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Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Al principio, mi traslado a Amsterdam resultó todo lo que hubiera podido desear. Después de pasar años entre los asquerosos fangos de Londres, pútrida capital de una nación pútrida, Amsterdam se me antojó el más limpio y hermoso de los lugares. Inglaterra se había convertido en un país desordenado, con revoluciones y regicidios. Cuando vivía allí, tuve ocasión de conocer a un hombre llamado Menaseh ben Israel, [4] que llegó de Amsterdam para convencer al rey guerrero-cura, Cromwell, de que permitiera a los ingleses judíos establecer allí su hogar. Por la forma en que Menaseh describía Amsterdam se hubiere dicho que era el mismísimo Jardín del Edén con casas de ladrillo rojo.

En mis primeros días en esta tierra, pensé que acaso tuviera razón. El ma'amad local, el Consejo Rector de los judíos, abrazaba cordialmente a los recién llegados. Hacía las diligencias para que amables desconocidos nos acogieran hasta que pudiéramos encontrar una casa. Enseguida evaluaba nuestro conocimiento de las costumbres y las santas leyes de nuestra raza, y empezaba a instruirnos en aquellos aspectos en los que manifestábamos ignorancia. La Talmud Torá, la gran sinagoga de los judíos portugueses, ofrecía la posibilidad de estudiar según el grado de conocimiento de cada uno.

Llegué a Amsterdam con unas cuantas monedas en mi bolsa y estaba a mi alcance establecerme como negociante, si bien aún no sabía a qué suerte de negocio pudiera dedicarme. Sin embargo, pronto descubrí algo que fue de mi agrado. En la Bolsa había surgido una nueva forma de comerciar, que consistía en comprar y vender cosas que nadie poseía y que, ciertamente, nadie tenía intención de poseer. Se trataba de algo muy semejante al juego y que recibía el nombre de «futuros». La persona tenía que apostar si el precio de un producto iba a subir o a bajar. Si el comerciante había supuesto correctamente, ganaba más dinero del que hubiera conseguido de haber comprado o vendido directamente. Si se equivocaba, el coste era formidable, pues no solo perdía el dinero invertido, también debía pagar la diferencia entre lo que había comprado y el precio final. Enseguida vi que no era este comercio para los tímidos ni tan siquiera para los valientes. Era un negocio para los afortunados, y yo me había pasado la vida aprendiendo a labrarme mi propia fortuna.

No era yo el único. La Bolsa estaba repleta de grupos llamados asociaciones comerciales que manipulaban los mercados como mejor sabían. Una asociación podía hacer circular el rumor de que pensaba comprar, digamos, prendas de lana inglesa. La Bolsa, al oír que un importante grupo iba a comprar, respondía y en consecuencia el precio subía. Sin embargo, desde el principio, la verdadera intención de esta asociación era vender y, tan pronto alcanzaban los productos de lana un precio satisfactorio, vendían. Estas asociaciones, como bien verá el lector avisado, hacen muchos negocios por aparentar; sus hombres deben hacer lo que dicen las más de las veces, pues de lo contrario, los rumores que rodean sus movimientos jamás se tomarían en consideración.

Yo mismo no tardé en convertirme en abastecedor de rumores. Hacía bailar a mi antojo las mercancías y me daba buena maña en no dejar huellas. Comprobad los dados si queréis, caballero. Veréis que son completamente normales. Una palabra aquí, un rumor allá. No por mi boca, por supuesto, pero se hacía. Se apostaba por tal artículo, en contra de aquel otro. Un sistema muy útil.

Poco después de mi llegada a la ciudad, acabé pasando las horas muertas en un establecimiento de apuestas regentado por un sujeto llamado Juárez. El juego estaba estrictamente prohibido por el ma'amad, pero lo cierto es que muchas cosas prohibidas se toleraban siempre que se hicieran con discreción. Juárez tenía una taberna pequeña y discreta que atendía a los judíos portugueses. Les ofrecía comida y bebida conforme a las leyes sagradas y no permitía que las rameras practicaran allí su oficio, de modo que los parnassim no lo molestaban.

