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La agitación de Candy Pollard aumentaba por momentos desde que habían aparecido Bobby y Frank. Ahora, retiró la mano de la garganta de Julie, se apartó unos pasos y miró a Frank con expresión triunfal.

Por lo que Bobby pudo apreciar, aquella mirada fue inútil, pues Frank se encontraba en la cocina con ellos pero no estaba allí. Si percibía todo cuanto sucedía y entendía su significado, no cabía duda de que hacía una labor excelente para fingir lo contrario.

Señalando el suelo, Candy dijo:

– Ven aquí y arrodíllate, matricida.

Los gatos huyeron del trozo de linóleo agrietado que el demente había indicado.

Las mellizas permanecían alertas aunque fingían indolencia. Bobby vio que los gatos fingían indiferencia de la misma forma pero revelaban su interés enderezando las orejas. Violet y Verbina descubrían su curiosidad con el latir del pulso en las sienes y, casi de forma obscena, con la erección de sus pezones bajo el tejido de las camisetas.

– He dicho que vengas aquí y te arrodilles -repitió Candy-. ¿O quieres traicionar de verdad a las únicas personas que te han tendido la mano para ayudarte los últimos siete años? Arrodíllate o mataré a los Dakota, a ambos. Los mataré ahora.

Candy no proyectaba la presencia aterradora de un psicópata sino la de un ser auténticamente sobrenatural, como si le animaran una legión y unas fuerzas de más allá del conocimiento humano.

Frank avanzó un paso, separándose de Bobby.

Otro paso.

Luego, se detuvo y miró a los gatos en torno suyo como si algo de ellos le desconcertara.

Bobby no supo nunca si Frank se había propuesto provocar las sangrientas consecuencias que siguieron a su acción, ni si sus palabras habían sido calculadas, ni si había hablado por pura perplejidad y estaba tan sorprendido como todos por la hecatombe que siguió. Sea como fuere, el hombre miró ceñudo a los gatos, luego a la más audaz de las mellizas y exclamó:

– ¡Ah! Entonces, ¿madre está todavía aquí? ¿Está aquí en la casa, con nosotros?

La melliza tímida se puso rígida pero la audaz pareció relajarse, como si la pregunta de Frank le hubiese ahorrado la molestia de decidir el momento y lugar apropiados para hacer ella misma esa revelación. Se volvió hacia Candy y le sonrió de la forma más sutil que Bobby había visto en su vida: fue una sonrisa burlona pero también una invitación al posible amante; vacilante por el miedo pero, simultáneamente, desafiadora; ardiendo de lujuria pero templada por el temor; y, sobre todo, fue tan salvaje, feroz e incivilizada como la expresión de las criaturas que merodean por los campos y bosques del mundo.

Candy acogió aquella sonrisa con una expresión de infinito horror e incredulidad, que le hizo parecer, por un instante, casi humano.

– ¡No puedo creer que lo hicierais! -dijo.

La sonrisa de la melliza audaz se acentuó.

– Después de que la sepultaras, nosotras la desenterramos. Ahora ella es parte de nosotros, y siempre lo será, parte de nosotros, parte de la manada.

Los gatos agitaron las colas y miraron fijamente a Candy.

El grito que surgió de él no fue humano y la celeridad con que apresó a la melliza audaz fue portentosa. La empujó con su cuerpo hasta el frigorífico y la oprimió contra él mientras le agarraba la cara con la mano derecha y le golpeaba repetidamente la cabeza contra la amarillenta superficie esmaltada. Luego, la alzó aferrándola por la estrecha cintura e intentó arrojarla al suelo como pudiera hacer un niño furioso con una muñeca, pero ella, ágil como un gato, le rodeó la cintura con ambas piernas y cruzó los tobillos, poniéndole casi ambos pechos en la cara. Candy la golpeó con los puños pero ella no aflojó su presa, se mantuvo firme hasta que la lluvia de golpes cesó y entonces se dejó resbalar hasta que su pálida cara quedó cerca de la hambrienta boca. Candy aprovechó la oportunidad que se le brindaba y le arrancó la vida de una dentellada.

Los gatos dejaron oír un chillido aborrecible, aunque esta vez no como una sola criatura, y huyeron de la cocina en todas direcciones.

