Выбрать главу

– Me quedé dormido, estaba muy cansado -le explica. Pero no se trata de eso. Es el traje blanco, que él aún lleva puesto. Si no le importa- prosigue-, me alojaré en el cuarto de Pavel hasta que me marche. No serán más que unos cuantos días.

– Ahora no puedo hablar con usted, voy con prisa -le contesta. Está claro que no le agrada esa idea. Tampoco le ha dado su consentimiento. Pero él ya ha pagado, ella no puede hacer nada al respecto.

Se pasa la mañana entera sentado ante la mesa, en el cuarto de su hijo, con la cabeza entre las manos. Ni siquiera puede fingir que está escribiendo. Mentalmente vuelve cada dos por tres al momento en que murió Pavel. Lo que no soporta es pensar que, en la última fracción del último instante antes de su caída, Pavel supo que ya nada iba a salvarlo, que estaba muerto. Quiere creer que Pavel estuvo protegido contra esa certidumbre más terrible que la aniquilación misma, aunque solo fuera por la precipitada confusión de la caída, por ese modo que tiene la mente de volverse éter ante todo lo que sea demasiado inmenso de sobrellevar. Quiere creerlo de todo corazón. Al mismo tiempo, sabe que desea creer para hacerse éter también él frente a la constancia de que Pavel, al caer, lo sabía todo.

En momentos como este, no distingue a Pavel de sí mismo. Son la misma persona, y esa persona no es ni más ni menos que un pensamiento, ya sea Pavel que piensa en él, o él que piensa en Pavel. Ese pensamiento mantiene vivo a Pavel, suspendido en su caída.

De lo que quiere proteger a su hijo es de saber que está muerto. Mientras yo viva, piensa, ¡déjame a mí ser el que lo sepa! Mediante cualquier acto de voluntad que sea preciso, déjame a mí ser el animal pensante que se arroje al vacío.

Sentado ante la mesa, con los ojos cerrados y apretados los puños, aleja de Pavel el conocimiento de la muerte. Piensa en sí mismo como si fuera el tritón de la Piazza Barberini de Roma, el que se lleva a los labios una concha de la cual mana una fuente constante y cristalina. De día y de noche insufla la vida en el agua. Los tendones del cuello, plasmados en bronce, se tensan en ese esfuerzo.

4 El Traje Blanco

Ha llegado noviembre, y con él las primeras nieves. El cielo está lleno de aves acuáticas que emigran hacia el sur.

Se ha instalado en el cuarto de Pavel; en cuestión de días ha pasado a ser parte de la vida del edificio. Los niños ya no dejan de jugar para volverse a mirarlo cuando pasa, aunque todavía bajan un poco la voz. Saben quién es ¿Quién es? Es el infortunio, el padre del infortunio.

A diario se dice que tiene que regresar a la isla de Yelagin, a la tumba. Pero no lo hace.

Escribe a su mujer, a Dresde. Sus cartas son tranquilizadoras, pero están vacías de sentimiento.

Pasa las mañanas en el cuarto, mañanas completamente en blanco, que terminan por destilar su propio placer, insidioso y mortal. Por las tardes recorre las calles, aunque rehuye la zona que hay alrededor de la calle Meshchanskaya y de Voznesensky Prospekt por miedo a que alguien lo reconozca; suele hacer un alto de una hora en un salón de té, siempre en el mismo.

En Dresde acostumbraba a leer los periódicos rusos, pero ahora ha perdido todo interés por el mundo que lo rodea. Su mundo se ha contraído; su mundo le cabe ahora dentro del pecho.

Por consideración hacia Anna Sergeyevna regresa al cuarto solo cuando ha anochecido. Hasta que lo llaman a cenar, permanece sin hacer ningún ruido en ese cuarto que es y no es suyo.

Está sentado en la cama con el traje blanco sobre el regazo. No lo ve nadie. No ha cambiado nada. Siente el cordón del amor que va de su corazón al de su hijo, tan tangible como si fuera una soga. Siente que esa soga se retuerce y le aprieta el corazón. Se le escapa un fuerte gemido. «¡Sí!», susurra como bienvenida al dolor; estira las manos y da otra vuelta más a la soga.

