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Él hubiera podido salir de la habitación o insultarla. Pero no hizo tal cosa, y ahora Hannah tenía motivo para arrepentirse de sus palabras, no por cuanto pudieran significar para ella o aun para Miguel, sino por lo que significarían para su esposo. Hannah lo había imaginado furioso, encolerizado, pero no abatido y derrotado.

– Entonces no tengo nada -dijo él en voz baja-. Todo se ha perdido. Habré de vender la casa. Y ahora ni tan siquiera tendré a mi hijo.

– Es una niña -dijo Hannah con suavidad-. Lo soñé.

Daniel no pareció oírla.

– Lo he perdido todo -repitió-. Y a manos de mi hermano. No habré de permanecer aquí.

– ¿Adónde irás? -preguntó ella, como si hablara con un amigo apesadumbrado.

– Venecia, acaso Londres. ¿Irás a Miguel?

– Ignoro si querrá aceptarme. -Estas pocas palabras, pronunciadas por rencor hacia Daniel, habían cambiado la vida de Miguel. ¿Cómo podía haber hecho algo tan cruel? Y sin embargo, si podía retractarse, no lo hizo.

– Te aceptará. Es hombre de honor. Conseguiré que el ma'amad autorice el divorcio y me iré.

Hannah pensó en acercarse, tomarle la mano y ofrecerle alguna palabra de consuelo…, pero si hubiera hecho tal cosa hubiera sido ante todo por sí misma, para sentirse menos culpable. Y no osaba romper el hechizo.

– Me iré ahora -dijo ella.

– Será lo mejor.

Mientras caminaba por el Vlooyenburg, el miedo iba cayendo gota a gota. Se había imaginado a Miguel rechazándola, insultándola, cerrándole la puerta en su cara. ¿Qué haría entonces? No tendría casa ni dinero, y sí una hija a quien cuidar. Acaso encontraría un convento donde quisieran admitirla, pero ignoraba si había conventos en las Provincias Unidas. Quizá tendría que ir hacia el sur, a Amberes, para encontrar uno. ¿Y cómo llegaría? Solo tenía unas monedas a su nombre.

Pero no deseaba atormentarse. Miguel jamás la abandonaría. Cuando menos, ahora que volvía a ser un gran mercader, le daría con qué sustentarse. También ella podría marcharse a algún lugar y empezar de nuevo, haciéndose pasar por viuda. Acaso no fuera la mejor de las vidas, pero tampoco sería una vida desdichada. Tenía todo el mundo ante ella y, aun cuando no pudiera decidir dónde descansar, sabía que cualquier cosa sería mejor que el lugar de donde venía.

Miguel aún no había contratado a una sirvienta en su nueva casa, de suerte que abrió la puerta él mismo. Por un momento se la quedó mirando, sin saber muy bien qué hacer, luego la invitó a pasar.

– Le he dicho a vuestro hermano que sois el padre de la niña -dijo Hannah en cuanto oyó cerrarse la puerta.

Él se volvió a mirarla, con expresión inescrutable.

– ¿Os concederá el divorcio?

Ella asintió.

Miguel no dijo nada. Su mandíbula estaba muy tensa, sus ojos entrecerrados, en tanto meditaba envuelto en un largo, cruelmente largo e insondable silencio.

Hay demasiados postigos cerrados en la casa, pensó Hannah, y los pasillos se veían oscuros y lóbregos, lo que confería a las losas blancas del suelo un tono grisáceo. Miguel vivía allí, pero aún no era su hogar. No había pinturas en las paredes. Un polvoriento espejo estaba apoyado contra el suelo. A lo lejos, Hannah notaba el olor de una lámpara de aceite encendida y veía el débil baile de la luz en otra habitación. En algún lugar de la casa, un reloj tocó la hora.

– Si os acepto por esposa -dijo Miguel al cabo-, ¿aceptaréis obedecerme en todas las cosas?

– No -dijo ella. Y se mordió el labio por tener las lágrimas y la sonrisa.

– ¿Ni tan siquiera un poco?

– Bueno. Os obedeceré un poco.

– Bien. Un poco es cuanto pido -dijo, y la abrazó.

