Выбрать главу

Montalbano obedeció, fascinado por la calma y la precisión del vagabundo.

– ¿Tiene un pañuelo limpio? Démelo y llame a una ambulancia.

No fue necesario. Un coche que pasaba por allí recogió a la niña y la llevó al hospital de Montelusa. En ese momento llegaron cuatro carabineros y Montalbano se largó. Subió a su coche y regresó a toda prisa a Marinella.

En cuanto abrió la puerta de su casa fue arrollado por Adelina.

– ¿Qué es toda esa sangre?

Montalbano se miró las manos y la ropa: se había manchado con la sangre de la niña.

– Ha ocurrido un…, un accidente y yo…

– Váyase ahora mismo a la cama, y quítese esa ropa, la llevaré a la lavandería. Pero ¿cómo se le ocurre salir estando enfermo? ¿No sabe que la «cripe» mal curada se puede convertir en «purmonía»? ¿Y que la «purmonía» mal curada lleva a la muerte?

Montalbano había oído a Adelina recitar la letanía de la gripe mal curada y la pulmonía por lo menos otras dos veces. Fue al cuarto de baño, se desnudó, se lavó y se deslizó entre las sábanas de la cama recién hecha. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando la asistenta entró con un tazón humeante.

– Le he preparado un poco de caldo de pollo muy ligero.

– No tengo apetito.

– Pues se lo dejo en la mesilla. Yo me voy. ¿Necesita algo?

– No, nada, gracias.

A pesar de que tenía la nariz obstruida, percibió los efluvios del caldo. Se incorporó ligeramente, cogió el tazón y tomó un sorbo. Era como se lo imaginaba, espeso y ligero al mismo tiempo, lleno de ecos de hierbas extrañas; se lo bebió todo, se tumbó con un suspiro de satisfacción y se quedó dormido.

Le parecía que acababa de dormirse cuando sonó el teléfono. Mientras se incorporaba para contestar, miró casualmente el despertador de la mesilla. ¡Las siete! ¿Eran las siete de la tarde? Pero ¿cuántas horas había dormido? Sorprendido, levantó el auricular y oyó un pitido continuo. Habían colgado. Estaba volviendo a acostarse cuando se reanudaron los timbrazos, pero esta vez no era el teléfono, sino la puerta. Fue a abrir y vio a Fazio, que tenía un semblante preocupado.

– ¿Cómo está, dottore?

– Un poco pachucho -contestó Montalbano, franqueándole la entrada y volviendo a acostarse.

Fazio se acomodó en una silla a su lado.

– Le brillan los ojos -dijo-. ¿Se ha tomado la temperatura?

En ese momento el comisario recordó que aquella mañana, distraído por el tiroteo, había olvidado regresar a la farmacia para comprar el termómetro.

– Sí -mintió-. Esta mañana tenía treinta y ocho.

– ¿Y ahora?

– No sé. Luego me pondré el termómetro. ¿Hay alguna novedad?

– Ha habido un tiroteo. El cabrón de Di Manzo, el de la agencia de viajes, ha disparado a dos tironeros, pero no les ha acertado a ellos, sino a la pierna de una pobre niña que pasaba por allí.

– ¿Lo habéis arrestado?

– Lo han detenido los carabineros. Han intervenido ellos.

– ¿Tenéis noticias de la niña?

– Está fuera de peligro. Ha perdido mucha sangre, pero, por suerte, andaba por allí el Farola. Seguro que usted lo ha visto alguna vez, el vagabundo ese que…

– Sí, lo conozco -dijo Montalbano-. Sigue.

– Bueno, pues que ha conseguido detener la hemorragia. Puede decirse que la ha salvado él. Se ha corrido la voz por todo el pueblo y el alcalde ha organizado para mañana una gran fiesta… Ya sabe, estamos en plena campaña electoral y cualquier cagada de mosca sirve para el caldo… En el transcurso del homenaje le entregará las llaves de un apartamento municipal.

– ¿Sabes cómo se llama?

– Bueno…, no tiene ningún documento que lo identifique. Y él jamás ha revelado su nombre.

– Por cierto, Fazio, esta mañana me ha llamado Augello. ¿Sabes qué quería?

