—Yo os guiaré, por supuesto —repuso de inmediato Sturm—. Habrá una cuantiosa recompensa para vosotros en pago al servicio que me hacéis. ¡El rey debe saber esta terrible noticia!
Caramon se volvió hacia su hermano, que parecía extremadamente complacido consigo mismo.
—¡No pensarás utilizarlo de ese modo! —protestó el guerrero.
—¿Por qué no? Hemos encontrado lo que buscábamos. —Señaló al caballero—. Hete aquí la llave a Thorbardin.
Tika se sentó en una columna rota y dio un suspiro apesadumbrado.
—Ojalá toda la fortaleza se desplomara sobre mí, me enterrara bajo los escombros y acabar así de una vez.
—Creo que llegas tarde —comentó Tas, que deambulaba por el corredor sembrado de cascotes, alumbraba aquí y allí con la antorcha y hurgaba con la jupak en los rincones oscuros con la esperanza de encontrar algo interesante—. La fortaleza se derrumbó todo lo que podía derrumbarse.
—Bien, pues, ojalá me caiga en un foso —dijo Tika—. O que ruede por una escalera y me rompa el cuello. Cualquier cosa con tal de no tener que volver a verle la cara a Caramon. ¿Por qué, por qué, por qué se me ocurriría venir? —Hundió la cara en las manos.
—No pareció muy contento de vernos, ¿verdad? —admitió Tas—. Lo que es raro, considerando todo el trabajo que nos hemos tomado para rescatarlo de esa escalamita devoradora de hombres.
Tika había dicho un pequeño embuste al asegurar que Tas y ella iban a buscar la salida. La fortaleza era un lugar oscuro y escalofriante y, aunque al kender le habría hecho feliz explorarla, la joven no tenía ni pizca de ganas de aventurarse en ella. Lo único que había deseado era alejarse de Caramon, así que Tas y ella se habían quedado en el corredor, no muy lejos de la estancia donde el guerrero discutía con su gemelo. La luz de las antorchas y del bastón de Raistlin se derramaba en el pasadizo. Tika oía las voces enfadadas, sobre todo la del mago, pero no entendía lo que decía. Hablarían mal de ella, sin duda. Las mejillas le ardieron. Acongojada, se meció atrás y adelante mientras gemía.
Tasslehoff le daba palmaditas en el hombro para que se tranquilizara cuando, de pronto, se puso a olisquear con fuerza.
—Huelo aire fresco —dijo y encogió la nariz—. Bueno, quizá no sea fresco, pero al menos me huele como aire de fuera, no de aquí dentro.
—¿Y qué? —repuso la joven con voz apagada.
—Le dijiste a Caramon que íbamos a buscar una salida. Bueno, pues creo que la hemos encontrado. ¡Vayamos a ver!
—No me refería a ese tipo de salida —comentó Tika con un suspiro—. Me refería a una salida de esa estúpida situación.
—Pero si encontramos una salida mejor que por donde entramos, entonces podrás decírselo a Caramon y Caramon se lo dirá a Raistlin, que ya no estaría enfadado con nosotros. Habremos sido útiles.
Tika alzó la cabeza. Eso era verdad. Si demostraban que podían ser útiles, Raistlin no seguiría enfadado con ellos. Caramon se alegraría de que lo hubiera seguido. Olisqueó el aire. Al principio lo único que percibió fue el olor húmedo y malsano de un sitio que ha permanecido bajo tierra mucho, mucho tiempo. Entonces supo a lo que se refería Tas. El soplo de aire era húmedo y lo impregnaba un hedor a putrefacción pero, al menos, como había dicho el kender, olía diferente del aire estancado en ese subterráneo.
—Creo que viene de allí arriba —dijo Tika, que echó la cabeza hacia atrás y escudriñó la penumbra de lo alto—. No veo nada. Alza más la antorcha.
Tas trepó ágilmente sobre la columna rota y desde allí se encaramó a otro fragmento que estaba caído encima del primero, con lo que se situó a la altura de los hombros de Tika. Estirando el brazo hasta casi descoyuntárselo, alzó la antorcha todo lo posible. La luz reveló la parte inferior de una pasarela de hierro de aspecto desvencijado.
