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– ¿Qué leían?

– Ahora me acuerdo de El gallito de oro. Cosas de Krylov. También le enseñó algunos poemillas en francés. Aún sabe recitar uno o dos.

– Es bueno que tenga usted libros en casa -Hace un gesto hacia una estantería en la que habrá veinte o treinta volúmenes-. Es bueno para una niña que está en edad de crecer, claro.

– Mi marido era impresor. Bueno, trabajaba en una imprenta. Leía mucho; la lectura era su principal recreación. Esos libros son solo unos pocos de los muchos que tenía. Cuando vivía, la casa estaba repleta de libros, ya no cabían más -titubea unos momentos-. Tenemos un libro suyo, Pobres gentes. Era uno de sus preferidos.

Se hace el silencio. La lámpara empieza a titilar. Ella baja la llama y deja en la mesa su labor. Las esquinas de la estancia se inundan de sombras.

– Tuve que pedirle a Pavel Alexandrovich que no invitase a sus amigos a su cuarto por las noches -dice ella-. Ahora lo lamento. Fue por una vez que no nos dejaron dormir; estuvieron charlando y bebiendo hasta muy altas horas de la noche. Tenían algunos amigos bastante rudos.

– Sí, era demócrata en sus amistades. Sabía cómo hablar con la gente llana de las cosas que más les importaban. La gente llana tiene hambre de ideas. Él nunca les habló con desprecio.

– Tampoco le habló a Matryosha con desprecio.

La luz es cada vez más escasa; el pabilo empieza a humear. Una salva de palabras, piensa él, restregadas allí donde más duele. Y yo ¿quiero curarme de veras?

– Era una persona muy seria a pesar de su juventud -insiste él-. Pensaba mucho en Rusia, en las condiciones en que aquí se vive. Le importaban las cosas que les importan a las gentes de a pie.

Hay una larga pausa. Un homenaje, piensa: le estoy rindiendo homenaje, por vacilante que sea, por muy tarde que llegue, y también intento que ella le rinda su homenaje. ¿Por qué no?

– Llevo algún tiempo preguntándome por lo que dijo el otro día -dice ella con aire pensativo-. ¿Por qué contó aquello de que Pavel no se despertaba a tiempo de ir a la escuela?

– ¿Por qué? Pues porque aunque no parezca ahora importante, desbarató en buena parte su vida. Debido a su incapacidad de madrugar tuve que llevarlo de escuela en escuela. Por eso no se matriculó en la universidad. Al final, se encontró aquí en Petersburgo, en los márgenes más alejados de la vida estudiantil, en donde realmente no se le había perdido nada, ya que no pertenecía por derecho propio a ese medio social. Y no era por simple pereza, no. Lo que pasaba es que era imposible que se levantara: ni a gritos, ni a sacudidas, ni con amenazas, ni con súplicas. ¡Era como proponerse despertar a un oso en plena hibernación!

– Lo entiendo. Hay niños que nunca se acostumbran a la escuela, pero no es eso. Me refería a otra cosa. Perdóneme que se lo diga, pero lo que me trastornó cuando le oí contarlo fue lo enojado que parecía estar usted con él todavía hoy.

– ¡Pues claro que estaba enojado! Su madre murió, debe de recordarlo, cuando tenía quince años. No fue fácil ocuparme yo solo de su educación. Tenía mejores cosas que hacer, antes de ponerme a convencer a un muchacho de esa edad para que se levantara a tiempo, y menos aún tratarlo con mano izquierda. Si Pavel hubiese concluido sus estudios, como todo hijo de vecino, nada de esto habría ocurrido.

– ¿De esto?

Él hace un gesto impaciente con un brazo, como si borrase de un plumazo la vivienda, la ciudad de Petersburgo, incluso la gran bóveda de la noche que se yergue sobre ellos dos.

Ella lo mira con calma y con tesón; es bajo esa mirada cuando él empieza a entender con todas sus consecuencias lo que ha dicho. Se adueña de él un temblor que empieza por la mano derecha. Se levanta y comienza a caminar por la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Algo viene de camino, algo cuyo nombre mismo procura rehuir. Intenta decir algo, pero le sale una voz estrangulada. Me estoy conduciendo como un personaje de libro, piensa. Pero ni siquiera le sirve de ayuda burlarse de sí mismo. Le tiemblan los hombros. Sin hacer ruido, comienza a llorar.

