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Isaev. En su interior aún no se ha asentado la confusión. ¿No sería preferible desechar cuanto antes la historia de Isaev, antes de quedar atascado en ella? ¿Cómo iba a explicarlo? «Sargento, se ha cometido un leve error. Las cosas no son del todo como parecen. En cierto modo, yo no soy Isaev. El Isaev cuyo nombre que razones de mi sola incumbencia he empleado hasta ahora, y son razones que no detallaré aquí y ahora, si bien son razones perfectamente fundadas, lleva muerto algunos años. No obstante, yo eduqué a Pavel Isaev como si fuese mi propio hijo, y lo quiero como si fuera sangre de mi sangre y carne de mi carne. En ese sentido llevamos el mismo apellido, o al menos deberíamos llevarlo. Esos papeles que él ha dejado son para mí de un valor incalculable. Esa es la razón de que haya venido.» ¿Y si reconociese esta realidad sin que nadie se lo hubiera pedido? ¿Y si nadie sospechara nada en ningún momento? ¿Y si hubiesen estado a punto de devolverle los papeles, y al saberlo optasen por retenerlos? «Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿Es que hay gato encerrado?»

Mientras permanece sentado, sin decidirse entre confesar o seguir adelante con la impostura, al sacar el reloj y mirarlo con gesto de contrariedad, procurando pasar por un impaciente y atareado hombre de negocios incómodo en esa sala cerrada, en uno de cuyos rincones humea una estufa, tiene la premonición de un síncope, y en ese mismo gesto reconoce que un síncope sería una artimaña, la artimaña más infantil de todas para salir de una situación comprometida, al tiempo que en algún rincón cae de golpe la sombra molesta de un recuerdo: no cabe duda, ha estado antes aquí, en esta misma antesala, o en una muy parecida, y también tuvo un episodio o un desmayo. Pero ¿a qué se debe que recuerde el episodio tan remotamente? ¿Qué tiene que ver ese recuerdo con el olor de la pintura fresca?

– ¡Esto es demasiado!

Los ecos de su grito rebotan por la sala. El pintor que dormitaba se despierta sobresaltado; el sargento del mostrador alza la mirada sorprendido. Él intenta disimular su propia confusión.

– Lo que quiero decir -dice bajando la voz- es que ya no puedo esperar más, que tengo una cita a la que no puedo faltar, ya se lo he dicho.

Se ha puesto en pie y se ha abrochado el abrigo cuando el sargento lo llama a gritos.

– El consejero Maximov lo recibirá ahora mismo, señor.

En el despacho al cual es conducido no hay ningún banco de respaldo alto. Al margen de un enorme sofá cuya tapicería es de imitación de piel, está amueblado al estilo neutro de los edificios oficiales. El consejero Maximov, investigador judicial encargado del caso de Pavel, es un hombre calvo, con la planta rechoncha que tendría una campesina, y que no para de moverse hasta estar cómodamente sentado, momento en el que abre ante él un abultado cartapacio y se pone a leer largo y tendido, murmurando algo para sus adentros, mientras sacude la cabeza de vez en cuando.

– Triste asunto… Triste asunto, ya lo creo…

Por fin levanta la mirada.

– Mis más sinceras condolencias, señor Isaev.

¡Isaev! ¡Es hora de tornar una decisión!

– Gracias. Verá, he venido a pedir que me sean devueltos los papeles de mi hijo. Me doy cuenta de que el caso no está cerrado, pero no entiendo por qué pueden tener interés para su investigación unos papeles privados, ni tampoco veo qué relevancia pueden tener para su… proceder.

– ¡Sí, sí, desde luego que sí! Como usted bien dice, son papeles privados. De todos modos, dígame una cosa: cuando habla de papeles, ¿a qué se refiere exactamente? ¿De qué papeles se trata?

