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– No teníais derecho a engañarme como lo hicisteis.

Yo me encogí de hombros.

– Quizá, pero os he hecho un gran bien. Tenéis vuestro dinero y, según he oído, pronto habréis de casaros. Mi enhorabuena para vos y la hermosa novia. Decíais que queríais una esposa y familia, y ahora tendréis ambas cosas por mí. Acaso no habré sido vuestro amigo más sincero, pero siempre he sido el mejor que teníais.

Miguel se levantó de la silla.

– Un hombre ha de hacer su propia fortuna, no ser utilizado como una pieza del ajedrez. Jamás os perdonaré.

Dado que se había presentado en mi casa con la intención de matarme, que nunca me perdonara se me antojó una notable victoria.

– Algún día me perdonaréis -dije yo- y aun me daréis las gracias. -Pero ya se había ido, bajaba ya las escaleras con paso tan apresurado que casi cayó. Estaba tan borracho que tardó unos minutos en encontrar la puerta. Oí ruido de botellas que se rompían y un mueble caer, pero eso poco significaba para mí. Cuando se fue le pedí a Roland que dijera a la moza que ya podía salir de su escondite. Annetje estaba mucho más hermosa ahora que yo cuidaba de ella. Sabía que era mejor que Miguel no la viera en mi casa, pues su rostro radiante era un testimonio inconfundible de que yo era mejor amante, y era esta una información de la que acaso fuere mejor proteger a sus frágiles sentimientos en tan delicado momento.

35

Miguel apenas si conocía la distribución de los muebles, y había arcones con ropas y cajas de objetos recién adquiridos repartidos por la habitación. Llamaron a su puerta por la mañana temprano, antes de que el sol ahuyentara las sombras, y Miguel supuso que la sirvienta había salido ya a tomar su leche con pan de la mañana. Le dolía la cabeza, y la dolorosa sensación de algo terrible que no osaba conjurar acechaba sus pensamientos.

Geertruid. Había destruido a Geertruid por nada… por la mezquina venganza de Alferonda contra un hombre que había tratado sinceramente de reconciliarse con Miguel y ser su amigo. Parido no era más que un mercader que trataba de proteger sus inversiones. Miguel había sido el villano.

Mejor volver a dormir y no darle más vueltas, aunque solo fuera por unas horas.

Los golpes en la puerta no lo dejaban tranquilo. Se levantó de la cama -sin disfrutar, por primera vez desde que se mudó, de la sensación de estar en una cama normal en lugar de en una de aquellas monstruosidades-, y se puso algo de ropa y unos zuecos. La casa era un laberinto de arcones y muebles mal colocados, así que Miguel tropezó dos veces antes de llegar a la puerta de la cocina. Solo llevaba quince días en la casa y apenas si sabía dónde estaba la cocina; después de todo, la sirvienta se ocupaba de aquello.

Finalmente, encontró la cocina y abrió la hoja superior de la puerta. Los agradables olores de la mañana -pescado, cerveza, pan recién hecho- saltaron sobre él con tal fuerza que el estómago le dio un vuelco y hubo de cerrar los ojos por no vomitar. Cuando volvió a abrirlos, se encontró mirando el rostro macilento de Hendrick. Había perdido el sombrero, y sus cabellos colgaban sucios alrededor de la cara. Debajo del ojo presentaba el hombre un tajo con un aspecto muy malo y tenía sangre en la camisa. Por alguna razón, Miguel supo enseguida que la sangre no era suya.

– No puedo permitirme perder el tiempo -dijo-, así que no os pediré que me dejéis pasar.

– ¿Qué queréis? -Miguel había empezado una nueva vida y no deseaba ser visto en conversación con semejante sujeto. El recuerdo de una conversación resonaba lejano en su conciencia. ¿Acaso no le había prometido Hendrick que lo mataría si traicionaba a Geertruid?

Pero echaba de verse que Hendrick no había venido a matar.

– He venido a por mis cincuenta florines -dijo el hombre limpiándose una cierta mugre del mostacho.

– No os comprendo.

– Teníamos un contrato, vos y yo. Un acuerdo. Vos me ofrecisteis el dinero y yo lo acepté. Anoche. Encontré al sujeto y lo hice.