Candy acabó con la vida de su hermana en menos de un minuto, entre sus propios alaridos y los espeluznantes gritos eróticos de ella.

Bobby y Julie no intervinieron porque de haberlo hecho se habrían metido en el embudo de un tornado para encontrar una muerte cierta sin lograr aplacar la tempestad. Frank mantuvo la curiosa indiferencia que ahora parecía ser su única actitud.

Inmediatamente, Candy se revolvió contra la melliza tímida y la destruyó incluso con más rapidez porque la joven no ofreció resistencia.

Cuando el gigantesco psicópata dejó caer el maltratado cuerpo, Frank decidió cumplir por fin la orden que se le había dado, se acercó a su hermano y le cogió la mano. Entonces, tal como esperaba Bobby, Frank viajó y Candy le acompañó, pero no por su propia energía sino como un pasajero de sidecar, como le había ocurrido a Bobby.

El silencio después del tumulto fue estremecedor.

Sudorosa y mareada por lo que había presenciado, Julie echó hacia atrás la silla. Sus piernas, entumecidas como si fueran de corcho, se tambalearon sobre el linóleo.

– No -dijo Bobby. Y acudiendo rápidamente a ella la indujo a sentarse. Le cogió la mano sana-. Espera, todavía no, mantente al margen…

El silbido hueco.

Un furioso remolino de viento.

– ¡Bobby! -exclamó ella aterrorizada-. Los dos están volviendo, vayámonos, salgamos de aquí ahora que podemos.

El la obligó a permanecer en la silla.

– No mires. Yo debo mirar para asegurarme de que Frank lo ha entendido, pero tú no necesitas hacerlo.

La música atonal se dejó oír otra vez y el viento esparció el olor a sangre de las mujeres muertas.

– ¿De qué me estás hablando?

– Cierra los ojos.

Por supuesto, Julie no cerró los ojos porque no era una persona que hubiera apartado la vista ni huido de nada.

Los Pollard reaparecieron de regreso de la breve visita que habían hecho a algún lugar tan lejano como el monte Fuji o tan cercano como la casa del doctor Fogarty, y, con toda probabilidad, a diversos lugares. Los viajes repetidos y a velocidad frenética eran la clave del éxito del ardid que Bobby había expuesto a Frank en el coche. Los hermanos no eran ya dos seres humanos distinguibles, pues Frank era la conciencia orientadora de aquellos traslados y su capacidad para guiarlos mediante una reconstitución libre de errores menguaba de prisa, empeoraba con cada viaje. Ambos se habían fundido uno en otro, estaban unidos biológicamente más que dos hermanos siameses. El brazo izquierdo de Frank se había hundido en el costado derecho de Candy como si intentase pescar algo entre los órganos internos de su hermano. La pierna derecha de Candy se amalgamaba con la izquierda de Frank, dejándolos sólo con tres extremidades para sustentarse.

Había todavía más anomalías, pero eso fue todo lo que pudo percibir Bobby antes de que los dos se desvanecieran otra vez. Frank necesitaba un movimiento continuo para conservar el control y no dar a Candy la oportunidad de desplegar su energía hasta que el amasijo fuera tan completo que imposibilitara la reconstrucción adecuada de ninguno de los dos.

Al comprender lo que estaba sucediendo, Julie se quedó absolutamente inmóvil con la mano rota recogida en el regazo y apretando con la otra la de Bobby. Éste vio que lo entendía sin necesidad de explicaciones: Frank estaba sacrificándose por ambos, y lo menos que podían hacer era ser testigos de su coraje, tal como mantenían vivos en su recuerdo a Thomas y Hal, a Clint y Felina.

Era uno de los deberes más sagrados y fundamentales que los buenos amigos y familiares se comprometían a cumplir unos con otros: cuidar la llama del recuerdo para que la muerte de un ser querido no significase su desaparición inmediata del mundo; en cierto sentido, el difunto seguía viviendo después de muerto, al menos mientras vivieran los que le amaban. Tales recuerdos eran un arma esencial en el caos de la vida y la muerte, un modo de asegurar cierta continuidad de una generación a otra, una garantía de orden y significado.