Los ojos del hombre despiden un brillo acuoso. Tiene blancas las pestañas, como las de un gato.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Los papeles se los llevaron del cuarto de mi hijo, yo aún no los he visto. Serán cartas, papeles…

– Así que usted no los ha visto, y sin embargo cree que no pueden ser de ningún interés para nosotros. Lo entiendo. Entiendo que un padre quiera creer que los papeles de su hijo son cuestión puramente personal, o al menos cuestión de familia. Sí, le entiendo bien. No obstante, se está llevando a cabo una investigación… Puede que no pase de ser mera formalidad, pero es una formalidad cuyo cumplimiento la ley exige, y que no puede por tanto darse por concluida con un simple chasquido con los dedos, con un simple gesto, como si no hubiera pasado nada. Y los papeles son parte de la investigación. Por lo tanto…

Une las yemas de los dedos de ambas manos, inclina la cabeza, parece sumirse en profundos pensamientos. Cuando de nuevo levanta la mirada ya no sonríe en cambio, ostenta una expresión de absoluta determinación.

– Le creo -dice-, desde luego que le creo. Y también creo tener una solución que satisfará a las dos partes. Como el caso no está cerrado, sino que, a decir verdad, apenas acaba de abrirse, no puedo devolverle los papeles, pero sí voy a permitirle que los vea. Estoy de acuerdo con usted: es injusto, es sumamente injusto arrebatárselos a la familia en un momento tan trágico como este, y mantenerlos por un tiempo fuera de su alcance.

Con un gesto súbito, como el del jugador de cartas que liga una baza ganadora, extrae una sola hoja del cartapacio y la coloca delante de él.

Es una lista de nombres, nombres rusos, solo que escritos con caracteres latinos. Todos ellos empiezan por «A».

– Debe de haber un error. Esa no es la caligrafía de mi hijo.

– ¿Que no es la caligrafía de su hijo? Hum…- Maximov retira la hoja y la examina-. En tal caso, ¿tiene usted alguna idea de quién puede ser, señor Isaev?

– No reconozco esa caligrafía, pero puedo asegurarle que no es la de mi hijo.

Del final del cartapacio, Maximov selecciona otra página y la desliza sobre la mesa.

– ¿Y esta otra?

Ni siquiera le hace falta leerla. ¡Qué estúpido!, piensa. Le abruma cierto sonrojo, un leve mareo. Su voz, al hablar, diríase que llega desde muy lejos.

– Es una carta que yo le escribí. Yo no soy Isaev. Solamente utilicé el nombre…

Maximov mueve una mano como si quisiera espantar una mosca, como si desechase sus palabras, como si exigiera silencio; sin embargo, él se sobrepone al mareo y concluye su declaración.

– Utilicé el nombre pensando en no complicar más las cosas, nada más que por eso. Pavel Alexandrovich. Isaev es mi hijastro, el único hijo de mi difunta esposa. Pero para mí es como si fuera mi propio hijo. Aparte de a mí mismo no tiene a nadie en el mundo.

Maximov le quita la carta, que él sostenía con manos trémulas, y de nuevo la examina. Es la última carta que le escribió desde Dresde, una carta en la que regañaba a Pavel por gastar demasiado dinero. ¡Qué mortificación, estar ahí sentado mientras la lee un perfecto desconocido! ¡Qué mortificación, haberla escrito de su puño y letra! ¿Cómo iba uno a saber, cómo iba él a saber qué día habría de ser el último?

– «Tu padre que te quiere, Fiodor Mijailovich Dostoievski» -murmura el magistrado antes de mirarle a la cara-. Hablemos, pues, con claridad. Usted no es Isaev. Usted es Dostoievski.

– Sí. Ha sido una treta, un error estúpido, pero inofensivo, que ahora de veras lamento.

– Comprendo. No obstante, viene usted aquí y afirma ser… En fin, ¿hay que utilizar esa fea expresión? Utilicémosla cautelosamente, por así decir, al menos de momento, a falta de otra mejor. Afirma ser el padre del difunto Pavel Alexandrovich Isaev y solicita que le sean devueltas sus pertenencias, cuando lo cierto es que no es usted esa persona. Esto no tiene buena pinta, ¿verdad que no?

– Ya le he dicho que fue un error que ahora lamento amargamente. Pero el difunto sí es mi hijo, y yo soy su custodio legal.

– Hum. Veo aquí que tenía veintiún años, veintidós casi, en el momento de su fallecimiento. Si hablamos con propiedad, el mandato judicial que le garantiza la custodia ya había expirado. Un hombre de veintiún años es su propio dueño y señor, ¿no es así? Legalmente, es una persona libre.