En un libro, la mujer reaccionaría ante su pena con una oleada de compasión. Esta mujer no actúa así. Se sienta ante la mesa, bajo la luz titilante, con la mirada huidiza y la labor en el regazo. Es tarde, no hay nadie que los vea, la niña está durmiendo.

¡Maldito sea el corazón!, se dice él. ¡Malditas emociones! ¡La piedra angular no es el corazón, ni cómo se siente el corazón, sino la muerte y cómo se siente el muchacho muerto!

En este momento accede a la más clara de las visiones, una visión en la que Pavel le sonríe, o se sonríe de su mal humor, de sus lágrimas y su histrionismo, y también de lo que se oculta bajo su histrionismo. No es una sonrisa despectiva, sino una sonrisa de amistad y de perdón. Él lo sabe, piensa: ¡lo sabe y no le importa! Le atraviesa una oleada de gratitud, de alborozo y de amor. ¡Ahora es seguro que tendré un ataque! También lo piensa, pero es a él a quien no le importa. Renuncia a contener las lágrimas; a tientas vuelve junto a la mesa, esconde la cabeza entre los brazos y suelta un alarido de pesar tras otro.

Nadie le acaricia el cabello, nadie le murmura al oído una palabra de consuelo. Pero cuando al fin alza la cabeza, a la vez que con torpeza rebusca el pañuelo en el bolsillo, es la niña, Matryona, la que se halla ante él y la que lo observa con atención. Lleva un camisón blanco; el pelo bien cepillado le cae sobre los hombros. No puede por menos que notar los pechos que despuntan tras la tela. Él intenta sonreírle, pero la expresión de la cara con que ella lo mira no cambia lo más mínimo. Ella también lo sabe, piensa. Ella sabe qué es falso y qué es verdadero; si no, con esa mirada honda se propone averiguarlo.

Se recupera. Mientras derrama las últimas lágrimas, su mirada se entrelaza con la de la niña. En ese instante pasa algo entre ellos dos, algo ante lo cual él se encoge como si le hubiera atravesado un hierro al rojo vivo. Luego, los brazos de su madre la envuelven, se oye una palabra en un suspiro, la niña se retira a la cama.

5 Maximov

– Buenos días. He venido a reclamar -le sorprende la firmeza de su voz- las pertenencias de mi hijo. Mi hijo sufrió un accidente el mes pasado, y la policía se hizo cargo de algunos de sus objetos personales.

Desdobla el resguardo y lo posa sobre el mostrador. Según Pavel perdiese la vida antes o después de la medianoche, el impreso está fechado el mismo día o al día siguiente de su muerte. Solo hace referencias a «cartas y otros papeles».

El sargento inspecciona el resguardo con recelo.

– 12 de octubre. Aún no ha pasado un mes. El caso aún no estará resuelto.

– ¿Cuánto tardará en resolverse?

– Puede que dos meses, tal vez tres. Puede que sea un año, quién sabe. Depende de las circunstancias.

– No hay circunstancias. No se trata de un crimen.

Sujetando el papel con el brazo extendido, el sargento sale de la oficina. Cuando regresa, se le nota una mayor hosquedad.

– ¿Se llama usted, señor…?

– Isaev. Su padre.

– Sí, señor Isaev. Si hace el favor de sentarse, lo atenderán enseguida.

Se le encoge el corazón. Simplemente esperaba que le entregaran las pertenencias de Pavel para salir de allí cuanto antes. Lo que menos le interesa, por ser un lujo que no puede permitirse, es que la policía le preste la más mínima atención.

– Dispongo de poco tiempo para esperar -dice tajantemente.

– Sí, señor. Estoy seguro de que el investigador lo recibirá muy pronto. Siéntese, póngase cómodo.

Consulta su reloj, se sienta en el banco, mira a su alrededor con fingida impaciencia. Es temprano; no hay más que otra persona en la antesala, un joven vestido con un sucio sobretodo de pintor de brocha gorda. Sentado con la espalda muy erguida, parece dormido. Tiene los ojos cerrados y la boca abierta; emite un ronquido apagado.