A media mañana empezaron a llegar los pelotones de soldados blancos. Iban cantando alegremente en dirección al palacio de la Duma, donde poco después ondeaba de nuevo la bandera del imperio.
En un portal de la Krischatika, los soldados blancos encontraron el cadáver de un burgués, al que los bolcheviques, en su huida, habían sentado con un periódico en las manos.
Aquel dantesco pelele tenía el vientre perforado por una bala de cañón y al zamarrearlo uno de los soldados, creyendo que estaba sólo dormido, rodó a tierra y se quedó en la misma postura en que se había endurecido, con la cara sobre el asfalto y el periódico pegado a los turbios ojos de cristal desmesuradamente abiertos. Los soldados echaron mano de los primeros transeúntes que cayeron por allí y los obligaron a cavar en el acto una fosa y a enterrar en ella al profanado cadáver.
Yo, apenas vi que las tropas blancas andaban por las calles de Kiev, me decidí a salir acompañado del madrileño Zerep. Peligroso era andar callejeando en aquellos momentos de la ocupación, pero no menos peligroso era quedarse en casa, a merced de que fueran a buscarle a uno, en virtud de una delación cualquiera. Había que dar la cara y congraciarse con los vencedores.
Nos fuimos hacia la plaza de la Duma, y al llegar a ella nos vimos venir un oficial que salía del palacio precipitadamente. Nos llamó.
—¿Son ustedes obreros?
—No, señor; artistas.
—¿Judíos?
—Cristianos viejos, señor oficial.
—¿Saben ustedes dónde está la Checa?
—Sí, señor —repuse sin vacilar—; yo lo sé perfectamente y puedo guiarle.
—Vamos allá.
—Hay dos Checas en Kiev —le advertí—: la Checa popular, que está en la Elisabetkaya, y la Checa secreta, que está en un palacio de la Catherinskaya Ulitza.
Desconfió un momento.
—¿Cómo es que estás tan bien informado?
—He estado preso en los calabozos de las dos, señor oficial.
—Vamos a la Checa secreta —me contestó después de mirarme de arriba abajo. Tras él echaron a andar los seis u ocho soldados.
Llegamos frente al imponente edificio de la Catherinskaya. El sombrío caserón estaba cerrado a piedra y lodo. Era una verdadera fortaleza con altas ventanas enrejadas y puertas ferradas. El oficial, guiado por mí y seguido por la patrulla, dio la vuelta a la manzana buscando una entrada practicable. Luego se acercó a la puerta principal y llamó repetidas veces. No contestó nadie. A una señal suya se precipitaron sus hombres sobre la puerta y estuvieron golpeándola durante largo rato con las culatas de los fusiles hasta hacer astillas una de las hojas. El oficial fue a entrar el primero, pero en aquel momento se acordó de mí, y temiendo una celada desenfundó la pistola, me cogió del cogote y me echó por delante.
Dimos unos pasos en aquel zaguán oscuro y nos detuvimos sobrecogidos. ¿Qué visiones dantescas nos aguardaban en aquel antro infernal?
21. Asesinos rojos y asesinos blancos
Avanzamos cautelosamente por aquellos tenebrosos pasillos: el oficial, con el revólver en el puño; los soldados, con la bayoneta calada; yo, que iba delante, con las manos apretadas contra el forro de los bolsillos. Cada vez que adelantábamos un pie temíamos la explosión de una bomba o una descarga cerrada. Hacía escasamente dos horas que los chequistas habían abandonado aquel caserón siniestro, cuya misión ellos habían mantenido en el secreto y no era aventurado suponer que nos tendiesen una celada en los recodos de su madriguera. El ejército rojo había evacuado Kiev, pero aún luchaban en las barriadas populares núcleos aislados de comunistas que se defendían a la desesperada.