Allí, yo jugaba a las cartas, entre otros, con un mercader unos diez años mayor que yo llamado Saloma˜o Parido; ni yo le gustaba a él, ni él me gustaba a mí. ¿Por qué? No sabría decirlo. No hubo ningún agravio, ningún desaire que vengar. A veces es algo tan simple como que, por su natural carácter, dos hombres no pueden estar cerca, como imanes que se repelen. A mí, él, se me antojaba una persona agria; para su gusto, yo era demasiado entusiasta. Aun cuando nuestro trabajo y nuestra fe con frecuencia nos hacían coincidir, ninguno de los dos se sentía contento de ver al otro. A veces estábamos en una misma habitación y, sin ningún motivo, él me miraba con el ceño fruncido y yo le sonreía a él con descaro. Él decía que si los fulleros… queriendo azuzarme por mi pasado; y yo respondía que si los idiotas… pues sabía que su único hijo le había nacido corto de entendederas.

Quizá dirá el lector «Alferonda, es cruel burlarse del infortunio de un hombre», y tenéis toda la razón. Es cruel, pero fue Parido quien hizo brotar en mí la crueldad. De haberse mostrado más amable, tal vez lo hubiera mirado con más compasión. Acaso entonces hubiera visto sus riquezas -su inmensa casa llena de alfombras, cuadros y fruslerías de oro, su ostentoso coche de caballos, sus manejos en la Bolsa, los cuales prosperaban simplemente por el volumen de dinero que los apoyaba- como una pequeña compensación por sus cuitas domésticas. Hubiera tenido sus caros ropajes por una máscara tras la que ocultar su pena. Hubiera visto sus opíparos banquetes -comidas con docenas de invitados, toneles de vino, ruedas de queso, rebaños de ovejas asadas- con otros ojos, pues yo habría sido uno de los invitados y hubiera visto la satisfacción que ponía haciendo de huésped. Pero jamás recibí las invitaciones hermosamente caligrafiadas para visitar su casa. Mis amigos sí, os lo aseguro, y yo había de oírles contar maravillas. Pero Parido no tenía lugar para Alferonda en su magnífica casa. Así pues ¿por qué había de buscarle Alferonda un lugar en su magnífico corazón?

Una noche, el destino quiso que coincidiéramos en una partida de cartas. Yo había bebido más vino del que conviene a un jugador y, viendo que Parido miraba con buena cara a todos cuantos había en la mesa menos a mí, fui incapaz de tener las ganas de hacer trampa con él, aunque fuera un poco.

Si un hombre hace trampas en las cartas con la simple intención de ganar, suscitará la desconfianza de todos. Pero si hace trampas sin otro motivo que conseguir que otro pierda, seguramente encontrará más amigos que enemigos. Cuanto más desdén me demostraba Parido, más certificado estaba yo en que las cartas no iban por camino que le conviniera. La escalera o el número que él buscaba acababan siempre en manos de otro o, cuando me veía apurado, escondido en mi manga. Los momentos en que pensaba que todo saldría bien reventaban como simples burbujas. En más de una ocasión le vi mirar con recelo en mi dirección, pero yo no había logrado más que pequeñas ganancias. ¿Qué culpa podía tener?

Supongo que este asunto hubiera quedado en nada de haber terminado ahí. Aquella noche, él perdió unos cuantos florines, pero nada importante. Un hombre como Parido sabe que nunca ha de poner sobre la mesa más de lo que está dispuesto a perder como precio por la diversión de una noche. Sin embargo, unos meses después, las cosas tomaron otro cariz.

Yo sabía que Parido y su asociación de comerciantes tenían pensada una maniobra con la sal de Setúbal. El precio había caído en picado y las exportaciones se habían reducido. Por tanto tenía que subir, y los hombres de Parido querían provocar ellos mismos la subida en lugar de esperar a que los cogiera por sorpresa. La noticia me llegó por boca de un tabernero -uno de los muchos a quienes pagaba por tales informaciones- y vi en ello la ocasión de beneficiarme. Quiero dejar claro que jamás hice nada con el solo propósito de herir a Parido. El no me gustaba ni yo a él, pero eso no tiene importancia cuando se trata de negocios. Hice lo que hice buscando beneficios. Nada más.

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[4] Célebre rabino sefardita que luchó por conseguir que se permitiera a los judíos volver a instalarse en Inglaterra (de donde habían sido expulsados en 1290) porque estaba convencido de que allí se completaría la diáspora, condición imprescindible para que pudiera producirse la venida del Mesías. (N. de la T.)