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Volvió a tumbarse, fatigado, incapaz de continuar, pero no dejó de mirarme. Sonrió, y volví a oír su risa.

– ¿Por qué ríes tanto? -le pregunté.

– Es que todavía me divierte -respondió-. Sí, me divierte. ¿Vi yo al ángel?

Claro que no. Quizá si lo hubiera visto no me reiría, o puede que riera todavía más. Mi risa es mi manera de hablar, ¿entiendes? Recuérdalo. Ah, escucha a la gente en las calles. Claman justicia. Venganza. ¿Has oído? Herodes hizo tal cosa y tal otra. ¡Han apedreado a los soldados de Arquelao! ¿Qué me importa a mí ahora? ¡Yo lo que quisiera es poder respirar media hora sin que me dolieran los pulmones!

Levantó una mano para tocarme la nuca, y yo me agaché y besé su húmeda mejilla.

«Haz que pase este dolor.»

El tragó aire y enseguida pareció quedarse dormido; su pecho subía y bajaba normalmente, sin sacudidas. Le apoyé una mano y noté su corazón.

«Vigor para estos momentos. ¿Qué daño puede hacer eso?»

Cuando me aparté, tuve ganas de ir hasta el borde del tejado y llorar. ¿Qué acababa de hacer? Tal vez nada. No, pero no creía que fuese nada. Y lo que él me había dicho, ¿qué significado tenía? ¿Cómo debía entender estas cosas?

Quería obtener respuestas, sí, pero aquellas palabras sólo me planteaban nuevas preguntas y me dolía la cabeza. Estaba asustado.

Me senté recostado contra el murete. Ahora apenas si podía ver más allá.

Con todas las familias apiñadas a escasa distancia, con tanta gente de espaldas a mí y tanta conversación y tantas nanas cantadas a los niños pequeños, mi presencia pasaba prácticamente inadvertida.

Era ya de noche y había teas encendidas por toda la ciudad, fuertes gritos de alegría, mucha música. Aún se veían fogatas, tal vez para cocinar, tal vez para mitigar el fresco. Yo tenía un poco de frío. Pensé asomarme y contemplar lo que estaba pasando abajo, pero luego desistí. En el fondo me daba igual.

Un ángel había visitado a mi madre, un ángel. Yo no era hijo de José.

Mi tía María me pilló desprevenido. Se agachó delante de mí y me obligó a mirarla a la cara. Tenía el rostro anegado en lágrimas y su voz sonó gruesa cuando preguntó con vehemencia:

– ¿Puedes curarlo?

Me quedé tan sorprendido que no supe qué decir.

Mi madre se acercó e intentó apartarla de mí. Se quedaron allí de pie, rozando mi cara con sus ropas. Hablaban en susurros pero enfadadas.

– ¡No puedes pedirle eso! -Dijo mi madre-. ¡Es un niño y tú lo sabes!

Tía María sollozó. ¿Qué podía decirle yo a mi tía?

– ¡No lo sé! -exclamé-. ¡No lo sé!

Entonces sí me eché a llorar. Levanté las rodillas y me encogí todavía más.

Luego me enjugué las lágrimas.

Las lágrimas desaparecieron.

Las familias ya se habían instalado para pasar la noche y los pequeños dormían. En la calle, un hombre tocaba el caramillo y otro cantaba. El sonido se oyó claramente unos segundos para luego perderse en el rumor general.

La niebla me impedía ver las estrellas, pero la visión de las antorchas que parecían oscilar por las colinas de la ciudad y, sobre todo, el Templo, imponente como una montaña iluminada, borraron de mi mente cualesquiera otros pensamientos.

Me sobrevino una sensación de paz y me dije que en el Templo rezaría para comprender no sólo lo que me había dicho mi tío, sino también todo lo que había oído.

Mi madre regresó a mi lado.

Apenas si había sitio junto al murete para los dos. Se arrodilló y apoyó el peso en sus talones. La luz de las antorchas alumbró su cara cuando dirigió la vista al Templo.

– Escúchame -dijo.

– Te escucho -respondí. Lo hice en griego, sin pensar.

– Aún es pronto para lo que voy a decirte -susurró también en griego-.

Pensaba hacerlo cuando fueses más mayor.

La oí pese al ruido de las calles y el rumor de las conversaciones en el tejado.

