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Sin duda, no podía resultar ningún mal de aquello. Con algunas mentiras, si algunas monedas se birlaban y luego aparecían mágicamente, ¿qué mal haría en ello? A todo hombre le gustan las trampas y los fulleros. Por eso que campesinos medio muertos de hambre sacrifican sus salarios duramente ganados cuando pasan por los pueblos saltimbanquis y gitanas. A todo el mundo le gusta que lo engañen… pero solo si ha consentido antes en el engaño.

Una noche, estando yo sentado en mis habitaciones sumergido en el estudio de la sagrada Torá -digo palabras ciertas, pues el cherem no había mermado mi amor por el conocimiento ni una pizca-, oí que alguien golpeaba fuertemente la puerta de la calle. Unos momentos después, mi sirviente, el viejo Roland (pues, a pesar de lo que se estile entre los holandeses, me gusta tener a un hombre a mi servicio y no permitiré que una nación de comedores de queso me diga a quién he de contratar), llamó con unos toquecitos a la puerta de mi aposento privado y dijo que había «un hebreo del género portugués muy borracho» que llamaba y que, al preguntarle qué quería, dijo que venía a matar al hombre que allí vivía.

Yo señalé con cuidado el lugar del libro y cerré el volumen con reverencia.

– De todos modos -dije yo-, haz pasar a ese hombre.

Pronto tuve ante mí a un Miguel Lienzo aturdido por el beber, tambaleándose para acá y para allá. Pedí a Roland que nos trajera vino. Dudaba que Miguel quisiera beber más de cuanto había bebido, pero aún tenía yo la esperanza de que el encuentro terminara con él dormido. Cuando el sirviente se retiró ofrecí asiento a mi visitante y le dije que esperaba sus palabras.

Él se dejó caer torpemente en el duro asiento, pues en aquella habitación solo recibía visitas que no quería que se quedaran largo rato.

– ¿Por qué no me dijisteis que prestasteis dinero a Geertruid Damhuis? -preguntó con la boca pastosa.

– Presto a tantas personas… -dije yo-. No podéis esperar que siga los pasos de cada cual.

Con aquella pequeña ofuscación no pretendía engañarle. En realidad, no estoy seguro de lo que pretendía. Pero sí sé lo que consiguió: encolerizarlo grandemente.

– ¡Maldito seáis! -gritó medio incorporándose de la silla-. Si jugáis conmigo, os mataré.

Empecé yo a creer sus palabras, aun cuando él no llevaba arma alguna a la vista y no parecía difícil eludir sus intentos de borracho si las cosas se ponían feas. De todos modos, alcé la mano por detenerlo y esperé a que tomara asiento de nuevo.

– Tenéis razón. No os lo dije porque me convenía que creyerais que estaba compinchada con Parido. Ya debéis saber que estoy más que complacido de que vuestro plan haya arruinado a Parido, pero lo cierto es que he participado yo en ello mucho más de lo que podíais imaginar.

Miguel asintió como si recordara algo.

– Parido ya había invertido en el café antes de que yo iniciara mi empresa, ¿no es cierto? No era él quien pretendía malbaratar mis planes. Era yo quien habría de malbaratar los de él. ¿Es así?

– Sí -confesé-. Parido entró en el negocio del café unos meses antes que vos. Fue algo complicado conseguir que no os enterarais, pero mi hombre en la taberna de café sabía que debía negaros la entrada si Parido estaba allí. Una simple precaución. Veréis, Parido no tenía en las mientes nada tan complejo como vuestro plan de haceros con el monopolio. Él solo quería poner en movimiento opciones de compra y de venta, y cuando vos empezasteis a comprar café de aquella forma, amenazasteis sus inversiones, igual que habíais hecho con el aceite de ballena.

Miguel meneó la cabeza.

– ¿De modo que hicisteis que Geertruid me sedujera para entrar en el negocio del café con el solo propósito de perjudicar a Parido y luego la traicionasteis?

– Me halaga que me tengáis por persona tan ingeniosa, pero mi participación fue mucho menos importante. Vuestra señora Damhuis descubrió el café ella solita y os sedujo porque pensó que seríais un buen socio. Cuando supe de vuestro interés, reconozco que os animé porque sabía que sería en perjuicio de Parido y fui dándoos pequeños indicios de cómo Parido intrigaba contra vos. Pero eso fue todo.

