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Andrea Camilleri

El Miedo De Montalbano

Título originaclass="underline" La paura di Montalbano

Traducción: María Antonia Menini Pagès

Día de fiebre

En cuanto se despertó decidió llamar a la comisaría para decir que aquel día no se encontraba con ánimo para nada, que no iría al despacho, pues durante la noche un acceso de gripe lo había asaltado de golpe, como uno de esos perros que se acercan sin ladrar y sólo los ves cuando ya te han mordido la yugular. Hizo ademán de incorporarse, pero se detuvo a medio camino. Le dolían los huesos y le chirriaban las articulaciones. Tuvo que repetir el movimiento con cuidado, alargó el brazo hacia el auricular y justo en ese instante sonó el teléfono.

– Oiga, dottori, ¿hablo con usted en persona personalmente? ¿Me reconoce? Soy Catarella.

– Sí, te reconozco, Catarella. ¿Qué quieres?

– No quiero nada, dottori.

– Entonces ¿por qué me llamas?

– Ahora mismo me explico, dottori. Yo personalmente en persona no quiero nada de usted, pero está aquí el dottori Augello que quiere decirle una cosa. ¿Qué hago, se lo paso o no?

– Está bien, pásamelo.

– Quédese al aparato, que le pongo con él.

Transcurrió medio minuto de silencio total. Montalbano sintió la sacudida de un escalofrío. Mala señal. Empezó a dar voces a través del auricular.

– Pero ¿qué pasa ahí? ¿Es que os habéis muerto todos?

– Perdone, dottori, pero es que el dottori Augello no se pone al aparato. Si tiene un poco de paciencia, voy yo personalmente en persona a llamarlo a su despacho.

Justo en ese momento se oyó la apurada voz de Augello.

– Perdona que te moleste, Salvo, pero es que…

– No, Mimì, no te perdono -replicó Montalbano-. Estaba a punto de llamarte para decirte que no me siento con ánimos para salir de casa. Voy a tomarme una aspirina y a quedarme en la cama. Así que arréglatelas tú, cualquiera que sea el asunto del que querías hablarme. Adiós.

Colgó el teléfono y sopesó durante un segundo la posibilidad de dejarlo descolgado, pero decidió no hacerlo. Se dirigió a la cocina, se tomó una aspirina, sintió otro escalofrío, lo pensó un poco, se tomó una segunda aspirina, volvió a acostarse, cogió el libro que tenía en la mesilla y que había empezado a leer la víspera con sumo placer, Un día tras otro, de Carlo Lucarelli, lo abrió y, ya en las primeras líneas, comprendió que no podría leer. Notaba como un aro de hierro que le oprimía la cabeza y los ojos se le cerraban.

– ¿Qué te apuestas a que tengo fiebre? -se preguntó.

Se tocó la frente con la palma de una mano, pero no sabía decir si la tenía caliente o no, cosa por otra parte que le ocurría siempre; lo de tocarse la frente era un gesto meramente simbólico que por alguna razón inexplicable hacía de manera instintiva. Lo más sensato era ponerse el termómetro. Se incorporó, abrió el cajón de la mesilla y rebuscó en su interior. Como era de esperar, el termómetro no estaba allí. ¿Dónde lo habría metido? ¿Cuándo había sido la última vez que se lo había puesto? Debía de haber sido aproximadamente en diciembre del año anterior, que para él era el mes más peligroso, no el que decía el poeta… ¿Qué mes era el más cruel para Eliot? Sí, ahora lo recordaba, «abril es el mes más cruel»… ¿O tal vez era marzo? Pero, divagaciones poéticas aparte, ¿dónde coño estaba el termómetro? Se levantó, se dirigió a la habitación de al lado, miró en todos los cajones, en las estanterías, en todos los rincones. Detrás de un montón de libros que se mantenían en inestable equilibrio sobre una tambaleante mesita apareció una fotografía suya con Livia. La contempló sin conseguir recordar dónde se la habían hecho. Parecía verano, a juzgar por la ropa. En segundo plano se veía el perfil de un hombre vestido de uniforme, aunque no parecía un militar, sino más bien un portero de hotel. O un jefe de estación. Dejó la fotografía y reanudó la búsqueda. Ni rastro del termómetro. Volvió a sentir un escalofrío, esta vez más fuerte, seguido de un ligero mareo. Empezó a renegar. Era absolutamente necesario encontrar el termómetro. El resultado de la subsiguiente búsqueda fue que, al poco rato, la casa daba la impresión de haber sido asolada por una banda de desvalijadores. Decidió calmarse: ¿qué coño le importaba a él el termómetro? El hecho de conocer los grados de fiebre no se traduciría en una mejoría. Lo único seguro era que se encontraba mal, y punto. Volvió a acostarse. Oyó el girar de una llave en la cerradura y, a continuación, un grito extremadamente agudo de su asistenta Adelina.