Joachim. Había dado una paliza a Joachim.

– Pero yo jamás os dije que lo hicierais. Simplemente os pregunté por el asunto.

– Bueno, ahora ya es tarde para andarse con excusas y sutilezas. El asunto está hecho, y yo necesito mi dinero. Así son las cosas. -Y le dio media risa cavernosa que mudó en tos-. El tipo tiene su paliza y será mejor que yo abandone la ciudad sin demora antes de que los guardias me prendan.

– No pienso daros nada. Nunca os pedí que hicierais tal cosa.

La violencia que siempre acechaba en las maneras de Hendrick afloró ahora a la superficie. La sangre le subió al rostro, y sus ojos se abrieron con desmesura.

– Oídme bien, judío. Mejor me dais el dinero, pues de lo contrario habrá más problemas de los que imagináis. Si esa gente me prende, no vacilaré en confesar que fuisteis vos quien me encargó el asunto, así que haréis bien en pensároslo, y de prisita. Sé que no deseáis ser visto en mi compañía, de modo que acabemos con esto cuanto antes.

Miguel sabía que bien valía cincuenta florines hacer desaparecer a Hendrick, de suerte que se excusó y buscó el dinero en monedas, pues imaginaba que el hombre no querría un billete de banco.

– ¿Con cuánta dureza le golpeasteis? -preguntó Miguel cuando le entregaba la bolsa.

– Eso es -dijo Hendrick. Se dio unos toquecitos en el tajo del rostro con la manga-. Más de lo que pretendía. Se me hace que no habrá menester sus dos ojos, ¿no os parece? Con uno es más que suficiente.

Miguel tragó con dificultad.

– ¿Le habéis arrancado un ojo?

– No se lo arranqué -le corrigió Hendrick-. Él solo salió. Estas cosas pasan, y no es bueno lamentarse por aquello que no se puede deshacer.

– Fuera de aquí -dijo Miguel tranquilo.

– El tipo no sabía lo que estaba pasando, no entendía por qué lo cogía yo y lo arrojaba al suelo y le golpeaba en la cara con el pie. No dejaba de preguntar por qué por qué por qué… como cuando te ayuntas con una niña la primera vez. Pero soy hombre honesto. Y le dije que preguntara al judío. El judío le diría por qué, pues que el judío pagaba.

Miguel cerró los ojos y apartó la mirada. Al cabo de un momento -un silencio demasiado largo, pensó-, se volvió hacia aquel desgraciado.

– ¿Por qué habéis hecho tal cosa? ¿Por qué le habéis dicho tal cosa?

– Porque mi señora Damhuis me hizo prometer que no os haría daño, a pesar de la forma en que la habéis tratado. Así que decidí que ya estaba bien: no os haría daño, pero habría de vengarme de alguna forma. Y aquí lo tenéis.

– Salid de aquí -dijo Miguel de nuevo.

– Oh, eso no será problema, os lo aseguro. Que os vaya bien, judío. -Hendrick hizo que se tocaba el ala de su sombrero perdido y se fue con un alegre brinco por el lado del canal. Miguel permaneció en la puerta, viendo cómo se alejaba. Cuando hacía ya rato que había desaparecido, él aún seguía en la puerta, con los ojos clavados en el punto en que desapareció.

Después no hubiera acertado a decir cuánto tiempo estuvo allá, asqueado y en silencio. Finalmente, al mirar atrás, vio que la sirvienta cocinaba, sin hacer caso de él, asustada y confusa, haciendo como que era la cosa más natural del mundo que de buena mañana los hombres se quedaran plantados a la puerta de la cocina con sus ropas de cama y la vista clavada en la calle. Ese mismo día, Miguel alzó los ojos y echó de ver que estaba en la Bolsa, y se preguntó cómo fue que había llegado a tal sitio, qué negocios habría hecho y si en aquel estado acertaría a comerciar con más tino que cuando estaba en posesión de sus cinco sentidos. ¿Cómo podía pensar en los negocios? Su amiga Geertruid, arruinada y exiliada por siempre. Joachim, golpeado y acaso malherido. Su hermano, arruinado y humillado.