—El aire fresco viene de ahí arriba, desde luego —informó Tas, aunque en realidad no percibía ninguna diferencia, pero quería que Tika dejara de pensar en sus problemas—. Tal vez si trepamos a esa pasarela encontremos una puerta o algo. ¿Has traído cuerda?
—Sabes perfectamente bien que no —replicó la joven, que volvió a suspirar—. No hay nada que hacer.
—¡Pues claro que sí! —gritó el kender, que luego escudriñó hacia arriba con la cabeza echada atrás—. Creo que si te subes a este trozo de columna y luego me subes a tus hombros podría llegar a la pasarela. ¿Entiendes lo que te digo? —Bajó la vista hacia Tika—. Como esos saltimbanquis que vimos en la feria el año pasado. Había un tipo que se ataba un nudo y...
—Nosotros no somos saltimbanquis —señaló la muchacha—. Seguramente nos romperíamos el cuello.
—Bueno, hace un momento decías que te lo querías romper —le recordó el kender—. ¡Venga, Tika, al menos podríamos intentarlo!
La joven sacudió la cabeza y Tas se encogió de hombros.
»Entonces supongo que no nos queda otra opción que volver y decirle a Caramon que hemos fracasado.
Eso le dio que pensar a Tika.
—¿De verdad crees que podemos hacerlo? —preguntó.
—¡Pues claro que sí! —Tas buscó un sitio donde poner la antorcha en la piedra sin que se apagara—. Ponte aquí. Planta bien los pies y quédate muy quieta. Voy a trepar por tu espalda hasta los hombros. ¡Uy, espera! Deberías quitarte la espada...
Tika desabrochó el talabarte y soltó el arma en la piedra, junto a la antorcha. Tas y ella intentaron de varias formas distintas que el kender se subiera a sus hombros, pero trepar por una persona no resultó tan fácil como parecía. Tras unos cuantos intentos fallidos, Tas resolvió cómo hacerlo.
—Por suerte tienes las caderas anchas —le dijo a la chica.
—Muchísimas gracias —replicó ella con acritud.
Plantando un pie en la cadera de la joven, Tas se aupó. Puso el otro pie en un hombro, subió el otro y se encontró encaramado a los hombros de Tika. Despacio, balanceándose un poco y apoyado con las manos en la cabeza de la joven, el kender se puso erguido.
—¡No imaginaba que pesaras tanto! —jadeó Tika—. ¡Será mejor que te... des prisa!
—¡Sujétame por los tobillos! —indicó Tas, que alzó las manos y logró asir dos de los balaustres de hierro—. ¡Ya puedes soltarme!
Tas levantó la pierna derecha para engancharla al balcón. Tras dos intentos consiguió hacerlo. Deslizó la pierna entre los balaustres y entonces no supo qué hacer con la otra pierna. Se quedó colgado un instante en una postura rara, incómoda y precaria en extremo.
Tika miró hacia arriba y se llevó la mano a la boca, aterrada de que Tas pudiera caerse.
Por suerte, su amigo descendía de un largo linaje de kenders que trepaban a balcones o se encaramaban a cornisas o caminaban por el caballete de los tejados. Un quiebro del cuerpo, unos cuantos gruñidos, un reajuste de la pierna para no correr el peligro de dislocarse la cadera, otro quiebro y un estrujar el cuerpo de manera que se deslizó entre los balaustres de hierro y se encontró tendido boca abajo en la pasarela.
—¡Lo has conseguido! —gritó Tika, impresionada—. ¿Qué hay ahí arriba? ¿Ves alguna salida?
La joven oyó que el kender rebullía en la oscuridad, pero no alcanzaba a ver qué hacía. Una vez pareció que tropezaba con algo, ya que soltó un quejido en tono irritado. Después volvió y se tendió al borde de la barandilla.
—Oye, Tika ¿por qué crees que se llama pasarela? ¿Se llamaría «Ela» quien la inventó?
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Y eso qué importa? —replicó la joven, irritada.
—Nada, sólo me lo preguntaba. Supongo que esa tal Ela estaba en un apuro y tenía que pasar a otra parte para escapar y entonces inventó la «pasarela».
Antes de que Tika tuviera ocasión de decirle que aquello no tenía sentido alguno, el kender añadió:
—Aquí hay montones de cuerda, rollos y rollos, así como antorchas y un saco con algo blandengue que apesta y que hace «chuf-chuf» al tocarlo. Seguiré buscando.