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– ¿Dándole todavía? -se impacientó el patrón-. Decididamente, no tienes ni idea de cómo se afila un cuchillo.

– Ya veremos, ya veremos -dijo el mozo, con aires de triunfo.

– Sigo esperando al coreano -replicó el patrón buscándole las vueltas.

– Paciencia -le aconsejó el aprendiz.

Empuñando la chaira, comenzo a repasar la hoja con aplicación. Entre los apretados labios, le asomaba al exterior de la boca la punta de la lengua. El patrón sonrió con malicia y escupió en el aserrín, acertándole de lleno a un grueso moscardón verde.

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– Pare aquí -dijo Pelagia dando un golpecito en el hombro al chófer.

Éste obedeció. Ella le largó dos billetes de mil francos y echó pie a tierra. Llevaba una falda negra y una camisa blanca generosamente escotada.

El chófer la contempló según se alejaba y chasqueó la lengua.

– Por este precio, de buena gana me la tiraba todas las noches -dijo con indignante grosería.

Ella se dirigió hacia la playa a grandes zancadas. Eran cerca de las ocho. De vez en cuando volvía la cabeza. Al verla pasar, dos hombres se detuvieron.

– ¡Hum…! -comentó el primero.

– Sí -respondió el segundo.

La noche se cerraba con toda presteza. Pelagia caminaba ya por la playa de Palavas. No había nadie por los alrededores en aquel momento. Por fin llegó al lugar de la cita. Todavía no era la hora acordada. Se dejó caer sobre la arena y se dispuso a esperar.

Silencioso como una sombra, él surgió a sus espaldas. Ella advirtió su presencia.

– ¡Mi cochinillo rosado! -suspiró.

Él estaba nervioso.

– Me fastidia -dijo-. Kharbine no está en Corea del Norte. Lo he mirado en un mapa.

– ¿Y qué importa? -volvió a suspirar Pelagia-. Cualquier cosa antes que acostarme con ese individuo. No lo dudes ahora, Goloubtchik.

El mozo hizo por recordar la técnica de los paracaidistas a los que había visto en faena en el cine. Al mismo tiempo, su natural sentido de la limpieza le inspiró una idea.

– Entra dentro del agua -dijo-. Así no mancharemos nada.

La mujer entró en el agua.

De manera brutal, el joven la obligó a girar sobre sí misma y, colocándole el pulgar debajo de la nariz, le echó la cabeza hacia atrás. El cuchillo se hundió en la carne. Una vez nada más.

– ¡Caramba! -dijo el mozo retirando el arma-. Esta vez el patrón no podrá decir que estaba mal afilado.

A sus pies, el cadáver se desangraba en el agua ennegrecida.

– Bueno, ya está -murmuró el joven-. He mantenido la palabra empeñada.

Una masa contundente se estrelló de improviso sobre su sien, haciéndole derrumbarse sin sentido.

El agente F-5 emitió un silbido casi imperceptible. Una canoa se aproximó al lugar.

– Súbelo a bordo -dijo-. Este cerdo me ha evitado un desagradable trabajito.

El hombre de la canoa tiró del cuerpo del aprendiz.

– Una inyección de N.R.F. [15] -continuó el otro-, y lo devolvemos a casita.

Registraron el cuerpo inerte. La herida había dejado de sangrar. Uno de ellos recogió el arma y la arrojó lo más lejos que pudo.

La billetera, el cinturón. Había que deshacerse también de todo aquello. A continuación, empujaron el cuerpo hacia la orilla. Era preciso que alguien llegase a dar con él. F-5 tenía necesidad de cubrirse las espaldas con relación a Mackinley.

El zumbido de la pequeña canoa parecía sonar con sordina. F-5 se subió a ella. El frágil casco se sumergió un poco más en el agua acusando su peso.

– Vamos -dijo-. Nos queda trabajo todavía.

La mancha negra de la embarcación desapareció entre las sombras.

(1949)

Los perros, el deseo y la muerte

Cuento publicado originalmente con el seudónimo de «Vernon Sullivan». (N. del E.)

Me han jodido… Mañana voy a la silla. Pero lo escribiré en cualquier caso, pues me gustaría dejar una explicación. El jurado, como es natural, no comprendió nada. Además, Slacks está muerta. Me resultaba difícil hablar sabiendo que no me creerían. Si Slacks hubiera podido arrojarse del coche, si hubiera podido venir a contarlo… Pero por fin todo ha terminado. Ya no hay nada que hacer. Al menos en este mundo.