– ¿Cómo fue que Geertruid acudió a vos para pediros su dinero?

– No sé si estaréis al tanto de la historia de esta mujer, pero debéis saber que es una ladrona, y yo soy el hombre a quien acuden los ladrones cuando necesitan grandes sumas de dinero. Dudo que hubiera podido encontrar a otra persona que le prestara ese dinero.

– No recuperaréis ese dinero. Ha huido de la ciudad.

Yo me encogí de hombros, pues esperaba algo semejante.

– Ya veremos. Tengo agentes en cualquier lugar adonde quiera ir. Todavía no he perdido la esperanza de recuperar mis florines, pero, si están perdidos, es un precio que habré de pagar gustoso por haber perjudicado a Parido. El hombre no solo ha perdido una gran cantidad de dinero, ha quedado como un necio ante la comunidad. Jamás volverá a ser elegido para el ma'amad, y sus días de poder se han acabado. ¿Acaso no merece eso las molestias que pueda causarse a una ladrona como Geertruid Damhuis?

– Es mi amiga -dijo Miguel con tristeza-. Podíais haberme dicho lo que sabíais. Solo era menester que me lo contarais, y yo hubiera podido evitar todo esto.

– ¿Y qué más habríais evitado? De haber sabido que los intentos de acercamiento de Parido eran sinceros, que él se había interesado por el café primero y que vos amenazabais sus inversiones, ¿hubierais seguido adelante? ¿Os hubierais empeñado en vencerle en aquella contienda u os hubierais retirado? Se me hace que los dos sabemos la verdad, Miguel. Sois un intrigante, pero no tan bueno como para hacer lo que había que hacer.

– No era menester hacer todo eso.

– ¡Sí lo era! -Golpeé la mesa con la mano-. Ese retorcido de Parido hizo que se me expulsara de la comunidad porque yo no le gustaba. Empleaba débiles excusas para justificarse, pero no era más que un déspota insignificante que utilizaba el escaso poder que tenía para sentirse importante. Así que, ¿y qué si trató de acercarse a vos, el hermano de un socio, para hacer las paces? ¿Disculpa eso el daño que ha hecho y que seguirá haciendo? He hecho a nuestro pueblo un gran servicio al quitarlo de en medio, Miguel.

– ¿Y poco importa que hayáis destruido a Geertruid, que era mi amiga?

– Oh, ella no está acabada, Miguel. Es una ladrona y una fullera. Conozco a las de su calaña y os puedo asegurar que se las arreglará muy bien. Es una astuta mujer que aún goza de gran belleza. El año próximo, por estas fechas, será la esposa de algún burgués de Amberes o la amante de algún príncipe italiano. No debéis preocuparos por ella. Después de todo, soy yo quien ha perdido los tres mil florines. Hubiera podido devolverme algo.

Miguel se limitó a menear la cabeza.

– Estáis furioso por otra cosa, imagino. Habéis ganado algo de dinero. Os habéis librado de las deudas y aún os quedan unos bonitos beneficios, y sois el mercader más popular del Vlooyenburg… al menos de momento. Pero estáis enojado porque no habéis conseguido la opulencia que esperabais.

Miguel lo miró. Acaso le avergonzaba reconocer que, ciertamente, estaba enojado por no haber ganado cuanto creyó poder ganar.

– Entre los dos acaso hubierais logrado haceros con el mercado del café en Europa -dije yo-, pero no lo creo. Ese plan vuestro era demasiado ambicioso; la Compañía de las Indias Orientales no lo hubiera permitido. Mi intención era rescataros antes de que os excedierais. De no haberlo hecho así, en medio año hubierais vuelto a quedar arruinado. Pero, en vez de eso, habéis salido muy bien parado. ¿Acaso pensáis que porque vuestro plan con Geertruid Damhuis ha fracasado no tendréis más que ver con el café? Tonterías. Vos habéis hecho famosa esta mercancía, Miguel, y ahora la ciudad entera está pendiente de vos. Aún podéis hacer una gran fortuna. Queríais un negocio que os permitiera acabar con tantas maquinaciones, y en cambio tenéis uno que solo es un principio. Utilizadlo con sabiduría y tendréis vuestra opulencia a su debido tiempo.