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Pero volvamos al año 2002. Mientras yo me ponía a trabajar en serio, un día recibí una llamada de mi marido. Empezaba a tener los primeros síntomas de un tumor cerebral, del que moriría en menos de cuatro meses.

Llevábamos casados cuarenta y un años. Tras mi vuelta al catolicismo, él había aceptado casarse conmigo en la vieja y enorme iglesia de mi infancia, y que un primo mío sacerdote oficiara la ceremonia. Fue una maravillosa concesión viniendo de un ateo militante. Pero mi esposo, por amor, accedió.

Cuarenta y un años. Y ya no estaba conmigo. ¿Debo entender como un regalo el hecho de haber tenido un objetivo claro antes de que se produjera la tragedia, un objetivo que me ayudaría a superarla? Lo ignoro. Pero sí sé que durante las últimas semanas, mi marido, cuando estaba consciente, se volvió un santo; expresaba su amor por cuantos le rodeaban, comprendía a personas a las que no había comprendido nunca; quiso que se hicieran regalos a aquellos que le ayudaban en su enfermedad.

Antes de eso había conseguido pintar, aun estando medio paralizado, tres cuadros asombrosos. No puedo dejar de mencionarlo. Luego, pasado ese período de amor y comprensión, cayó lentamente en un estado de coma hasta que falleció.

Dejó más de trescientos cuadros, todos hechos en un período de quince años, así como muchos libros de poesía -la mayoría publicados a lo largo de esos mismos años- y millares de poemas inéditos. Su galería conmemorativa será pronto trasladada de Nueva Orleans a Dallas (Tejas), su ciudad natal.

Mi investigación continuó durante la última fase de su enfermedad. Mis libros me dieron fuerzas. Yo le contaba lo que estaba escribiendo, y a él le parecía maravilloso. Me hacía encendidos elogios.

Desde su muerte, en diciembre de 2002, hasta 2005, he estudiado el período del Nuevo Testamento, y ahora continúo estudiándolo. Leo sin cesar, día y noche.

Mis lecturas abarcaron todo tipo de escritos críticos escépticos, pero he bebido con voracidad y enorme placer en las fuentes de Josefo y Filó.

Dado que empecé sumergiéndome en la postura crítica, la que toma el relevo de los primeros escépticos de la Ilustración especializados en el Nuevo Testamento, esperaba descubrir que sus argumentos serían muy sólidos, y que el cristianismo, en el fondo, era una especie de fraude. Tendría que terminar compartimentando mi mente, con la fe en una parte y la verdad en la otra. ¿Y qué escribiría yo sobre mi Jesús? No tenía ni idea. Pero las perspectivas eran interesantes: pudo ser un progresista, pudo estar casado, tener hijos, ser homosexual o qué sé yo qué más. Pero, antes de escribir una sola palabra, tenía que completar mi investigación.

Estos eruditos escépticos parecían tremendamente seguros de sí mismos.

Basaban sus libros en ciertas afirmaciones sin molestarse en analizar dichas afirmaciones. ¿Cómo iban a equivocarse? Los eruditos judíos exponían sus teorías con mucho esmero. Sin duda, Jesús fue simplemente un judío observante o un judío hasídico que acabó siendo crucificado. Fin de la historia.

Leí, leí y leí. A veces, durante la lectura, me parecía estar andando por el valle de la sombra de la muerte. Pero seguí adelante, dispuesta a correr cualquier riesgo. Tenía que saber quién era Jesús; mejor dicho, si alguien lo sabía, yo necesitaba saber qué sabía esa persona.

Aunque no puedo leer las lenguas antiguas, sí puedo seguir la lógica de una argumentación; ver las notas al pie y las referencias bibliográficas; ir al texto bíblico en inglés. Puedo cotejar todas las traducciones que tengo a mi disposición, y tengo todas aquellas cuya existencia conozco, desde Wycliffe hasta Lamsa, incluidas la New Annotated Oxford Bible y la vieja English King James, que adoro. Tengo la antigua traducción católica así como todas las traducciones literarias que he podido encontrar. Tengo traducciones insólitas que los entendidos no mencionan, como la de Barnstone y Schonfield. He comprado hasta la última traducción por si podía arrojar alguna luz sobre algún pasaje oscuro, por breve que éste fuera.