La puerta se abre a sus espaldas. Sobresaltado, se da la vuelta, inclinado todavía sobre sus rodillas, feo, con el traje hecho un amasijo entre las manos.

– ¿Quiere cenar ya? -pregunta la niña.

– Gracias, pero hoy prefiero estar a solas.

Vuelve poco después.

– ¿Le apetece un poco de té? Se lo puedo traer yo misma.

Trae con solemnidad una tetera, un azucarero y una taza sobre una bandeja.

– ¿Es ese el traje de Pavel Alexandrovich?

Deja a un lado el traje y asiente.

Ella se planta al alcance de su mano y lo mira mientras sorbe el té. Al él vuelven a sorprenderle la finura de sus sienes y de sus pómulos, los ojos líquidos y oscuros, las cejas morenas, el cabello rubio como el maíz. Nota un atropello de emociones contradictorias, como dos olas que revientan una contra otra: el apremio de protegerla, el apremio de azotarla por el mero hecho de estar viva.

Vale más que esté encerrado, piensa. Tal como me encuentro, no soy apto para tratar con la humanidad.

Espera a que la niña diga algo; quiere que hable. Es una exigencia impensable para hacérsela a una niña, pero a pesar de todo formula su demanda. Alza la mirada hacia ella. Nada hay velado. La mira fijamente con lo que solo puede ser desnudez.

Por un instante, ella lo mira también a los ojos. Luego aparta la mirada, retrocede con perplejidad, hace una rara y torpe reverencia, y sale corriendo del cuarto.

Él se da cuenta, incluso a medida que se desarrolla, de que este es un incidente que nunca olvidará, y que incluso un buen día tal vez lo recree en sus escritos. Le embarga una vergüenza pasajera, aunque superficial y transitoria. Primero en su escritura y ahora en su vida, la vergüenza parece haber perdido poder, como si su sitio lo hubiese ocupado una pasividad ciega y amoral que no se arredra ante ningún extremo. Es como si por el rabillo del ojo viese que las nubes avanzan hacia él a una velocidad terrorífica. Son nubes de tormenta. Todo lo que se interponga en su camino será arrasado. Con temor, pero también con algo de excitación, espera a que arrecie la tormenta.

A las once en punto según su reloj, sin anunciarse, sale del cuarto. La cortina está echada a la entrada de la alcoba en que duermen Matryona y su madre, aunque Anna Sergeyevna sigue en pie, sentada ante la mesa, cosiendo a la luz de la lámpara. Cruza la habitación y se sienta frente a ella.

Tiene diestros los dedos, sus movimientos son precisos. Él aprendió a zurcir en Siberia por pura necesidad, pero nunca podría zurcir con esa gracia y esa fluidez. En sus dedos, una aguja es una curiosidad, una flecha liliputiense.

– La luz es demasiado escasa para una labor tan fina -murmura.

Ella inclina la cabeza como si fuese a decirle: lo he oído. Pero también podría haber repuesto: ¿y qué pretende que haga?

– ¿Es Matryona su única hija?

Ella lo mira directamente. A él le gusta esa mirada directa. Le gustan sus ojos, que no son ni mucho menos dulces.

– Tuvo un hermano, pero murió cuando era muy pequeño.

– De modo que entiende lo que significa…

– No, no lo entiendo.

¿Qué quiere decir? ¿Que la muerte de un niño pequeño es más fácil de soportar? Ella no se lo explica.

– Si me lo permite, le regalaré una lámpara mejor que esa. Es una pena que arruine la vista siendo aún tan joven.

Ella inclina la cabeza como si fuera a decirle: gracias por haberlo pensado, no le obligaré a cumplir la promesa.

Tan joven: ¿qué pretende decir?

Sabe desde hace algún tiempo que cuando lleguen las palabras que vienen a continuación, él no hará el menor intento por contenerlas.

– Tengo verdadera ansia por hablar de mi hijo -dice-, pero mayor es el ansia por que los otros me hablen de él.

– Era un joven espléndido -aventura ella- Lamento que lo tratásemos tan poco tiempo. Acto seguido, como si se diera cuenta de que no es suficiente, añade: A Matryona le leía cuando ella se acostaba. Ella se pasaba el día esperando el momento en que él le leyese. Los dos se tenían verdadero cariño.