– Sí, el jefe superior quería una respuesta sobre un asunto y el dottor Augello quería comentarlo con usted. Pero creo que ya lo ha resuelto.

Menos mal. Podría quedarse tranquilamente en casa hasta que se le curara la gripe sin que nadie le tocara los cojones. Fazio se quedó charlando cosa de media hora y se fue.

Ya eran más de las ocho. Montalbano se levantó y, nada más ponerse de pie, la cabeza empezó a darle vueltas. Las molestias aún no habían desaparecido. Marcó el número de Livia en Boccadasse, pero no obtuvo respuesta. Demasiado pronto. Por regla general, las conversaciones telefónicas entre él y su novia solían tener lugar pasada la medianoche. Abrió el frigorífico: pollo hervido y una serie de guarniciones para hacerlo más apetecible. Dudó un instante y después optó por un plato de pimientos en salsa agridulce y unas cebollitas en vinagre. Se acomodó en el sillón delante del televisor y, mientras comía con desgana, se puso a ver una película que se titulaba Los cazadores del Edén. Ya en las primeras escenas comprendió que se trataba de una historia absurda, pero la estupidez de las imágenes y de los diálogos lo fascinó de tal modo que siguió toda la película con religiosa atención hasta el fatídico The End. Y a continuación ¿qué? Sintonizó un canal nacional donde acababa de empezar un debate con el título «¿Tiene valor hoy en día la fidelidad?». El conductor del espacio, de perenne sonrisa pretendidamente irónica que, sin embargo, resultaba opresivamente servil, presentó a los invitados: una duquesa casada con un empresario, pero famosa por su interminable colección de amantes tanto del sexo masculino como del femenino; hablaría de la fidelidad en el matrimonio. Un político que, desde la izquierda más radical, había ido pirueteando progresivamente hacia la derecha más extremada; éste defendería el valor de la coherencia en la actividad política. Un ex cura que se había hecho hippy, luego budista y más tarde integrista islámico; hablaría sobre la necesidad de la fidelidad a la propia religión. La diversión estaba asegurada. Montalbano siguió el programa hasta el final, soltando de vez en cuando sonoras carcajadas. Apagó el televisor y comprobó que la fiebre le había vuelto a subir. Fue a acostarse, pero ni siquiera intentó abrir la novela de Lucarelli. Estaba empezando a notar el doloroso aro alrededor de la cabeza. Apagó la lámpara de la mesilla y, después de dar innumerables vueltas en la cama, el piadoso sueño lo tomó de la mano y se lo llevó consigo.

Abrió los ojos a las tres y media de la madrugada y enseguida advirtió que la fiebre estaba cociéndolo vivo. Pero no sólo la fiebre, sino también un pensamiento que se le había ocurrido antes de quedarse dormido y que lo había acompañado en el sueño impidiéndole descansar debidamente. No, no era un pensamiento, sino más bien una secuencia de imágenes y una pregunta. Le habían vuelto a la mente los gestos del Farola mientras atendía a la niña herida, penetrantes y contenidos, solícitos y distantes a un tiempo, en una palabra, «profesionales»… Ni él mismo habría sabido hacerlos. Y la pregunta se podía resumir de la siguiente manera: ¿quién era realmente el Farola? Fue entonces cuando, en medio del delirio provocado por la enfermedad, la cabeza lo indujo a pensar que si no se medía la fiebre con el termómetro, jamás le bajaría. Se dirigió a la cocina, bebió tres vasos de agua, se vistió de cualquier manera, salió, subió al coche y se puso en marcha. No se daba cuenta de que iba conduciendo en zigzag, pero por suerte pasaban muy pocos vehículos. La primera farmacia seguía estando cerrada; la Farmacia Centrale también, pero un cartelito que había colgado en la persiana metálica invitaba a acudir a la Farmacia Lopresti, cerca de la estación. Soltando maldiciones, volvió a subir al coche. La farmacia se encontraba en la misma manzana que la estación. La persiana estaba bajada, pero dentro había luz. Le dijo al adormilado farmacéutico que quería un termómetro y el hombre regresó al cabo de unos minutos.

– Se han terminado -dijo, y cerró violentamente la ventanilla.