Paso a paso fuimos registrando los salones de aquel tenebroso palacio. Atravesamos piezas verdaderamente suntuosas con muebles y tapices de gran valor. Todo estaba en desorden acusando la huida precipitada de los rojos. Sobre las consolas y las mesas había montones de balas y sucios legajos; en los sillones y los canapés, forrados de raso, se veían pedazos de pan y trozos de longaniza. En uno de los despachos encontramos, sobre una mesa, un montón de pasaportes rusos y extranjeros que debieron de pertenecer a los prisioneros. Mientras el oficial y los soldados continuaban el registro, yo me quedé rezagado curioseando aquellos pasaportes. Había algunos manchados de sangre y otros estaban agujereados por un balazo. Los había de todas las nacionalidades: franceses, turcos, italianos. Me sorprendió mucho aquello, pues había sido creencia general la de que la Checa no fusilaba a los extranjeros para no acarrear complicaciones internacionales a los soviets, y en aquella confianza había yo vivido alegremente. Sin saber concretamente para qué, pensé que aquello podía servirme algún día, y cuando después de echar una ojeada a mi alrededor comprobé que nadie me veía, cogí cuatro o cinco pasaportes de aquellos y me los metí disimuladamente en el bolsillo. Ya contaré cómo a este hurto debí mi salvación.
De salón en salón fuimos dando la vuelta a toda la manzana. Por todas partes se veían camas, colchonetas y catres de campaña de los chequistas. En el pabellón que hacía esquina a dos calles estaba la antigua capilla del palacio. La nave de la capilla estaba ocupada también por las camas de campaña de los chequistas y en el altar mismo había una colchoneta, en la que dormía, por lo visto, uno de ellos. No se habían molestado siquiera en quitar las imágenes, y presidiendo aquel horrible campamento aparecía un gran icono de Jesucristo. Era espantosa aquella mezcolanza de objetos del culto, iconos, armas y correajes.
Dejando atrás la capilla salimos al patio, lo atravesamos y nos metimos en un pabellón para entrar en el cual había que bajar unos escalones. Allí no había ningún signo de riqueza. Avanzamos casi a tientas y dimos en una pieza abovedada, a la que no llegaba más luz que la que pasaba a través de unos estrechos tragaluces situados junto a la bóveda. En un rincón de aquella mazmorra vimos entre las sombras un bulto que se movía.
—Aquí hay un hombre vivo —gritó un soldado encañonándole. El bulto aquel no se movió siquiera. Hicimos luz, nos aproximamos y vimos de espaldas a la pared y sujetándose a ella con las manos abiertas un anciano demacrado, con los ojos muy abiertos y unos cuajarones de sangre en la camisa.
Estaba vivo todavía, en efecto, pero debía de quedarle apenas un hilillo de vida. Fue inútil que le interrogásemos. Después de jadear angustiosamente durante un rato levantó trabajosamente una mano para señalarnos una puertecilla disimulada en el fondo de la pieza, y perdido el equilibrio se desplomó exánime diciéndonos: —¡Allí!
Por aquella puerta estrecha pasamos a los sótanos de la Checa. Los calabozos estaban vacíos. Calculamos en unos ciento cincuenta los presos que podía haber habido en aquellas celdas. Todos debieron de ser fusilados al huir los chequistas. Había indicios claros de que hasta horas antes habían estado allí y de que los habían sacado precipitadamente.
Más adelante encontramos las celdas de los condenados a muerte. Las paredes de aquellas celdas estaban llenas de nombres escritos por los condenados en el momento en que salían al patio para ser fusilados. En la última habitación, la que daba al patio de ejecuciones, encontramos una jofaina llena de agua tinta en sangre y una toalla húmeda todavía de las manos de los verdugos.
El espectáculo que se ofreció a nuestra vista cuando llegamos al patio no se me olvidará en la vida. Había en el centro un informe montón de cadáveres y miembros amputados, todo ello revuelto con barro y cascotes. Daba la impresión de que, al mismo tiempo que habían ido fusilando a los prisioneros y descuartizando los cadáveres para que no pudieran ser identificados, habían estado removiendo el suelo y cavando una fosa en que enterrarlos; pero por lo que se veía les había faltado tiempo, y al sonar la voz de «¡Sálvese quien pueda!», habían tirado los picos y las palas y habían echado a correr, dejando sin terminar su horrible faena. Más tarde nos enteramos de que, efectivamente, no habían tenido tiempo de fusilar a todos los prisioneros, y en la confusión de la huida, unos pocos habían conseguido escapar, escalando las tapias del patio, de los fusilamientos, a pesar de que algunos chequistas, enconados, seguían tirando contra ellos, con lo que perdían un tiempo precioso para salvarse. A tanto llega la ferocidad humana.