Éste se tiró loco de alegría sobre el cadáver, dispuesto a quitarle los pantalones, pero un cosaco que estaba de centinela le dio un culatazo en la espalda y le apartó. Matsaura lloraba, chillaba, gemía, suplicaba pidiendo sus pantalones; pero no hicieron ningún caso.
A Masakita le enterraron con los pantalones de Matsaura puestos. Esquivando los vergajazos de los cosacos, el pobre equilibrista arruinado siguió con la vista el cadáver de su compatriota, y desde lejos estuvo oteando hasta ver cómo le metían, junto con otros muchos cadáveres, en una hoyanca que rellenaron luego con cascotes.
Durante varias semanas Matsaura salía de noche y se iba a rondar por el lugar donde estaba enterrado Masakita, con la esperanza de rescatar sus pantalones y su fortunita.
No sé si lo logró.
20. Cuando era más difícil comer que hacerse millonario
El dinero no es nada. En aquellos tiempos era yo millonario. ¡Y me moría de hambre!
Mientras estuvieron en Kiev los oficiales fui invirtiendo en oro y brillantes todas mis ganancias como croupier, y llegué a tener más de un millón de francos, un millón auténtico, nada de rublos ni de papel moneda: oro y piedras preciosas nada más. La última dominación de los blancos fue una época de locura. Yo estaba empleado en una casa de juego que había frente a la Duma, y por mis manos pasaron muchos millones en joyas. Había viejas preseas de la aristocracia rusa, que hubiera sido curioso averiguar cómo y por qué caminos llegaban hasta allí y caían sobre el tapete verde acompañadas de la pregunta rituaclass="underline"
—¿Cuánto?
Las valorábamos como nos daba la gana, y, naturalmente, nos hacíamos ricos. Yo, codiciosamente, todo cuanto ahorraba lo invertía en joyas. Se daba el caso paradójico de que algunos días me acostaba sin haber probado bocado después de haber adquirido un solitario de varios miles de duros. Pero, ¡quién daba brillantes por panecillos!
De madrugada me iba a casa dando diente con diente y desmayándome de hambre, pero con mis monedas de oro en el bolsillo. Las metía en mis escondites y me acurrucaba en mi camastro, sin que me dejasen dormir ni el hambre, ni el frío, ni aquella desazón de sentirme dueño de un tesoro, con el que soñaba verme algún día en la calle de Alcalá sentado en la terraza de un casino, un buen habano en los labios y un brillante como una almendra en la corbata.
Hacía un frío negro. De madrugada salía sigilosamente de mi cuarto armado de un serrucho y arrancaba todas las maderas que encontraba en la casa para ir alimentando la estufa. Llegó un momento en el que no había en aquel caserón ni puertas, ni ventanas, ni pavimentos, ni vigas. No quedaban más que las paredes y el tejado. La casa, así desmantelada, se me venía encima, y no tuve más remedio que mudarme. Aquello era una salvajada, pero sólo así evitábamos morirnos de frío. Basta decir que las botellas de agua que teníamos debajo de la cama estallaban al congelarse mientras dormíamos.
Con los bolcheviques no había casas de juego, pero continuaba clandestinamente la especulación de joyas. Estaba muy perseguida, y a mí me hicieron varias requisas; pero no me encontraron nada. Mi amistad con Mischa y con los demás chequistas me servía eficazmente para neutralizar las denuncias de los camaradas del circo. Una madrugada se presentó de improviso una patrulla bolchevique. Iban buscando las joyas, en virtud de una denuncia formulada contra mí; pero por más que registraron no dieron con ellas. El jefe de la patrulla gruñía malhumorado, mientras sus hombres husmeaban:
—¡Hum, hum! El pueblo se muere de hambre y en estos escondites hay cosas que valen dinero.
—No tenemos nada. Estamos muertos de hambre —imploraba yo.
—Sí, sí…, ya te conozco, perro. Hay muchos proletarios descalzos, mientras tú tienes aquí todos esos pares de zapatos —decía señalando a lo único que encontró, mis zapatillas, mis escarpines y mis botinas de bailarín.
—Son mis herramientas de trabajo —le dije—. Te las puedes llevar, si quieres, pero no encontrarás en todo el ejército rojo un soldado que sea capaz de calzarse esta botina en punta del treinta y seis.
La miró, la comparó con su botaza embreada, que debía de tener lo menos el cuarenta y cuatro, y la arrojó despectivamente. Pareció convencerse a regañadientes y nos dejó en paz.
Al pobre Antonio le quitaron todas las joyas que penosamente había ido reuniendo. Las tenía escondidas en el colchón, pero seguramente se había ido de la lengua en algún sitio y los que se presentaron a requisarle fueron a tiro hecho. Le levantaron de la cama, abrieron el colchón y dieron con ellas sin un momento de duda. Cuando al día siguiente Antonio fue a reclamar a la Checa le dijeron que allí no se había dado ninguna orden de requisa contra él y que, seguramente, había sido víctima de un robo por parte de una cuadrilla de expropiadores privados. Unos amateurs, como si dijéramos.
Ya entonces se carecía de todo. Se acabaron también los tejidos y todo el mundo iba vestido de pordiosero. Por aquellos meses hizo su aparición en Kiev una moda originalísima. La gente se vestía con unos trajes hechos con tela de saco. Eran los sacos de las expediciones de víveres que se enviaban a Rusia desde Europa y Norteamérica. Los sastres judíos los cortaban y cosían primorosamente, elaborando con aquellas arpilleras unos gabanes y unos pantalones elegantísimos. Con tres sacos bastaba para un traje. Tenían, además, la originalidad de que después de confeccionados cada cual los pintaba del color que quería, y se veían por las calles los más caprichosos y audaces modelos.
Mientras tanto, los bolcheviques seguían enconados en su tarea de hacer tragar al pueblo el bolchevismo, por las buenas o por las malas. Por todas partes no se veían más que emblemas soviéticos y letreros de propaganda comunista. «El que no trabaja no come», decía uno de los más frecuentes; pero la verdad era que allí no trabajaba nadie, por la sencilla razón de que no había en qué trabajar. Teóricamente todo estaba maravillosamente dispuesto. A los obreros se les daba un jornal fijo y víveres, con arreglo al número de bocas que cada cual tenía que mantener.
Es decir, víveres, no; bonos para conseguir los víveres, que no era exactamente lo mismo. Cuando a la casa en que habitábamos no le quedó una astilla que quemar, nos fuimos a otra casa que estaba cerca del circo. En la buhardilla de aquella casa vivía una banda de carteristas y bolsilleros, cuyo jefe era un tipo magnífico de anarquista que se apodaba el Rojo. Eran diez o doce y había entre ellos dos o tres que sabían hacer juegos malabares y se colocaban en las plazuelas para entretener a los papanatas, mientras sus camaradas les desvalijaban. Una madrugada, estando nosotros ausentes, se presentaron en nuestra casa unos titulados bolcheviques para hacernos una visita.
Arrancaron el candado de la puerta y entraron en nuestra habitación; pero el Rojo, que advirtió su presencia, les obligó a marcharse sin tocar nada. Luego estuvo a la puerta de nuestra habitación, de guardia, hasta que nosotros volvimos. Me extrañó mucho aquella prueba de honradez del Rojo y se lo hice notar.
—Hoy por ti y mañana por mí —me contestó—. Yo soy ladrón; pero robo por las buenas, valiéndome de mis mañas, y me da asco toda esta canalla que roba al amparo del Estado bolchevique fingiendo pesquisas. Nosotros somos anarquistas y tú deberías serlo también; seguramente lo eres sin saberlo.