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Definitivamente, lamentaba haber tomado las fotografías. Había sido una imprudencia de mi parte. De las caras de los muertos no deberían quedar testimonios. Pero lo cierto es que la notable vida del Maestro se me aparecía en las fotografías.

Nadie podría haber calificado el rostro del Maestro como hermoso o noble. Era en verdad un rostro común, sin ningún rasgo destacable. Las orejas, por ejemplo: sus lóbulos se veían como machacados. La boca era grande, los ojos pequeños. Durante largos años de disciplina en su arte, el Maestro, sentado ante su tablero de Go, gozaba del poder de aquietar el ambiente, y esa misma fuerza de espíritu estaba presente en mis fotografías. Había una profunda tristeza en las líneas de sus párpados cerrados, como la de alguien que sufriera en sueños.

Miré su cuerpo. La cabeza de un muñeco, y sólo la cabeza parecía emerger de su sencillo kimono con diseños de caparazón de tortuga. El cuerpo había sido vestido con un kimono Oshima [6] y se habían formado pliegues en los hombros. Pero si uno conservaba la emoción que se había tenido por el Maestro en vida, era corno si desde la cintura se diluyera en la nada. Las piernas y las caderas: tal como lo había dicho el médico en Hakone, daban la impresión de que apenas pudieran sostener su peso. Al partir de Urokoya, el cuerpo parecía inmaterial salvo por la cabeza. Durante el último encuentro yo había notado la delgadez de las rodillas del Maestro sentado, y en mis fotografías también parecía que sólo hubiera una cabeza, bastante horrorosa, de alguna manera, como cortada. Había algo irreal en las fotografías, tal vez a causa del rostro, el extremo de la tragedia, de un hombre tan disciplinado por su arte que se había perdido lo mejor de la realidad. Tal vez lo que había fotografiado era la cara de un hombre que representaba desde el principio el martirio por el arte. Era como si la vida de Shusai, Maestro de Go, hubiera llegado a su fin, al igual que su arte, con ese último juego.

9

Dudo que haya antecedentes para la ceremonia con que se inauguró el último juego del Maestro. El Negro hizo una sola jugada, y también el Blanco, y luego se ofreció un banquete. El 26 de junio de 1938 hubo una calma pasajera en las tempranas lluvias de verano, y evanescentes nubes cubrieron el cielo. El follaje en el jardín de la posada Koyokan había sido lavado por las lluvias. Un sol potente rielaba sobre las dispersas hojas de bambú. Sentados ante el tokonoma [7], en la sala de la planta baja, se encontraban Honnimbo Shusai, Maestro de Go, y su desafiante, Otake del séptimo rango. En total, había cuatro maestros en la asamblea: a la izquierda de Shusai, Sekine, décimo tercero en la línea de los grandes maestros de shogi, junto con Kimura, maestro de shogi, y Takagi, maestro de renju [8], todos convocados a esta apertura del último juego del Maestro, auspiciado por un diario. Yo mismo, enviado especial del diario, me hallaba al lado de Takagi. A la derecha de Otake estaban el editor y los directores del diario, el secretario y los directores de la Asociación Japonesa de Go, tres venerables campeones de Go del séptimo rango, Onoda del sexto, que estaba entre los jueces, y varios discípulos del Maestro.

Tras lanzar una mirada sobre el grupo, todos con formales trajes japoneses, el editor hizo algunas indicaciones preliminares. La ansiedad paralizó la sala cuando el tablero de Go fue dispuesto en el centro. Las peculiaridades del Maestro, después que se sentó ante el tablero, quedaron una vez más de manifiesto, particularmente el modo como inclinaba el hombro derecho. Y la delgadez de sus rodillas. El abanico se veía enorme. Con los ojos cerrados, Otake cabeceaba y su cabeza iba hacia un lado u otro.

El Maestro se puso de pie. Con el abanico plegado en su mano, parecía un guerrero preparando su daga. Se ubicó ante el tablero. Los dedos de su mano izquierda se apoyaban en la falda de su kimono, su mano derecha se mantenía suavemente cerrada. Levantó la cabeza y miró delante de sí. Otake se sentó frente a él. Después de hacerle una reverencia tomó el tazón de piedras negras del tablero y lo colocó a su derecha. Hizo otra reverencia e, inmóvil, cerró sus ojos.

– ¿Empezamos? -dijo el Maestro.

Su voz era baja pero intensa, como si le estuviera diciendo a Otake que se apresurara. ¿Objetaba la conducta un tanto histriónica de Otake, o estaba listo para el enfrentamiento? Otake abrió los ojos y volvió a cerrarlos. En las sesiones en Ito leía el Lotus Sutra durante las mañanas de juego, y ahora parecía entrar en orden mediante una silenciosa meditación. Entonces, de golpe, hubo un ruido de piedras sobre el tablero. Eran las doce menos veinte.

¿Habría una apertura novedosa o vieja, "estrella" o komoku [9]? El mundo se preguntaba si Otake armaría una nueva ofensiva o una previsible. La jugada de Otake fue conservadora, en R-16, en el ángulo superior derecho; y así uno de los misterios se resolvió.

Con las manos sobre las rodillas, el Maestro observaba con asombro ese komoku de apertura. Bajo las luces deslumbrantes de las cámaras, cerraba su boca con tal intensidad que los labios sobresalían, y todos los demás ya no formábamos parte de su mundo. Era el tercer encuentro en que veía jugar al Maestro, y siempre, al sentarse ante el tablero, parecía exudar una suave fragancia que enfriaba y purificaba el aire a su alrededor.

Pasados cinco minutos pareció que iba a jugar, olvidado de que su jugada debía quedar lacrada.

– Creo que habíamos decidido, señor, que su jugada quedaría lacrada -dijo Otake-. Pero supongo que usted no siente haber hecho la jugada, salvo si la ha realizado sobre el tablero mismo.

El secretario de la Asociación de Go condujo al maestro a la habitación contigua. A puertas cerradas, anotó su jugada de apertura, Blanco 2, en la hoja de papel pautado, que fue ensobrada. Una jugada lacrada queda invalidada si alguien la ve.

– Parece que no hay agua -dijo, al regresar. Humedeciendo dos dedos con su lengua, lacró el sobre y estampó su nombre encima del sello. Otake firmó debajo. El sobre fue colocado en otro más grande, en el cual los organizadores estamparon sus sellos, y que fue guardado en la caja de seguridad de la posada Koyokan.

Las ceremonias de apertura finalizaron.

Para tener fotografías de presentación del encuentro, Kimura Ihei pidió que los jugadores regresaran a sus lugares. El grupo se distendió, y los venerables caballeros del séptimo rango se congregaron para admirar el tablero y las piedras. Hubo varias especulaciones sobre el grosor de las piedras blancas, tal vez de un cuarto o quizás de un quinto de pulgada.

– Son las mejores que se pueden conseguir -dijo Kimura, maestro de shogi-. Tal vez me permitan tocar una o dos. -Y tomó un puñado.

Los tableros de Go pueden ser objetos de enorme valor, y cuánto más utilizados por un Maestro que lo honraba con cada movimiento.

El banquete se inició tras un receso.

Kimura, Maestro de shogi, tenía 34 años; Sekine, Gran Maestro del mismo juego, 71, y Takagi, Maestro de renju, 51, todo según el modo oriental de contarla edad.

10

Nacido en 1874, el Maestro había festejado su cumpleaños sexagésimo cuarto unos pocos días antes, con una sencilla reunión privada apropiada para esos tiempos de crisis nacional.

– Me pregunto cuál tiene más edad, si esta posada Koyokan o yo -remarcó antes de la segunda sesión.

Recordó que jugadores de Meiji, como Murasé Shuho del octavo rango y Shuei, maestro en la línea Honnimbo, a la cual él mismo pertenecía, habían jugado en Koyokan.

La segunda sesión tuvo lugar en una habitación del primer piso, que conservaba el añejo aire de Meiji. La decoración armonizaba con el nombre Koyokan, "Casa de las hojas otoñales". Las puertas corredizas y los paneles estaban decorados con hojas de arce pintadas en el estilo Korin. El arreglo en el tokonoma era de hojas verdes y dalias. Las puertas de esta sala de dieciocho tatamí [10] habían sido deslizadas para unirla con la contigua, de quince tatami, de modo que el arreglo un tanto exagerado no desentonaba. Las dalias estaban ligeramente marchitas. Nadie ingresó a la habitación ni salió de ella, salvo una criada con un peinado infantil de agujas con flores, que cada tanto entraba a servir té. El abanico del Maestro, reflejado en una bandeja de laca negra en la cual ella había traído agua helada, yacía allí quieto. Yo era el único enviado de prensa que me encontraba en el lugar.

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[6] Las telas con que se confeccionan se entierran para que adquieran una tonalidad marrón muy apreciada.

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[7] Altar o recova de la casa tradicional japonesa donde se colocan una caligrafía o pintura, y un arreglo floral.

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[8] Si bien sus reglas son muy complicadas, el objetivo básico del renju es alinear cinco piedras de Go en una hilera.

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[9] "Estrella" (hoshi) se refiere a cualquiera de los nueve puntos marcados en el tablero para las piedras dadas en ventaja -situación que no tiene lugar en este certamen-. Una jugada inicial desde un lugar hoshi -en diagonal, tres lugares a contar desde la esquina- es audaz y novedosa. Komoku o "pequeño ojo" -a dos o tres lugares de cualquier esquina- es el lugar más conservador para una jugada de apertura.

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[10] Esteras de paja que sirven como medida de los espacios en la casa tradicional japonesa.