34

Con la panza llena de arenque ligeramente curado, servido con nabos y puerros, Miguel se recostó contra la silla por observar la Urca. Aquel era su momento de gloria. Todos los hombres de la Nación Portuguesa hablaban de su maravillosa e incomprensible manipulación del mercado del café, pues era tan insignificante que ni los hombres más reputados le habían dedicado jamás sino una mirada fugaz. Lienzo había demostrado ser persona de sustancia, decían todos. Parido se había propuesto destruirle, pero Lienzo había hecho que sus fechorías se volvieran contra él. Brillante. Ingenioso. Aquel hombre a quien en otro tiempo se tuvo por un necio jugador había demostrado ser un gran comerciante.

Media docena de mercaderes del más alto nivel acompañaban a Miguel en la mesa, bebiendo su parte del vino que él había pagado. En cuanto pasó por la puerta, gran número de sujetos deseosos se habían arremolinado a su alrededor, y a Miguel se le hizo difícil abrirse paso hasta sus nuevos amigos. Senhores de más edad que antaño miraran a Miguel con desdén ahora deseaban hacer negocios con él. ¿Le interesaría al senhor Lienzo considerar cierto asunto sobre el jengibre? ¿Le interesaría al senhor Lienzo escuchar las oportunidades que ofrece la Bolsa de Londres?

El senhor Lienzo tenía gran interés en tales materias, y tenía aún más grande interés en el hecho de que los tales hombres buscaran ahora su colaboración. Pero, pensaba, a los hombres de comercio es mejor tratarlos como a rameras holandesas. Si ahora las descuido un poco, más tarde estarán más deseosas. Que esperen. Miguel aún no tenía una idea clara de lo que quería hacer con su recién encontrada solvencia. No era tan rico como hubiera esperado, pero sí lo bastante, y pronto tendría una esposa y -antes de lo que esperaba- un hijo.

No pudo evitar reír por la ironía. El ma'amad expulsaba de la comunidad a un hombre justo por ofrecer unas monedas a un mendigo vetado, pero Miguel podía robarle la esposa a su hermano siempre que lo hiciera legalmente. Tendría su divorcio y entonces sería suya. Entretanto, Miguel había alquilado para ella unas habitaciones en una bonita casa del Vlooyenburg. Había contratado a una moza que ella misma eligió, bebía café, se distraía con amigas que nunca creyó tener, mujeres que corrían a su sala de recibir ahora que sabían que era el objeto de un escándalo tan delicioso y maravillosamente resuelto. Y había ido a visitar a Miguel en su nueva casa. Por supuesto. No había razón para esperar la aprobación legal del matrimonio.

Miguel bebió en abundancia con estos amigos y volvió a relatar la historia de su triunfo. La cara de sorpresa de Parido cuando Joachim empezó a vender. El gusto cuando los mercaderes tudescos hicieron bajar los precios. El sorprendente interés de aquellos extranjeros del Levante. ¿De verdad era un indio oriental quien compró cincuenta barriles de café al francés?

Pudieran haber proseguido con la celebración durante horas o cuando menos en tanto Miguel siguiera pidiendo vino, pero Salomão Parido entró y todos guardaron silencio. Miguel sintió una extraña mezcla de placer y miedo. Esperaba ver allí a Parido. Un hombre como él, tan embebido de poder, no podía ocultarse en la derrota. Había de mostrarse públicamente, demostrar a la Nación que aquellas pequeñas pérdidas nada significaban para él.

Parido se inclinó hacia delante y habló a unos amigos con especial cordialidad. Miguel esperaba que el parnass permanecería con ellos, que daría la espalda a su enemigo y haría caso omiso de su presencia, pero no era ese su plan. Tras hablar con sus hombres, se acercó a la mesa de Miguel. Aquellos que unos momentos antes estuvieran riendo del fracaso de Parido ahora se daban empellones por mostrarle sus respetos, pero el parnass no tenía ningún interés en aquel despliegue.

– Una palabra -le dijo a Miguel.

Miguel sonrió a sus compañeros y siguió a Parido a un rincón tranquilo. Todos los ojos estaban sobre ellos, y Miguel tuvo la desagradable sensación de que estaba siendo objeto de mofas.