Lo que poco a poco vi con claridad fue que muchos de los argumentos escépticos -argumentos que insistían en que los Evangelios eran por lo general sospechosos, o que fueron escritos demasiado tiempo después para tratarse de relatos de un testigo fiable- pecaban de incoherentes. No eran elegantes. Todo cuanto hacía referencia a Jesús estaba lleno de especulaciones. Algunos de esos libros no eran más que suposiciones basadas en suposiciones. De un dato insignificante, o de ninguno en absoluto, se sacaban conclusiones absurdas.

En suma, toda esa historia acerca de un Jesús no divino que llegó casualmente a Jerusalén y fue crucificado por no se sabe quién y que nada tuvo que ver con la fundación del cristianismo y que se habría horrorizado de haberlo sabido -toda esa imagen que flotaba en los círculos progresistas que frecuenté como atea durante treinta y cinco años-, ese argumento no había sido expuesto. Es más, descubrí aquí algunos de los textos más malos y más tendenciosos que he leído nunca.

Apenas encontré una sola teoría escéptica que fuera convincente, y los Evangelios, despedazados por los críticos, perdían toda intensidad al ser reconstruidos según los diversos teóricos. El Evangelio no era fiable considerado como testimonio histórico de «comunidades» posteriores.

No me dejé convencer por los alocados supuestos de quienes afirmaban ser hijos de la Ilustración. Y había intuido también otra cosa. A muchos de estos eruditos, gente que aparentemente había dedicado su vida al estudio del Nuevo Testamento, les disgustaba Jesucristo. Algunos se compadecían de él tildándolo de fracasado. Otros se mofaban simplemente, y otros más sentían por Jesús mero desprecio. Eran cosas que estaban entre líneas, que afloraban a la personalidad de los textos.

Nunca había encontrado tal grado de implicación emocional en ningún otro campo de estudio, al menos a este nivel. Era desconcertante.

La gente que se dedica a los estudios isabelinos no se propone demostrar que la reina Isabel I era una estúpida. No sienten antipatía por ella. No hacen comentarios burlones ni dedican toda su carrera a destrozar la reputación histórica del personaje. Es más, ni siquiera aplican esta antipatía, este recelo o este desdén a otras figuras isabelinas. Y si lo hacen, es, porque la persona en cuestión no es el objeto principal del estudio. Sí, por supuesto, de vez en cuando alguno se centra en la figura de un villano, pero por regla general el autor acaba abogando por las buenas cualidades del villano o por su lugar en la historia, o por alguna circunstancia atenuante, que redime al texto en sí. Es cierto que quienes estudian las catástrofes de la historia pueden mostrarse muy críticos con los gobernantes de la época, pero no es habitual pasarse media vida en compañía de figuras históricas por las que se siente desprecio.

En cambio, hay estudiosos del Nuevo Testamento que detestan y desprecian a Jesucristo. Por supuesto, estamos en un campo profesional que goza de entera libertad; nos beneficiamos de la ingente cantidad de estudios bíblicos a los que tenemos acceso y al sinfín de aportaciones. No estoy abogando por la censura. Pero quizás estoy abogando por la sensibilidad en nombre de quienes leen estos libros. Quizás estoy abogando por un poco de precaución en lo que se refiere a este campo en general. Lo que parece terreno firme puede no serlo en absoluto.

Había otra cuestión que me inquietaba mucho.

Todos estos escépticos insistían en que los Evangelios eran documentos tardíos, que las profecías que contienen habían sido escritas tras la caída de Jerusalén. Pero cuanto más leía sobre este último hecho, menos lo entendía.

La caída de Jerusalén fue espantosa y entrañó una tremenda guerra, un desgarrador conflicto que duró años en Palestina, seguido de nuevas revueltas y persecuciones y leyes punitivas. Mientras leía sobre este hecho histórico en las páginas de S. G. E Brandon, y en Josefo, me quedé asombrada por los detalles de esta catástrofe en la que el mayor templo de la antigüedad fue destruido para siempre.