– ¡Virgen santísima! ¡Aquí han entrado ladrones! -El comisario se levantó y corrió a tranquilizar a la mujer, la cual, en el transcurso de su inconexa explicación, no le quitó ni un momento los ojos de encima-. Tuttori, usía está enfermo.

Montalbano contestó con una pregunta que era al mismo tiempo una afirmación.

– ¿¡Tú sabes dónde está el termómetro!?

– ¿No lo encuentra?

– Si lo hubiera encontrado, no te lo preguntaría.

La respuesta molestó a Adelina, que se vengó replicando en tono belicoso:

– Si no lo ha encontrado usía después de dejar la habitación que parece que haya habido un terremoto, ¿cómo quiere que lo encuentre yo?

Y se fue a la cocina, ofendida e indignada. Montalbano se sintió perdido y confuso. De repente, por el mero hecho de haber sacado el tema, se le volvió a meter en la cabeza la idea de tener a mano un termómetro. Era una necesidad imperiosa. No tendría más remedio que vestirse, coger el coche e ir a comprar uno a la farmacia. Se movió con cautela para que no lo oyera Adelina, la cual sin duda le habría echado la bronca y lo habría atado a la cama para impedir que saliera a la calle. La primera farmacia que encontró estaba cerrada. Siguió adelante, hacia el centro de Vigàta, y aparcó delante de la Farmacia Centrale. Hizo ademán de bajar, pero un fuerte mareo lo obligó a sentarse de nuevo en el asiento. Experimentó una sensación de náusea. Luego consiguió salir del coche, entró en la farmacia y vio que tendría que esperar, pues, con la epidemia de gripe que había, al parecer medio pueblo se había puesto enfermo.

Finalmente le tocó el turno, y estaba ya a punto de abrir la boca cuando resonaron en la calle, muy cerca de allí, dos disparos de pistola. A pesar del atontamiento que le provocaba la fiebre, el comisario salió en un santiamén y sus ojos se convirtieron en una cámara que grababa nítidos fotogramas en su mente. A su izquierda, un ciclomotor con dos muchachos se alejaba a toda velocidad; el que iba detrás llevaba en la mano un bolso evidentemente robado por el procedimiento del tirón a una anciana que gritaba desesperada desde el suelo. En la acera de enfrente, el señor Saverio Di Manzo, titular de la homónima agencia de viajes, estaba siendo desarmado por un guardia urbano. El señor Di Manzo, imbécil notorio, se había percatado del robo y había reaccionado efectuando dos disparos contra los muchachos del ciclomotor. Naturalmente, no les había dado a ellos, pero sí a una niña de diez años que en esos momentos rodaba por el suelo, llorando y cogiéndose la pierna derecha con las manos. Montalbano echó a correr hada ella, pero entonces un sujeto que lo esquivó se le adelantó y se arrodilló al lado de la niña. El comisario lo reconoció: era un vagabundo que había llegado al pueblo hacía un año y vivía de limosnas. Todos lo llamaban Farola, tal vez porque era muy alto y extremadamente delgado. En un abrir y cerrar de ojos, Farola se desanudó la cuerda con la que se sujetaba los pantalones, la ató con fuerza alrededor del muslo de la pequeña y levantó levemente la vista hacia el comisario para ordenarle:

– Sujétela fuerte.