– Pero ya no puede postergarse más -añadió-. Mi hermano lo ha precipitado. Ojalá él hubiera sabido sufrir en silencio, pero no ha sido así. De modo que te lo contaré. Tú escucha y no me hagas preguntas. Por lo que respecta a esto, haz como dijo José. Ahora escucha.

– Te escucho -repetí.

– Tú no eres hijo de un ángel.

Asentí con la cabeza. Me miró y la luz de las antorchas brilló en sus ojos.

Guardé silencio.

– El ángel me dijo que la fuerza del Señor vendría a mí -prosiguió-. Y así fue. La sombra del Señor vino a mí (yo la sentí) y a su debido tiempo empecé a notar la vida que crecía en mi seno. Y eras tú.

No dije nada y ella bajó la vista.

El ruido de la ciudad había cesado. Mi madre me pareció muy bella a la luz de las antorchas. Tan bella quizá como Sara se lo pareció al faraón, o Raquel a Jacob. Mi madre era bella. Modesta pero hermosa, por más velos que llevase para ocultarlo, por mucho que inclinara la cabeza o se ruborizara.

Sentí ganas de estar en su regazo, entre sus brazos, pero me quedé quieto.

No era correcto moverse ni decir nada.

– Y así sucedió -dijo, levantando de nuevo la vista-. Jamás he estado con un hombre, ni entonces ni ahora, ni lo estaré nunca. He sido consagrada al Señor.

Asentí con la cabeza.

– No puedes entenderlo, ¿verdad? No comprendes lo que intento decirte.

– Sí comprendo -dije. José no era mi padre, sí, lo sabía. Yo nunca le había llamado padre. Lo era ante la Ley, y había desposado a mi madre, pero él no era mi padre. Y ella, que se comportaba siempre como una muchacha y las otras mujeres como sus hermanas mayores, lo sabía, sí, desde luego que lo sabía-. Todo es posible con el Señor -dije-. El Señor hizo a Adán del barro y Adán no tuvo una madre. El Señor puede crear un hijo sin necesidad de padre.

– Me encogí de hombros.

Ella meneó la cabeza. Ahora no era una muchacha, pero tampoco una mujer. Era dulce y parecía triste. Cuando volvió a hablar, no parecía la de siempre.

– Oigas lo que oigas cuando lleguemos a Nazaret -dijo-, no olvides lo que te he dicho esta noche.

– ¿La gente dirá cosas…?

Ella cerró los ojos.

– ¿Por eso tú no querías volver allí, a Nazaret? -pregunté.

Mi madre exhaló el aire y se llevó la mano a la boca. Estaba azorada.

Inspiró hondo y luego susurró con dulzura:

– ¡No has entendido lo que te he dicho! -Se la veía dolida, creí que se echaría a llorar.

– No, mamá, sí que lo entiendo -dije enseguida. No quería que sufriera-.

El Señor puede hacer cualquier cosa.

Parecía decepcionada, pero me miró y, haciendo un esfuerzo, me sonrió.

– Mamá -dije tendiéndole los brazos.

La cabeza me vibraba de tanto pensar. Recordé los gorriones, a Eleazar muerto en la calle y resucitando después, y tantas otras cosas, cosas que se deslizaban por mi mente demasiado llena de cosas. Y las palabras de Cleofás: que yo debía crecer como cualquier otro niño, igual que el pequeño David había permanecido en el rebaño hasta que lo llamaron, y que no dejara que mi madre estuviese triste. ¿Qué había querido significarme con eso?

– Lo veo. Lo sé -le dije a mi madre. Sonreí apenas, de aquella manera que sólo hacía con ella. Era más una señal que una sonrisa.

Ella me correspondió con la suya: una sonrisa menuda. De repente pareció olvidarse de todo lo que había pasado y me tendió sus brazos. Me incorporé de rodillas y entonces me abrazó con fuerza.

– Ya basta por ahora -dijo-. Basta con que tengas mi palabra -me susurró al oído.

Al cabo de un rato, nos levantamos y volvimos con la familia.

Me tumbé en mi lecho de fardos y ella me tapó, y bajo las estrellas, mientras la ciudad cantaba y Cleofás cantaba también, me dormí profundamente.

Después de todo, era el sitio más lejano al que podía ir.

5

Por la mañana, las calles estaban tan atestadas que casi no podíamos movernos, pero aun así avanzamos, incluso los bebés en brazos de sus madres, camino del templo.