aire. Ya no me acuerdo por qué. Llegué al zaguán del corral y no me abrieron. Se quebró la piedra con la que estuve tocando la puerta y nadie salió. Entonces creí que mi patrón don Justo se había quedado dormido. No les dije nada a las vacas, ni les expliqué nada; me fui sin que me vieran, para que no fueran a seguirme. Busqué donde estuviera bajita la barda y por allí me trepé y caí al otro lado, entre los becerros. Y ya estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando vi al patrón don Justo que salía de donde estaba el tapanco, con la niña Margarita dormida en sus brazos y que atravesaba el corral sin verme. Yo me escondí hasta hacerme perdedizo arrejolándome contra la pared, y de seguro no me vio. Al menos eso creí.»
El viejo Esteban dejó entrar las vacas una por una, mientras las ordeñaba. Dejó al último a la desahijada, que se estuvo brame y brame, hasta que por pura lástima la dejó entrar. «Por última vez -le dijo-; míralo y lengüetéalo; míralo como si fuera a morir. Estás ya por parir y todavía te encariñas con este grandullón.» Y a éclass="underline" «Saboréalas nomás, que ya no son tuyas; te darás cuenta de que esta leche es leche tierna como para un recién nacido.» Y le dio de patadas cuando vio que mamaba de las cuatro tetas. «Te romperé las jetas, hijo de res.»
«Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el patrón don Justo, que me dio de patadas a mí para que me calmara. Me zurró una sarta de porrazos que hasta me quedé dormido entre las piedras, con los huesos tronándome de tan zafados que los tenía. Me acuerdo que duré todo ese día entelerido y sin poder moverme por la hinchazón que me resultó después y por el mucho dolor que todavía me dura.
»¿Qué pasó luego? Yo no lo supe. No volví a trabajar con él. Ni yo ni nadie, porque ese mismo día se murió. ¿No lo sabía usted? Me lo vinieron a decir a mi casa, mientras estaba acostado en el catre, con la vieja allí a mi lado poniéndome fomentos y cataplasmas. Me llegaron con ese aviso. Y que dizque yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser; pero yo no me acuerdo. ¿No cree usted que matar a un prójimo deja rastros? Los debe de dejar, y más tratándose de un superior de uno. Pero desde el momento que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser, ¿no cree usted? Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de hasta el momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino encima, hasta allí va muy bien la memoria; después todo está borroso. Siento que me quedé dormido de a tiro y que cuando desperté estaba en mi catre, con la vieja allí a mi lado consolándome de mis dolencias como si yo fuera un chiquillo y no este viejo desportillado que yo soy. Hasta le dije: ¡Ya cállate! Me acuerdo muy bien que se lo dije, ¿cómo no iba a acordarme de que había matado a un hombre? Y, sin embargo, dicen que maté a don Justo. ¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra, verdad? Vaya, menos mal, porque si dijeran que había sido con un cuchillo estarían zafados, porque yo no cargo cuchillo desde que era muchacho y de eso hace ya una buena hilera de años.»