Lo malo, cuando se es taxista, son las maniáticas costumbres que se adoptan. Se circula durante todo el día y, por fuerza, acaban por conocerse todos los barrios. Hay algunos que se prefieren a otros. Conozco tipos, por ejemplo, que se dejarían hacer picadillo antes de llevar a un cliente a Brooklyn. Yo los llevo de buen grado. Los llevaba, quiero decir, porque ya no podré volver a hacerlo. Sí, es cuestión de costumbre. Como ésa que me dio de pasar casi todas las noches, hacia la una, por el Three Deuces. Cierta vez llevé a ese sitio a un cliente borracho perdido. Se empeñó en que entrara con él. Cuando salí, conocía de sobra el género de chicas que en aquel antro podían encontrarse. El resto vino rodado, como podrán comprobar por ustedes mismos…

Todas las noches, entre la una menos cinco y la una y cinco, pasaba por el lugar. Ella salía mas o menos a esa hora. En el Deuces actuaban cantantes con mucha frecuencia, y yo sabía quién era ella. La llamaban Slacks porque llevaba pantalones más a menudo que cualquier otro tipo de indumentaria [16]. Después los periódicos dijeron también que era lesbiana. Casi siempre salía acompañada por los dos mismos fulanos, su pianista y su contrabajo, y se metían los tres en el coche del primero. Hacían un pase por otro antro, como diversión, y regresaban más tarde al Dcuces para acabar la noche. Esto lo supe más tarde.

Nunca permanecía demasiado tiempo allí. No podía conservar libre mi taxi durante todo el rato ni tenerlo estacionado demasiado tiempo. Siempre había más clientes en aquel lugar que en ningún otro sitio del recorrido habitual.

Pero, en la noche de la que hablo, tuvieron una agarrada entre los tres que resultó cosa seria. Ella le atizó al pianista un soberano puñetazo en el rostro. Tenía la mano singularmente pesada la maldita. Lo tiró al suelo con tanta facilidad como lo hubiese hecho un poli. Desde luego, él iba bastante bebido, pero aunque hubiera estado sobrio creo que se habría caído. Sólo que, borracho como una cuba, quedó tendido en la acera, mientras que el otro intentaba reanimarle arreándole bofetadas tales como para arrancarle la cocotera. No pude ver el final porque la chica optó por largarse. Abrió la portezuela del taxi y se sentó a mi lado, en el traspontín. Después encendió un mechero, y se puso a contemplarme colocándomelo debajo de las narices.

– ¿Quiere que encienda la luz?

Contestó que no, y apagó el mechero. Nos pusimos en marcha. Un poco más lejos, después de haber girado en York Avenue, le pregunté la dirección, pues me di cuenta de que todavía no me había dicho nada.

– Todo recto.

A mí me daba lo mismo, claro está; el contador estaba funcionando. Así que continué recto. A esa hora sigue habiendo gente en los barrios de las boîtes, pero en cuanto se deja el centro, se acabó: las calles están desiertas. Nadie lo cree, pero pasada la una, es peor que los suburbios. Algunos coches solamente, y un tipo de vez en cuando.

Después de la idea de sentarse a mi lado, no cabía esperar gran cosa de la normalidad de la chica. La veía de perfil. Tenía el pelo negro llegándole hasta los hombros, y el tono de piel tan pálido que le daba aspecto casi enfermizo. Los labios pintados de un rojo casi negro, daban a su boca la apariencia de una oscura madriguera. El coche seguía su camino. Por fin se decidió a hablar.

– Déjeme conducir.

Paré el automóvil. Estaba decidido a no llevarle la contraria. Había visto la manera en que acababa de poner fuera de combate a su amigo, y no me apetecía en absoluto tener que vérmelas con una hembra como aquélla. Me disponía a echar pie a tierra cuando me agarró por el brazo.

– No merece la pena. Pasaré por encima de usted. Haga sitio.

Se sentó primero sobre mis rodillas y, a continuación, se deslizó a mi izquierda. Era de carnes firmes como una barra de hielo pero su temperatura era muy otra.

Se dio cuenta de que la cosa me había afectado; se puso a sonreír, pero sin malicia. Tenía aspecto de estar casi contenta. Cuando arrancó, pensé que la caja de velocidades de mi viejo cacharro iba a explotar. Nos hundimos como veinte centímetros en los respectivos asientos, tan brutal fue su manera de poner el coche en marcha.

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[15] Non Remember Fluid, suero amnésico puesto a punto por el Servicio Secreto Norteamericano durante la última guerra mundial. (N. del A.). También, siglas de la Nouvelle Revue Francaise, revista francesa de literatura fundada en 1908 por la editorial Gallimard. (N. del T.).

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[16] Cierto tipo de pantalón deportivo muy suelto con pliegues en la cintura. (N. del T.)