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Yo le caí en gracia a aquella madama bolchevique, y, a cambio de que le diese unas lecciones de baile, le hablase de París, de la vida de los artistas y de otras novelerías por el estilo, me protegía y ayudaba a ir matando el hambre.

Cuando vino Sole a Odesa ya me protegió un poco menos.

Arte proletario

Armando me puso en relación con los artistas que para defenderse se habían organizado sindicalmente y celebraban funciones por su cuenta. Formaban parte del Sindicato unos seis mil artistas. Es decir, seis mil muertos de hambre que consiguieron permiso y ayuda de las autoridades soviéticas para montar en el mercado de Odesa un escenario y dar allí los espectáculos. Era una plazoleta destartalada, en la que el público permanecía en pie durante las representaciones. Sólo junto al escenario había dos o tres filas de bancos. Se llamaba el teatro Manesch, y era el único sitio en donde se podía actuar. Allí estaba el director, como siempre, el famoso Kudriadski, quien me dijo que si Sole iba a Odesa tendríamos trabajo. Me traje a Sole, y, efectivamente, trabajamos en el Manesch; pero como los artistas eran tantos sólo muy de tarde en tarde nos tocaba el turno de actuar. Todas las mañanas había que ir, sin embargo, al Sindicato para ver si estábamos en tablilla. Cobraban los artistas a prorrata, según las calificaciones establecidas por los tribunales examinadores de Kiev. A nosotros nos pagaban unos veinte mil rublos por día, con lo cual no había ni para comprar ni un pedazo de pan.

El Sindicato de artistas organizaba también excursiones a los pueblos y a las ciudades próximas, para lo cual contaba con dos vagones de ferrocarril, uno de los cuales se hallaba dispuesto en forma de escenario. En el otro, hacinados como el ganado, viajábamos y vivíamos los artistas. Así íbamos de pueblo en pueblo, siempre en compañía de los propagandistas soviéticos. Trabajábamos ordinariamente en la sala de espera de las estaciones. En algunos pueblos se celebraba el espectáculo en los mismos andenes, al costado de los vagones. Ya al final conseguimos que se nos autorizase para llevársela y cambiársela a los campesinos por harina, mantequilla, huevos o gallinas. De nada de aquello había en Odesa, donde la gente andaba famélica y casi desnuda por las calles. El aspecto que nosotros ofrecíamos también debía de ser lamentable. Sole iba vestida con un traje blanco, casi transparente, que discurrí hacerle con una sábana vieja. Yo iba algo mejor: me había gastado diez millones de rublos en hacerme un chaquetón con la tela de un saco de harina, y era casi un dandy.

Capitán de industria

Cavilando, cavilando, se me ocurrió, al fin, un negocio. Era difícil, porque los bolcheviques no consentían que se hiciesen negocios; pero aquel que yo discurrí no encontraron pretexto para prohibírmelo. En aquel tiempo casi todo el mundo andaba descalzo. Ni había pieles para hacer zapatos ni nadie tenía los millones de rublos que hacían falta para comprarse un par. Pensé entonces que con los tapices viejos y las alfombras de las casas burguesas que no servían para hacer trajes ni siquiera para que abrigasen echándolas sobre la cama se podía, en cambio, fabricar una especie de alpargata o zapatilla con la que se podría ir calzado por poco dinero. Me puse, pues, al habla con un zapatero judío que andaba muriéndose de hambre porque hacía ya años que nadie le encargaba un par de botas y constituimos un verdadero «trust para la introducción y explotación de la alpargata en Rusia». A pesar del bolchevismo, tuve que caer en las mallas del régimen capitalista y ponerme al habla con otro judío, que anticipó el dinero necesario para montar la industria: unos cien mil rublos. Con aquel dinero nos echamos a comprar tapices y alfombras por los antiguos palacios de la burguesía. Mi socio, el zapatero, confeccionaba con aquellos tejidos resistentes alpargatas bastante aceptables, y yo me iba al mercado a venderlas. Pagaba quince rublos por el permiso para vender, y tenía que estarme a la intemperie, a veces con veinte grados bajo cero, desde las tres de la madrugada hasta la caída de la tarde. Nos fue bien, y el primer mes liquidamos con diez millones quinientos noventa mil rublos de ganancia. Pero, ¡ay! el régimen comunista no me había librado de la garra del capitalismo, y mi tanto por ciento como socio industrial no pasó de ochenta mil y pico de rublos, menos de lo que costaba un limón. He conservado el libro de caja de aquella sociedad industrial para la introducción de la alpargata en Rusia, que fue seguramente una de las primeras empresas industriales acometidas después del diluvio bolchevique.

La crueldad inútil

Pero si eran poco el hambre y el tifus, padecíamos en Odesa otra plaga que rivalizaba en mortandad con las anteriores: la Checa.

La Checa en Odesa era entonces tan cruel y sanguinaria como lo había sido en Kiev, con la diferencia de que su crueldad no tenía siquiera la atenuante de la guerra civil y el contrapeso del terror blanco. Estaba instalada la Checa en un buque de guerra, el célebre barco Almas, que se hallaba fondeado en medio de la bahía. Aquel buque siniestro había sido convertido en prisión flotante, a la que se trasladaba a los detenidos por los esbirros de la Checa. Era entonces comisario en Odesa de la terrible institución un marino, tan sanguinario y cruel como todos los marinos que intervinieron en la revolución, y, además, medio loco. Era un tipo vesánico, que se gozaba dando muerte a los reos por su propia mano, y de ello se vanagloriaba después. Un ser monstruoso, cuyo solo nombre ponía espanto en el ánimo de la gente. Se decía que una de sus reacciones más frecuentes era la de coger la pistola inopinadamente y disparar a bocajarro sobre los infelices detenidos a los que estaba tomando declaración. Era un muchachote grande, fuerte y guapo. Tenía unas manías raras. Le daba por llevar siempre adelantado en media hora el reloj, y a todo el que se encontraba la preguntaba qué hora era, y cuando le decía la hora exacta se enfurecía y gritaba:

—¡Vas atrasado! ¡Todo el mundo va atrasado en Rusia! ¡Adelanta ese reloj si no quieres que te meta en la cárcel!

Se enamoró de una artista, y se iba al teatro para estar al lado de ella las horas y las horas. La artista le tenía miedo, pero no osaba rechazarlo. A un hermano de ella que se atrevió a insinuarle que no siguiese cortejándola le puso el revólver en el pecho y le dijo: