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El movimiento Negro 5 demandó veinte minutos, y el Maestro empleó cuarenta y uno para Blanco 6, el primer período de deliberación considerable en el encuentro. Como se había convenido que el jugador, cuyo turno fuera a las cuatro de la tarde, lacraría su jugada, esta jugada le correspondería al Maestro, a menos que se decidiera en dos minutos. Negro 11 de Otake había ocurrido dos minutos antes de la hora. El Maestro lacró su Blanco 12 veintidós minutos después de la hora.

El cielo, claro a la mañana, se había nublado. La tormenta que provocaría inundaciones tanto en el este como en el oeste de Japón estaba en camino. [14]

11

La segunda sesión en Koyokan debería haber comenzado a las diez. Por un desentendimiento se postergó para las dos. Yo era un mirón, al margen de todo; pero era evidente la consternación de los organizadores. Prácticamente toda la Asociación se había lanzado a escena, según deduje, y estaba reunida en la habitación contigua.

Llegué al mismo tiempo que Otake, que sostenía una gran valija.

– ¿Por qué el equipaje?-le pregunté.

– Bueno, es que tenemos que salir para Hakone hoy. Y nos quedaremos encerrados allí durante el resto del certamen -contestó con sus bruscos modos, habituales antes de cada sesión.

Ya me habían dicho que los contrincantes irían directamente de Koyokan a la posada de Hakone. Pero las dimensiones del equipaje de Otake me sorprendieron.

El Maestro no había combinado nada para trasladarse.

– ¿Ésa era la idea? -dijo al enterarse-. En ese caso yo llamaría al barbero.

Esto le bajó los humos a Otake, que había llegado totalmente preparado para volver a su casa al final del certamen, en aproximadamente unos tres meses. El Maestro estaba violando lo pactado. Pronto la irritación de Otake se apaciguó, pues nadie parecía estar demasiado seguro de la precisión con la que las condiciones habían sido comunicadas al Maestro. Deberían haberse asumido con solemnidad y respeto, y este modo de romperlas tan pronto y con tanta naturalidad inquietó a Otake sobre el último tramo del certamen. Los organizadores habían fallado al no explicárselas al Maestro y en no explicitarlas de nuevo. Nadie estaba dispuesto a desafiarlo, sin embargo. Estaba él en una clase aparte, y la solución más fácil era lisonjear al joven Otake para seguir jugando en Koyokan. Otake se mostró bastante terco.

Si el Maestro no se había enterado del traslado a Hakone ese día, bueno, qué podía hacerse. Había una reunión en otra sala, y se sentían pasos apresurados por los corredores, mientras Otake desaparecía por un largo rato. Sin nada mejor que hacer, esperé al costado del tablero. Poco después de la hora habitual del almuerzo, se tomó una decisión: la sesión sería de dos a cuatro, y tras dos días de descanso el certamen continuaría en Hakone.

– Por cierto que no podemos empezar a jugar en dos horas -dijo el Maestro-. Esperemos hasta llegar a Hakone y tengamos una sesión apropiada.

Era una concesión, pero no estaba autorizado a eso. Estas observaciones ya provocaron discordia esa mañana. La propia disciplina del juego debería haber evitado cambios arbitrarios en el esquema. El juego de Go solía estar controlado en ese tiempo por reglas inflexibles. Pero condiciones más complicadas habían sido establecidas para el Maestro en el último juego, a fin de mantener bajo control su obstinación pasada de moda, y para quitarle un estatus especial, asegurando una completa equidad.

El sistema de "lacrar a los jugadores en latas" era operativo y debía seguirse hasta el final. Era conveniente que los jugadores fueran directamente de Koyokan a Hakone. El sistema significaba que ellos no debían abandonar el lugar asignado o, a menos que recibieran autorización, encontrarse con otros jugadores hasta el final del juego. Debía preservarse la inviolabilidad del encuentro; se diría que incluso hasta desconociendo la dignidad humana, casi. Pero no obstante, al hacer el balance, la integridad y la probidad de los jugadores quedaban preservadas. En un certamen que iba a durar tres meses, con sesiones que tenían lugar con intervalos de cinco días, tales precauciones parecían doblemente necesarias. Sin importar cuáles fueran los deseos de los propios jugadores, el peligro de la interferencia externa era real, y una vez que aumentaran las incertidumbres, éstas no tendrían fin. El mundo del Go debe, por supuesto, resguardar su conciencia y su ética, y parecían pequeñas las posibilidades de replantear un juego que se extendería durante muchas sesiones, y menos que se considerara la opinión de los propios jugadores; pero, nuevamente, una vez que se hiciera una excepción, no habría límites para otras.

En la última década de la vida del Maestro, éste jugó sólo tres certámenes. En todos ellos cayó enfermo cuando promediaban. Quedó postrado en cama tras el primero, y después del tercero murió. Los tres finalizaron pero, a causa de los recesos, el primero demandó dos meses, el segundo cuatro, y el tercero, anunciado como el último, aproximadamente seis meses. El segundo se había realizado en 1930, cinco años antes del último. Wu del quinto rango era el desafiante. Ambos contrincantes estaban en delicado equilibrio cuando el encuentro llegó a las instancias medias, y aproximadamente en Blanco 150 el Maestro pareció quedar en una posición más endeble. Luego, en Blanco 160, hizo la más extraordinaria de las jugadas, y su segunda victoria quedó así asegurada. Corría el rumor de que la jugada había sido concebida por Maeda del sexto rango, uno de los discípulos del Maestro. Incluso ahora se la pone en duda. El propio Maeda negó la suposición. El juego se prolongó por cuatro meses, e indudablemente los discípulos del Maestro lo estudiaban con enorme interés. Blanco 160 por cierto podría haber sido inventada por alguno de ellos, y tal vez, como se trataba de una notable concepción, alguno se la transmitió al Maestro. Quizás, también, la jugada fuera del propio Maestro. Únicamente él y sus discípulos sabían la verdad.

La primera de las tres competencias, en 1926, fue realmente entre la Asociación y un grupo rival, el Kiseisha, y se enfrentaron los jefes de los dos grupos, el Maestro y Karigané del séptimo rango; y no hay duda de que, durante los dos meses que duró, los grupos rivales estudiaron con ahínco el juego. Uno no puede, de todos modos, decir si aconsejaron a sus respectivos líderes. Dudaría sobre ello. El Maestro no era de los que pedían consejo, y tampoco era un hombre a quien acercársele para darle uno. La solemnidad de su arte era tal que lo reducía a uno al silencio.

Hasta en este último encuentro hubo rumores. ¿Era el receso, aparentemente a causa de su enfermedad, de hecho una estratagema de su parte? A mí, que asistí al juego hasta el final, estos argumentos me resultan imposibles de creer.

Sorprendió a los organizadores, y a mí mismo, que Otake decidiera su primera jugada en Ito, cuando el juego se reanudó tras tres meses de receso, durante doscientos once minutos: tres horas y media. Él inició su reflexión a las diez y media de la mañana, y con un descanso al mediodía de una hora y media, jugó, finalmente, cuando el sol de otoño se ocultaba y una luz eléctrica pendía sobre el tablero.

Eran las tres menos veinte cuando finalmente jugó Negro 101.

Levantó la vista riéndose.

– Qué tonto soy. No me debería haber tomado ni un minuto dar el salto. Tres horas y media decidiendo si saltar o deslizarme. Ridículo. -Y se rió de nuevo.

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[14] Ésta es la tormenta tan vividamente descripta por Tanizaki en el segundo libro de Las Hermanas Makioka.