Yo había trabado amistad con él cuando iba al edificio de la Checa a llevar las localidades del circo que en cada función había que reservar para los comisarios bolcheviques. El haber facilitado al comisario Mischa algunos palcos de más que me pedía frecuentemente, cosa que estaba en mi mano, toda vez que era yo el taquillero del circo, me permitió entablar cierta relación amistosa con él, hasta el punto de que cuando estaba de buen humor y se reunía con los otros jefes chequistas y con los comisarios para divertirse, me mandaba llamar y me encargaba de organizar la juerga, llevar a los artistas y tocar la guitarra o el piano. Aquella noche celebrábamos una juerga por todo lo alto en el caserón que tenía la Checa en el Elisabetkaya Ulitza, un viejo palacio en el que había fastuosos salones decorados con tapicerías valiosísimas, muebles antiguos y cuadros y espejos soberbios. Asistían los comisarios más importantes, y se había llamado para que animasen la reunión a ocho o diez artistas. El champaña y el coñac abundaban, y los terribles comisarios se daban allí cierto aire de hombres distinguidos, como si realmente fuesen los dueños de aquel palacio y estuviesen haciendo los honores a sus invitados. Nadie hubiese creído que aquellos salones con canapés de raso y muelles alfombras eran la sede de la Checa y que aquellos hombres correctos y amables eran sus verdugos. Sólo recordaba lo siniestro del lugar una bandeja colocada en el centro de un salón con varias docenas de pistolas y los correajes de los chequistas, colgados de las paredes entre los cortinajes y las cornucopias.
—¿Por qué no te alegras, españolito? —insistía Mischa—. Aquí no se pasa maclass="underline" se bebe, se baila…
—Aquí, sí —repliqué—; pero ustedes no saben cómo se sufre por ahí.
—¿Qué te han hecho, hombre? Cuando te hagan algo malo vienes a decírmelo, y les ajustamos las cuentas a tus enemigos.
Mischa me miró un momento torcidamente. Luego se echó a reír y, abrazándome, insistió en voz baja y quebrada:
—Toma y bebe. No te preocupes por lo que pasa si no quieres volverte loco. ¿No me ves a mí? Mañana es posible que vengan esos hijos de perra de Petliura y me despedacen, pero hoy… ¡Hoy soy el amo y quiero divertirme! ¡Tengo derecho a divertirme un poco! Todo no va a ser trabajar en este cochino oficio de carnicero. Tú no sabes el trabajo que da esta canalla contrarrevolucionaria. ¿Crees tú que el trabajo de despanzurrar cada día una docena de burgueses no vale una copa de champaña? Anda, déjate de sensiblerías y toca un poco tu guitarra, que quiero ponerme contento. ¿Vas a negarle eso a tu amigo Mischa?
Menudearon las juergas en la Checa, y mi amistad con los chequistas se convirtió en verdadera intimidad. Me dieron un permiso para circular de noche, cosa que estaba absolutamente prohibida, porque de noche hacían ellos los traslados de los presos, las ejecuciones y los entierros de los ejecutados. Para mí no había ya secretos en la Checa de Kiev.
Por las tardes me iba al despacho de Mischa y tomaba el té con él. Fumábamos y charlábamos como si fuésemos amigos de toda la vida. A última hora de la tarde le pasaban las listas de los detenidos, y entonces se ponía a tomar declaración a algunos. Ya al final de la jornada cogía un lápiz azul y otro rojo y tachaba los nombres de los detenidos: a los tachados con lápiz azul los ponían en libertad; a los que tenían la tachadura roja los fusilaban aquella misma noche.
A veces Mischa se quedaba un momento vacilante. Luego cogía el lápiz rojo y tachaba:
—¡Bah! ¿Qué más da? —murmuraba—. ¡Un enemigo menos! Encendía un cigarrillo y se ponía a bromear conmigo.
Una tarde habíamos bebido un poquito. Haciéndome el loco cogí el lápiz azul y, en broma, en broma, taché dos hojas enteras. Mischa protestó riendo:
—¡Pues sí que estábamos aviados contigo si fueses comisario de la Checa! En una semana nos comían. Hay que acabar con ellos, camarada. No hay más remedio.
Sírvanme aquellos treinta o cuarenta infelices a los que salvé la vida de descargo ante los que me reprochan por haber tenido intimidad con los verdugos de la Checa. Yo estaba a bien con ellos porque no tenía más remedio. Porque, de no haber sido así, mi Sole y yo hubiéramos sido simplemente dos nombres más de aquellos que Mischa tachaba con lápiz rojo diciendo: «Dos enemigos menos».
No fui nunca chequista. Una noche de juerga me dijo:
—Eres un gran tipo, español. Tienes que ser de los nuestros. Mañana te hago de la Checa.
Yo le dije que sí por seguirle la corriente, pero a la mañana siguiente fueron a buscarme a mi casa dos chequistas, que me llevaban el correaje y la pistola. Se lo devolví a Mischa diciéndole:
—No te conviene que yo sea de la Checa. Soy extranjero y artista. Los proletarios rusos me acusarían constantemente, y te acusarían a ti, diciendo que por favoritismo habías hecho chequista a un bailarín amigo tuyo. Y sabes que estoy contigo y que te ayudaré en cuanto mandes; pero ¿qué necesidad tenemos de ponernos en evidencia?
Así me libré de ser chequista. No me acusa tampoco la conciencia de haber actuado nunca como confidente. Jamás delaté a nadie ni tuve en aquel caserón siniestro de la Elisabetkaya más misión que la de divertir a los comisarios y aprovechar sus momentos de debilidad para salvar algún infeliz, fuese quien fuese. Hoy puedo decirlo con orgullo: jamás cayó nadie por mi culpa.
Casi todos los que caían en las garras de la Checa estaban acusados de especulación. Por entonces había en Kiev muchos centenares de personas, judíos casi todos, que se dedicaban a la especulación de joyas y valuta extranjera, que los bolcheviques castigaban inexorablemente. Sobre todo eran perseguidísimos los tenedores de dinero Denikin y Wrangel. Una tarde marchaba Sole por la calle cuando pasó a su lado a carrera abierta un individuo que, a pocos pasos de ella, arrojó al suelo un fajo de billetes. Tras el fugitivo iba, pistola en mano, un comisario bolchevique, que recogió el fajo de billetes sin pararse y siguió la persecución hasta darle alcance. El bolchevique agarró por el cuello al fugitivo y lo trajo a rastras hasta donde estaba Sole.
—Tú has visto, camarada —le dijo—, cómo este canalla tiraba al suelo este fajo de billetes, ¿verdad?
Sole miró con cara de terror al fugitivo y contestó:
—No, no lo ha tirado él. Yo había visto el paquete en el suelo antes de que él llegase.
Le había salvado la vida.
Los judíos que se dedicaban a la especulación de joyas tenían en Kiev otros dos cafés, en los que se reunían y, a escondidas de la Checa, hacían sus tratos. Cuando se veía a aquellos judíos astrosos con sus levitones mugrientos, tan sucios y tan pringosos que se les podía echar un cubo de agua por encima sin que se mojasen, no se imaginaba uno que, cosidos al forro de aquellos harapos, llevasen brillantes por valor de muchos miles de rublos.
Yo, cuando los veía vagando tristes por entre las mesas del café, a la caza de clientes, les interpelaba: