Delante de él, un mendigo avanzaba a trompicones, tambaleándose como un borracho. Estaba sucio, se cubría con harapos y le faltaba la mayor parte del brazo izquierdo, se conoce que de un accidente reciente pues la herida estaba aún en carne viva y olía. Miguel, que era generoso con los mendigos de la ciudad, a veces demasiado, sintió el impulso de la generosidad. ¿Por qué no había de mostrarse generoso? La caridad era un mitzvah [8] y en unos pocos meses difícilmente echaría en falta un puñado de ochavos.
Cuando echó mano de su bolsa, algo detuvo su mano. Miguel sintió el fuego de unos ojos detrás de él y se volvió. Joachim Waagenaar, apenas a cinco metros, le dedicó su sonrisa doliente.
– No permitáis que os detenga -le dijo aproximándose-. Si en vuestra bondad pretendíais dar unas monedas a ese infortunado, detestaría pensar que me he interpuesto en vuestro camino. Un hombre que puede regalar su dinero no debiera avergonzarse de mostrar caridad.
– Joachim! -exclamó Miguel aparentando tanta alegría como fue capaz-. En buena hora os encuentro.
– Guardaos vuestra falsa amabilidad -dijo- cuando habéis desdeñado con tanta rudeza reuniros conmigo.
Miguel hizo gala de la voz zalamera con la que convencía a los hombres para que compraran lo que no querían comprar.
– Un giro inesperado de los acontecimientos me impidió llegar. Fue muy desagradable y os aseguro que hubiera preferido estar con vos en lugar de con aquellos desagradables caballeros.
– Oh, no quiero ni imaginar tan terrible circunstancia -proclamó Joachim levantando la voz como un vendedor ambulante-. Unas circunstancias tan terribles que impidieron, no solo que cumplierais una promesa, sino que mandarais aviso de que no podíais hacer según lo acordado.
A Miguel se le ocurrió que acaso fuera preocupante que pudieran verlo en público con aquella persona. Si algún espía del ma'amad lo veía, bien podía suceder que Parido iniciara una investigación oficial. Una rápida ojeada reveló que solo había a la vista esposas, criadas y algunos artesanos. Había seguido un camino que por lo común no frecuentaban sus vecinos, así que supuso que podía continuar con aquella conversación sin riesgo a exponerse, al menos unos minutos.
– Debo deciros que no creo posible que en estos momentos podamos hacer ningún negocio -dijo tratando de mantener el tono amistoso-. Mis recursos son limitados y, si he de seros sincero, estoy abrumado por gran cantidad de deudas. -Era doloroso tener que decir aquellas palabras a semejante despojo, pero la verdad fue la única estrategia que se le ocurrió.
– También yo tengo deudas, con el panadero y el carnicero, y los dos me han amenazado con emprender acciones si no pago inmediatamente cuanto debo. Así pues, vayamos a la Bolsa -sugirió Joachim-. Podemos poner dinero en algún barco de carga que tenga visos de ser rentable o en algún otro plan que se os ocurra.
– ¿De qué clase de inversión me habláis cuando no podéis pagaros ni el pan?
– Vos me prestaréis el dinero -contestó el otro muy seguro-. Os lo devolveré con la parte de los beneficios que me corresponda, cosa que debería impulsaros a invertir con mayor tino que en ocasiones anteriores, cuando lo que invertíais era el dinero de otros.
Miguel dejó de caminar.
– Lamento que os consideréis agraviado, pero debéis comprender que también yo perdí mucho dinero en aquel desafortunado asunto. -Tomó aliento. Mejor decirlo que aguantar las fantásticas ideas de Joachim-. Habláis de vuestras deudas, pero yo tengo tantas deudas como para comprar a vuestro panadero y vuestro carnicero juntos. Lamento vuestra situación, pero ignoro qué podría hacer por vos.
– Ibais a dar dinero a aquel mendigo. ¿Por qué darle a él si no estáis dispuesto a darme a mí? ¿No estáis siendo un tanto caprichoso?
– ¿Cambiarían para vos algo un puñado de ochavos, Joachim? Si es así, os los daré de buen grado. Pero acaso tal cantidad os ofendería.
– Me ofendería -replicó el otro-. ¿Unos pocos ochavos frente a los quinientos que me birlasteis?
Miguel suspiró. ¿Cómo era posible que la vida fuera tan prometedora y tan tediosa en una misma mañana?
– Mis finanzas están un tanto desordenadas en estos momentos, pero en el plazo de medio año seguro que podré ofreceros algo… os ayudaré en este plan que habéis mentado, y lo haré con mucho gusto.
– ¿Medio año? -La voz de Joachim empezaba a ponerse chillona-. ¿Acaso vos dormiríais sobre paja sucia y comeríais gachas aguadas durante medio año? Mi esposa, Clara, a quien yo prometí comodidades y contentamiento, vende ahora pasteles en los callejones que corren detrás de la Oude Kerk. En medio año ya habrá mudado en ramera. He tratado de convencerla para que se hospede un tiempo con unos parientes de Amberes, pero no quiere permanecer en esa ciudad espantosa. ¿Pensáis que me pondréis las cosas más fáciles hablándome de medio año?
Miguel pensó en la esposa de Joachim, Clara. La había visto una o dos veces, y la mujer había demostrado mejor talante y sentido común -y ciertamente más belleza- que su esposo.
Pensar en la hermosa mujer de Joachim hizo que Miguel se sintiera más generoso de lo que se hubiera sentido de otro modo.
– No llevo mucho conmigo -dijo-. Ni tengo mucho en ninguna parte. Pero puedo daros dos florines si eso sirve para aliviar vuestras necesidades más inmediatas.
– Dos florines no son sino un insignificante inicio -dijo Joachim-. Y solo podría considerarlo un primer pago de los quinientos florines que perdí.
– Lamento que os consideréis perjudicado, pero tengo negocios que atender. No puedo dedicaros más tiempo.
– ¿Y qué negocios son esos? -preguntó Joachim, plantándose delante de Miguel y cerrándole el paso-. ¿Un negocio sin dinero?
– Sí, y os conviene no entorpecer mis esfuerzos.
– No debierais ser tan desagradable conmigo -dijo Joachim hablando en un portugués con un acento muy marcado-. Cuando un hombre lo ha perdido todo ya no le queda nada que perder.
Hacía un tiempo, cuando se llevaban bastante mejor, Miguel musitó algo para sí en portugués y se sorprendió al ver que Joachim le contestaba en dicha lengua. El hombre se rió y le dijo que, en una ciudad como Amsterdam, jamás hay que dar por sentado que los demás no entienden la lengua que uno habla. En aquellos momentos, Joachim había utilizado el portugués acaso para insinuar una intimidad peligrosa, una familiaridad con los manejos de la Nación Portuguesa, aun con el poder del ma'amad. ¿Era aquel gesto de hablar en portugués una amenaza, una indicación de que, si no conseguía lo que quería, diría al Consejo que Miguel había estado haciendo de corredor para gentiles?
– No permitiré que me amenacéis -dijo Miguel en holandés. Se mantuvo firme.
Joachim extendió la mano y empujó a Miguel. El gesto carecía de fuerza, era más bien de desprecio, un pequeño empujón, pero lo suficiente para obligar a Miguel a dar un paso y medio hacia atrás.
– Creo -dijo el hombre imitando el tono de Miguel- que seréis amenazado.
Miguel no supo qué decir. Ya odiaba bastante a Joachim por amenazarle con el ma'amad, pero que lo amenazara también con la violencia era intolerable. Sin embargo ¿qué podía hacer? ¿Golpearlo? Los riesgos de apartar del camino a un demente… no, no podía arriesgarse a una confrontación violenta con el holandés. El ma'amad lo expulsaría sin vacilar. En Lisboa no hubiera dudado en golpear a ese rufián, pero allí no podía hacer más que mirar con impotencia.
Intuyendo las dudas de Miguel, Joachim sonrió mostrando sus dientes rotos con gesto amenazador.
A su alrededor, Miguel advirtió las miradas de la gente que pasaba: un judío bien vestido entablando conversación con un mendigo. Entre católicos portugueses, que nunca ocultan su curiosidad, aquella extraña pareja hubiera sido rodeada por un corrillo de criadas y esposas de campesinos, las cuales contemplarían la escena visiblemente complacidas mientras se pasaban las manos enharinadas por los delantales, riendo y lanzándoles improperios como si aquel conflicto fuera un espectáculo de marionetas escenificado para su diversión. Allí en cambio, entre los holandeses, que se habían tomado muy a pecho el recato que predicaba la Iglesia Reformada, los curiosos apartaban la mirada educadamente, como si poner la mirada sobre los asuntos de los demás fuera cosa vergonzosa. Sin duda también tenían asuntos que atender.